00000000000000cortazarEl llamado “Año Cortázar”, por el centenario de su nacimiento y el trigésimo aniversario de su muerte, es una oportunidad para recuperar la obra de uno de los escritores emblemáticos del siglo XX. Un poco por el azar, por una serie de casualidades:

las cosas me llegan como un pájaro

que puede pasar por la ventana.

Sin duda, Cortázar hubiera festejado la “hermosa simetría” de la coincidencia de dos fechas –centenario de su nacimiento y treinta años de su muerte–, que nos convocan a celebrarlo. En realidad, a continuar las celebraciones, ya que para insistir con las simetrías, también este año duplica los festejos de 2013 en ocasión del medio siglo de Rayuela: coincidencias de un “territorio fuera de toda brújula” que invitan a referirse a las duplicaciones como una constante en la vida y la obra del escritor.

La primera, por cierto, se refiere al origen: es un argentino nacido en Europa: “Nací en Bruselas, el 26 de agosto de 1914. […] Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia…” explica, al relatar que a su padre lo asignaron a una misión comercial en Bélgica y, como estaba recién casado, llevó con él a su mujer. Después de muchos años (1951), el viaje inverso lo conduce a París, ciudad que se convierte en su residencia definitiva; para el resto de su vida será un argentino que vive en Francia. Sin embargo, su obra mantiene, nítido, el idioma que conserva el acento imborrable de la lengua rioplatense.

Antes de este viaje, ya con sus títulos de Maestro Normal y de Profesor en Letras, trabaja como docente en pueblos de la provincia de Buenos Aires hasta que logra una cátedra en la Universidad de Mendoza; mientras, escribe sus primeros cuentos. El escritor no pierde su condición de docente, como lo manifiestan las clases que dictó en 1980, tres años antes de su muerte, en la Universidad de Berkeley (publicadas en 2013 como Clases magistrales de literatura por Alfaguara ) en las que pone en evidencia la capacidad intacta para transmitir conceptos a sus alumnos.

Ya en Francia, el escritor desempeña la tarea paralela de traductor para la UNESCO, con lo que se asegura una entrada permanente, a cambio de muchas horas de trabajo. Lo relata sin quejas en una de sus cartas a Eduardo Jonquières: “Mi horario consistía en entrar a las tres de la tarde y salir… a medianoche”. En ocasiones la tarea es una árida explicación técnica, pero el poeta encuentra que “basta aislar las frases y reordenarlas para fabricar poemas extraordinarios”. Este trabajo tiene otras facetas: nos dejó la incomparable traducción que hizo de uno de sus escritores favoritos, Edgar Allan Poe, en la que trabajó obsesivamente porque se topaba en forma permanente con la dificultad “del escritor que no se deja traducir del todo”.

Mientras escribía los cuentos de Bestiario, en la Teoría del túnel desplegaba sus ideas acerca de las características de una narrativa nueva, que tenía su sustento en el surrealismo. A lo largo de su vida, Cortázar, en su doble condición de creador y crítico, sostiene la reflexión sobre la escritura que desarrolla al mismo tiempo que la obra de ficción. Si bien despliega una amplia variedad de temas, le dedica un espacio privilegiado a teorizar acerca de dos géneros clave: la novela y el cuento. En este sentido, algunos de sus textos acerca de este último (“Del cuento breve y sus alrededores”, o “Algunos aspectos del cuento”) se han convertido en clásicos acerca del tema.

En su obra, estas dos vertientes de su propia actividad se exponen en “El perseguidor” – al que Cortázar consideraba “la pequeña Rayuela” –encarnadas en los personajes de  Johnny, el artista, creador inspirado, y Bruno, el crítico, su satélite. Texto fundamental para el escritor, que lo considera una divisoria de su producción en dos etapas: marca el fin de la primera, vinculada a la cultura y lo libresco, y abre a una nueva, que le permite un mayor acercamiento al género humano al “que había mirado muy poco”.

Si “El perseguidor” produce este corte en la obra cortazariana, en Rayuela el autor despliega una poética del corte: dos espacios geográficos: París /Buenos Aires;  dos espacios textuales, que se conforman con la incorporación de los capítulos “prescindibles”. Decisión que declara al comienzo del Tablero de dirección: “A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros”.

Como en Rayuela, en muchos otros textos cortazarianos aparece esta referencia al corte: dos tiempos, dos espacios suelen convivir en sus cuentos. Para citar solamente algunos ejemplos clásicos de su primera producción, que seguramente todos los lectores recordarán: “La isla a mediodía”; “La noche boca arriba”, “Todos los fuegos el fuego”, “Las armas secretas”.

El pasaje se convierte, entonces, en condición central del relato, que se estructura en dos espacios. Así, en “El otro cielo”, el protagonista ingresa en el pasaje Güemes, en Buenos Aires, y desemboca en la Galerie Vivienne, en París; en las dos ciudades vive dos historias diferentes. En el Buenos Aires de los años cuarenta, el protagonista es un pacífico empleado de la Bolsa, que lleva una vida rutinaria; en el París de mediados del siglo XIX, aterrorizado por los crímenes de prostitutas, vive una relación intensa con una de ellas.

Figura del doble que recorre obsesivamente la obra cortazariana, a veces, como en este caso, sólo una realización del deseo frente a la rutina; en otros, con una característica siniestra, como sucede en “Lejana”. El texto final de Deshoras –último libro de Cortázar– “Diario para un cuento” afirma hasta el final la posibilidad productiva de este artificio: el protagonista, escritor y traductor, intenta escribir un cuento, mientras el texto se constituye a partir de dos espacios: las reflexiones del escritor y el mismo cuento.

Una última reflexión acerca de duplicaciones: en los últimos años se han publicado las cartas de Cortázar, otra escritura que nos permite el contacto con algunas facetas menos conocidas de su generosa producción. Leer lo nuevo y releer, entonces, para celebrar este aniversario doble.

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  1. En los tiempos en que enseñaba literatura utilizaba «Axolotl», uno de los cuentos magistrales de Cortázar que forma parte del volumen titulado «Final del juego», como un magnífico ejemplo de lo que expertos en los análisis de los textos narrativos como Tzvetan Todorov han denominado «literatura fantástica». O sea aquella que gira en torno a la vacilación tanto por parte del lector como por parte de uno de los personajes entre una explicación natural o sobrenatural para lo que sucede en el relato. Para mí, dentro de su brevedad «Axolotl» constituye una de las tantas demostraciones de la genialidad de un escritor que bien merece todos los homenajes que se le tributan al cumplirse los 100 años de su nacimiento y los 30 de su muerte.
    Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez
    Doctor en Teología (SITB).
    Doctor en Ciencias Sociales (UBA).
    Magíster en Ciencias Sociales (UNLaM).
    Egresado del Programa de Postgrado en Filología (U. de CR).
    Licenciado y Profesor en Letras (UBA).

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