“Debemos guardar en hacer comparaciones de los que somos vivos a los bienaventurados pasados, que no poco se yerra en esto, es a saber, en decir: éste sabe más que San Agustín,

es otro o más que San Francisco, es otro San Pablo en bondad, santidad, etc.”

(S. Ignacio de Loyola, E.E. 364)

El siglo XX será recordado como el tiempo de Papas santos: Pío X, Juan XXIII y Juan Pablo II. La beatificación de Pablo VI no parece lejana (el próximo 19 de octubre) y se sumará a la de Pío IX. Un siglo eclipsado por las guerras mundiales, los totalitarismos nazi y comunista, por el horror de la Shoá y otros genocidios, y agitado por profundos cambios científicos, sociales y culturales, así como por el fenómeno de la globalización, ha tenido en la Iglesia líderes de gran calado.

Siguiendo la tradición del pueblo judío, la Iglesia católica afirma desde sus orígenes que sólo Dios es santo. No se canonizan ideas, filosofías o teologías, sino vidas unidas a Dios y entregadas en el servicio de la humanidad.

Juan XXIII y Juan Pablo II fueron proclamados santos por Francisco en una misma ceremonia en la plaza San Pedro, en la que concelebró el pontífice emérito Benedicto XVI. Ambos hechos, inéditos.

Los nuevos santos Angelo Giuseppe Roncalli y KarolJózefWojtyła tienen en común haber vivido de manera extraordinaria las virtudes evangélicas. Los une también, desde ángulos distintos, el Concilio Vaticano II. En el ejercicio de sus pontificados y en sus visiones eclesiológicas y pastorales se perciben diferencias explicables por la procedencia, la historia personal y el contexto sociocultural de cada uno.

Los procesos estaban avanzados al final del pontificado de Benedicto XVI. Francisco reconoció el segundo milagro atribuido a Juan Pablo II. En el caso de Juan XXIII, allanó el camino al dispensar el segundo milagro, tales eran las evidencias de su “delicada docilidad al Espíritu Santo” y “una santidad cotidiana en la normalidad”. El hecho manifiesta el sentir del actual Papa y el valor trascendental que otorga al Concilio Vaticano II. Francisco ratificó en la homilía que “Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisonomía originaria, la que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia”.

La decisión de canonizarlos juntos indica también que la vocación a la santidad no supone un único camino, ni excluye claroscuros en el ejercicio de las responsabilidades; no anula la naturaleza humana ni beatifica los hechos de la historia con la pretensión de evitar debates o críticas. Éstas se escucharon sobre un papado tan extenso y reciente, desde 1978 a 2005, como el de Juan Pablo II. Los recurrentes cuestionamientos se centraron en su rígida posición ante la teología de la liberación, una excesiva verticalidad eclesial y la lentitud de actuación ante denuncias por pederastia por parte de sacerdotes y la incomprensible falta de condena al padre Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, con un proceso abierto por escándalos y delitos.

La presencia de delegaciones de numerosos países, el casi millón de peregrinos que desbordó la plaza San Pedro, la amplísima participación de cardenales, obispos y sacerdotes y los tres mil periodistas acreditados dieron cuenta de la repercusión del acontecimiento. Merecen ser subrayadas dos oraciones de los fieles pronunciadas durante la celebración en chino y en francés: “por intercesión de san Juan XXIII, sean arrancados de los pensamientos y las decisiones de los jefes de los pueblos toda espiral de odio y de violencia”, y por mediación de san Juan Pablo II se pidió que Dios “suscite entre los hombres de cultura, de ciencia y de gobierno la pasión por la dignidad”.

Fue la primera canonización del papa Francisco con una convocatoria tan masiva en Roma, quien en poco más de un año de pontificado ha declarado la sorprendente cifra de 817 nuevos santos, prácticamente el doble de los 482 de Juan Pablo II. El récord del papa Francisco se explica porque reconoció 815 en una sola ceremonia, realizada en la Plaza de San Pedro el 12 de mayo de 2013, entre ellos los 813 mártires de Otranto, asesinados en 1480 por otomanos en esa ciudad del sur de Italia.

