Daniel Barenboim y Martha Argerich, acompañados por la Orquesta West-Eastern Divan, colmaron de esperanza al público en sus varias presentaciones en el Teatro Colón y en Puente Alsina.
Daniel Barenboim nació en Buenos Aires a mediados de noviembre de 1942 y, aunque sea poco elegante decirlo, Martha Argerich es apenas unos meses mayor porque su natalicio es en la misma ciudad el 5 de junio del año anterior. En 1954 los padres de Barenboim (también destacados pianistas) lo enviaron a Salzburgo desde Israel, donde se habían radicado poco antes, para que tomara clases con Igor Markevitch, a quien siguió Nadia Boulanger en París. Diferente fue el camino de Martha, quien a los ocho años brindó su primer concierto, estudió con Vicente Scaramuzza y luego, también desde 1954, prosiguió su formación con Friedrich Gulda en Viena. Ambos fueron niños prodigio, jóvenes talentos, celebrados intérpretes y acaso lamentablemente poco ligados a la Argentina por su temprana partida del país que los vio nacer.
Empero, se advierte en ellos el agradecimiento por la tierra de sus primeros años y, por qué no, la desazón de verlo desde afuera con sus constantes vaivenes y contrasentidos. Asimismo el público que los ovacionó en el Teatro Colón celebró también la íntima ilusión de que “alguien de nosotros pudo”, consiguiendo lo que hoy parece lejano porque la Argentina que conocieron los niños prodigio no había llegado al nivel de las distorsiones de las décadas subsiguientes.
El mismo día que Martha Argerich y Daniel Barenboim brindaban un memorable concierto de tres horas en el Colón, Estela de Carlotto encontró a su nieto, que había sido secuestrado por la dictadura militar y entregado clandestinamente en adopción. Era el comentario obligado en los pasillos, con una mezcla de admiración y algarabía. Se respiraba expectativa y no cabía un alfiler. La sala dispuso de localidades para invitados especiales y periodistas que con inteligencia el jefe de prensa ubicó en el escenario, a centímetros de los dos pianos preparados para la ocasión. Cuando los intérpretes salieron a escena la ovación fue ensordecedora; la excelencia de la presentación, sintéticamente antológica.
Con la sala a media luz comenzó la Sonata para dos pianos en Re mayor, K.448 de Mozart, que evidenció la amalgama y el entendimiento entre ambos. Escrita en forma de sonata-allegro por el compositor a sus 25 años, las melodías simultáneas del primer movimiento confirmaron el juego de exactitudes y exquisitas sutilezas que iban a dominar la presentación y, con el último acorde del Molto allegro, la ovación fue total. Le siguieron las Variaciones sobre un tema original para piano a cuatro manos en La bemol mayor Op. 35 de Schubert, ejecutada con notable vuelo estilístico.
Fue sólo el comienzo: la segunda parte anunciaba la versión para piano a cuatro manos de La consagración de la primavera de Igor Stravinski. Los acordes staccato fueron el delirio del público. De honda dificultad por su superposición de líneas melódicas, la armonía se aparta de la tonalidad clásica y el uso de disonancias favorece esa complejidad sonora con una orquesta, pero significa un gran riesgo en una interpretación para piano a cuatro manos.
Hasta aquí el programa formal. Luego llegaron los bises, cuando Barenboim presentó a tres músicos de la West-Eastern Divan y, junto con Argerich, ejecutó la versión original del Andante y variaciones de Robert Schumann para dos pianos, dos violonchelos y corno. Lo anunció brevemente el propio Barenboim ante la exclamación de los presentes. El juego entre ellos era perfecto: el cariño y cuidado que le brindaba el músico a Martha, y la mirada cómplice de ella, disfrutando casi secretamente de ese momento. En otro pasaje del concierto incluso se permitieron bromear con las clásicas toses del Colón, cuando en un breve intervalo irrumpieron.
Siguieron el Vals de la Suite Nro 2 op 17 de Rachmaninoff, el siempre querible Bailecito de Carlos Guastavino y el vibrante Scaramouche de Darius Mailhaud como indudable premio para quienes aún no habían abandonado la sala. Al final, papelitos de colores como en la cancha, pétalos de rosa que Argerich colocó sobre la butaca de Barenboim, flores que él improvisó para ella y las glamorosas y oficiales del teatro con beso emocionado de la chica que las entregó, improvisadas bolsas con regalos que llegaron desde la platea y cuyo contenido ambos miraban curiosos. Todo menos altisonantes discursos, y no es que faltaran políticos, desde el Jefe de Gobierno de la Ciudad a varios miembros de su Gabinete. El Ministro de Cultura, Hernán Lombardi, se saludaba en el foyer con su par provincial y antecesor en el cargo, Jorge Telerman. Los hechos se imponían a los dichos, tan usuales en la Argentina de hoy. Aunque sea por unos días, la estampa ilusionaba al ser un evento que convocó a la prensa internacional no por una desgracia financiera sino por ser la Argentina faro de cultura como antaño. La magia se repitió varias veces, pero fue en el recital gratuito en Puente Alsina donde Daniel Barenboim expresó qué le había dejado este país: “Quiero que sepan que yo me fui de la Argentina a los nueve años pero algo de lo que me dio la Argentina me quedó para siempre. Una de esas cosas es que aquí no hay problema de tener identidades múltiples y esa fue la primera lección que aprendí, se puede ser polaco, alemán, judío, sirio-libanés, turco, y no por eso menos argentino”, y siguió con El firulete, que los jóvenes llegados de Medio Oriente ejecutaron con brillante ligereza y picardía porteña, mientras se respiraba un anhelo de paz.
Fotos: gentileza Prensa Ministerio de Cultura GCBA