El siglo XX se caracterizó por las guerras mundiales que, con las sofisticadas tecnologías de la época, causaron más muerte y destrucción que en toda la historia bélica precedente. Las Naciones Unidas, creadas para acabar con las guerras mediante un imperfecto sistema de seguridad colectiva, apenas han logrado moderar en algunos casos, pero no suprimir, la sucesión de conflictos armados que han asolado y aún afectan a distintas regiones. Entre ellos descuella la irresuelta cuestión palestina, que en las últimas semanas ha vuelto a manifestarse con toda crudeza en Gaza. La matanza a la que asistimos impotentes se presenta como el último de los eslabones de una cadena de venganzas cuyos orígenes políticos pueden remontarse al cumplimiento parcial de la promesa de Lord Balfour en 1919. Los judíos lograron su hogar nacional en Palestina, pero no se llevó a cabo la segunda parte de la promesa: no afectar los derechos de la población que se encontraba en el lugar desde tiempo inmemorial.
Importa subrayar que se trata de un conflicto de naturaleza política. Una estrategia racional y sensata debe partir de esta evidencia. El derecho internacional no reconoce la soberanía del ocupante de territorios conquistados en batalla, lo que se aplica a los asentamientos que Israel prolifera y a Jerusalén, que es sagrada para las tres religiones monoteístas.
Tanto palestinos como israelíes son prisioneros ante todo de sus propios connacionales: los sectores fundamentalistas de uno y otro lado que no tienen interés en otra paz que no comporte la eliminación del enemigo. No es sensato el intento de arrinconar a los palestinos. Tampoco lo es la negación obstinada al reconocimiento del Estado de Israel. La política supone la admisión de los hechos irreversibles. Los palestinos no pueden arrancar a Israel de su lugar y arrojarlo al mar. Israel no puede hacer desaparecer a los palestinos, ni someterlos al encierro y el aislamiento indefinidamente. Es indispensable reconocer que los palestinos no tienen derecho a atacar a la población civil de Israel con sus misiles, ni tiene derecho Israel a realizar operaciones militares que trasuntan un soberbio desprecio por la vida de tantos inocentes.
Pero, ¿dónde están las voces moderadas que puedan exhortar a la sensatez, condenando de un modo equilibrado los crímenes de uno y otro bando? Ejemplos como el de Daniel Barenboim parecen sorprendentemente escasos en momentos en que son tan necesarios. En efecto, en la conferencia que brindara en Buenos Aires el músico junto con el ex presidente español Felipe González, coincidieron en aceptar los hechos con realismo y sin declamaciones nacionalistas. Ambos elogiaron con énfasis el viaje a Medio Oriente del papa Francisco como emblemático de una nueva e imprescindible mentalidad para afrontar los dramas internacionales.
Es lamentable que Europa, otrora faro del humanismo, represente hoy un papel tan descolorido. Por su parte, las repetidas intervenciones de los Estados Unidos en la región parecen haber estado dirigidas a consolidar el statu quo (que favorece a Israel) y no a promover los cambios que facilitaran una paz sobre bases más justas.
Por otro lado, el conflicto bélico entre Israel y los palestinos de la Franja de Gaza involucra no sólo a judíos y musulmanes, sino también a una consistente minoría de cristianos, algunos de ellos palestinos y otros ciudadanos de Israel. Cabe preguntarse entonces, en un momento tan crítico como el actual, ¿la fe cristiana puede dar algún aporte que permita a las otras dos tradiciones religiosas encontrarse con lo mejor de sí mismas de manera de discernir juntas los caminos de la paz? ¿Se podrá dar contenido y eficacia concretos al gesto de la oración conjunta del papa Francisco, Shimon Peres y Mahmoud Abbas en el Vaticano en junio pasado?
El cristianismo ha postulado desde sus orígenes la necesidad de no identificar religión y política. “Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, responde Jesús a quienes pretendían presentar el pago de los impuestos como un acto de adoración a la autoridad civil. Cuando política y religión se confunden, las cuestiones humanas adquieren un carácter absoluto que no les corresponde. Porque la política es una actividad racional, no es dogmática sino eminentemente práctica y prudencial; más un arte que una ciencia. Su terreno propio es el de los medios, y su objetivo, el de lograr el mejor resultado posible asumiendo con realismo los límites de cada situación histórica.
En este sentido, distinguir la religión de la política es lo que permite generar un espacio de maniobra para buscar acuerdos entre posiciones encontradas. La negociación implica siempre concesiones recíprocas, pero no significa necesariamente una traición a los propios ideales. Por el contrario, es precisamente el modo de llevarlos a la realidad en un mundo limitado e imperfecto. Los acuerdos tienen un solo absoluto: el bien de las personas. Ningún imperativo religioso auténtico puede relegarlas a la condición de medios para alcanzar ciertos fines, por nobles que parezcan.
Sin embargo, como recordaba Benedicto XVI, las religiones tienen la misión indispensable de darle lugar a Dios en la vida pública. Ellas deben dialogar con la política, purificándola de prejuicios y reforzándola, por lo tanto, en su racionalidad propia. Del Evangelio se desprende que la dignidad de la persona, imagen de Dios, sin importar su nacionalidad, raza o religión, debe estar por encima de todo otro valor. No cabe duda de que este es un punto de convergencia del cristianismo con la mejor tradición del judaísmo y del Islam. Es esta convicción, sostenida a la vez con la razón y el fervor lúcido de la fe, la única capaz de romper con el círculo vicioso de la violencia.
Pero, ¿cuántos son los que se atreven hoy a proclamar con claridad el mensaje de la dignidad inviolable de la persona, en esta era que se define como la de los derechos humanos? Mientras escaseen de un modo tan dramático el coraje, la integridad moral y la honestidad intelectual, conflictos como el de Gaza extenderán su sombra siniestra sobre la vida humana en todo el mundo, azuzando el odio, la violencia y la desconfianza recíproca, y evocando viejos fantasmas que nunca terminan de morir.
Desde los atentados terroristas que padecimos en Buenos Aires en 1992 y 1994 hasta la ola de antisemitismo que aflora en Europa, son muchos los signos de que el conflicto palestino-israelí está más cerca de todos de lo que muchos piensan.
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Join discussionSegún el Consejo de Redacción, solo “se trata de un conflicto de naturaleza política”. No hay culpables ni ganadores y casi ni se menciona a las víctimas.
Pero el Papa Francisco acaba de decirnos qué es lo que está realmente en la naturaleza de estas matanzas: “Es posible porque también hoy, en la sombra, hay intereses, estrategias geopolíticas, codicia de dinero y de poder, y está la industria armamentista, que parece ser tan importante. Y estos planificadores del terror, estos organizadores del desencuentro, así como los fabricantes de armas, llevan escrito en el corazón: ‘¿A mí qué me importa?’.»
El énfasis del Editorial está puesto en separar “religión y política” aunque el Papa insiste en mostrarnos que nuestra responsabilidad como cristianos es actuar políticamente de acuerdo a los principios evangélicos.
Un Editorial no comprometido con los valores cristianos. Lástima.
Abajo copio completa la Homilía de su Santidad el Papa Francisco en el cementerio de Redipuglia, el pasado Sábado 13 de Septiembre de 2014.
Viendo la belleza del paisaje de esta zona, en la que hombres y mujeres trabajan para sacar adelante a sus familias, donde los niños juegan y los ancianos sueñan… aquí, en este lugar, solamente acierto a decir: la guerra es una locura.
Mientras Dios lleva adelante su creación y nosotros los hombres estamos llamados a colaborar en su obra, la guerra destruye. Destruye también lo más hermoso que Dios ha creado: el ser humano. La guerra trastorna todo, incluso la relación entre hermanos. La guerra es una locura; su programa de desarrollo es la destrucción: ¡crecer destruyendo!
La avaricia, la intolerancia, la ambición de poder… son motivos que alimentan el espíritu bélico, y estos motivos a menudo encuentran justificación en una ideología; pero antes está la pasión, el impulso desordenado. La ideología es una justificación, y cuando no es la ideología, está la respuesta de Caín: «¿A mí qué me importa?», «¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). La guerra no se detiene ante nada ni ante nadie: ancianos, niños, madres, padres… «¿A mí qué me importa?».
Sobre la entrada a este cementerio, se alza el lema desvergonzado de la guerra: «¿A mí qué me importa?». Todas estas personas, cuyos restos reposan aquí, tenían sus proyectos, sus sueños… pero sus vidas quedaron truncadas. La humanidad dijo: «¿A mí qué me importa?».
Hoy, tras el segundo fracaso de una guerra mundial, quizás se puede hablar de una tercera guerra combatida «por partes», con crímenes, masacres, destrucciones…
Para ser honestos, la primera página de los periódicos debería llevar el titular: «¿A mí qué me importa?». En palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi hermano?».
Esta actitud es justamente lo contrario de lo que Jesús nos pide en el Evangelio. Lo hemos escuchado: Él está en el más pequeño de los hermanos: Él, el Rey, el Juez del mundo, es el hambriento, el sediento, el forastero, el encarcelado… Quien se ocupa del hermano entra en el gozo del Señor; en cambio, quien no lo hace, quien, con sus omisiones, dice: «¿A mí qué me importa?», queda fuera.
Aquí hay muchas víctimas. Hoy las recordamos. Hay lágrimas, hay dolor. Y desde aquí recordamos a todas las víctimas de todas las guerras.
También hoy hay muchas víctimas… ¿Cómo es posible? Es posible porque también hoy, en la sombra, hay intereses, estrategias geopolíticas, codicia de dinero y de poder, y está la industria armamentista, que parece ser tan importante.
Y estos planificadores del terror, estos organizadores del desencuentro, así como los fabricantes de armas, llevan escrito en el corazón: «¿A mí qué me importa?».
Es de sabios reconocer los propios errores, sentir dolor, arrepentirse, pedir perdón y llorar.
Con ese «¿A mí qué me importa?», que llevan en el corazón los que especulan con la guerra, quizás ganan mucho, pero su corazón corrompido ha perdido la capacidad de llorar. Ese «¿A mí qué me importa?» impide llorar. Caín no lloró. La sombra de Caín nos cubre hoy aquí, en este cementerio. Se ve aquí. Se ve en la historia que va de 1914 hasta nuestros días. Y se ve también en nuestros días.
Con corazón de hijo, de hermano, de padre, pido a todos ustedes y para todos nosotros la conversión del corazón: pasar de ese «¿A mí qué me importa?» al llanto… por todos los caídos de la «masacre inútil», por todas las víctimas de la locura de la guerra de todos los tiempos. La humanidad tiene necesidad de llorar, y esta es la hora del llanto.