Dos historias de vida y un siglo

Si bien la vida de Roncalli comienza en 1881 y la de Wojtyła termina en 2005, es el siglo XX el amplio arco de tiempo de la historia de ambos. Volver a las biografías de estos dos Papas y a sus escritos supone abrir dos páginas de la historia que ofrecen claves para releer la centuria y diferentes formas de vivir el cristianismo.

Angelo Giuseppe Roncalli, cuarto de los trece hijos de una familia de agricultores, nació en Sottoil Monte, Lombardía. Creció en un ambiente familiar religioso y con la guía del párroco del pueblo se despertó su temprana vocación. Estudió en Bérgamo y fue ordenado en 1904. Al año siguiente, el obispo Giacomo RadiniTedeschi lo nombró su secretario. Con él compartió una pastoral comprometida con los problemas sociales de muchos en la lucha por alcanzar derechos. Eran los tiempos del inicio del comunismo en Italia. Roncalli con su obispo tomó conciencia de la relación entre tradición y renovación.

Vivió las dos Guerras Mundiales. Durante la Primera fue llamado al ejercicio militar como sargento de Sanidad Militar y teniente capellán. Escribió después de aquella terrible experiencia que “la guerra ha sido y sigue siendo un mal gravísimo y quien ha contemplado el sentido de Cristo y de su evangelio y el espíritu de fraternidad humana y cristiana, no sabrá nunca detestarla suficientemente”. Su lema episcopal y papal incluyo la palabra paz, junto a obediencia. Su última encíclica Pacem in Terris, publicada 53 días antes de su muerte, el 11 de abril de 1963, y sus esfuerzos de paz en el mundo ante el apogeo de la Guerra Fría, del Muro de Berlín, la crisis de misiles de Cuba, la Guerra de Vietnam y la posibilidad de que todo desembocara en un conflicto nuclear, dan muestra de su convencimiento y compromiso.

Ante el advenimiento de Mussolini y del fascismo, escribe a un familiar: “Mussolini es ciertamente una gran cabeza. Tal vez piensa ser dueño absoluto de Italia y que todo debe estar a sus pies. Se engaña, como se equivoca cuando repite que ‘O se está con él o contra él’. Se puede estar con él en algunas cosas y se le debe llevar la contraria en otras… según mi parecer, un católico, desde su buena conciencia, no puede votarlo”.

Su perfil pastoral se acentúa una vez consagrado obispo y enviado a la sede apostólica de Bulgaria. Posteriormente a Turquía y Grecia, y más tarde a París. Durante la Segunda Guerra se implicó en la defensa de judíos durante la persecución. Entre otras acciones logró la liberación de los detenidos en el campo de concentración de Jasenovac en Croacia. En 1945 fue a París tras las tensiones de Pío XII con el presidente Charles de Gaulle, quien instaba a que el anterior nuncio se retirara de Francia por supuesta colaboración con el régimen de Vichy, y a “depurar” a varios obispos por la misma causa. Las buenas negociaciones lo llevaron a Roncalli como nuncio y a Jacques Maritain como embajador de Francia ante la Santa Sede. Conoció los albores del movimiento de sacerdotes obreros y de la nouvellethéologie.

En 1953 fue nombrado patriarca de Venecia. Las primeras palabras a sus feligreses lo retratan: “La Providencia me sacó de mi pueblo natal y me hizo recorrer los caminos del mundo por Oriente y Occidente. Ella misma me ha hecho entablar relaciones con hombres diferentes por la religión y las ideologías. Ella me ha hecho afrontar problemas sociales agudos y amenazadores, frente a los cuales he conservado la calma y el equilibrio del juicio y de la imaginación, para apreciar bien las cosas, preocupado siempre, en el respeto de los principios del credo católico y de la moral, no por lo que separa y provoca conflictos, sino por lo que une”.

El 28 de octubre de 1958, con casi 77 años, fue elegido Papa. En su breve pontificado –vivió hasta 1963–, considerado anticipadamente de transición, anunció la convocatoria de un nuevo concilio ecuménico para que la Iglesia católica pudiera leer los signos de los tiempos y entrara en diálogo con el mundo contemporáneo: “Quiero abrir ampliamente las ventanas de la Iglesia, con la finalidad de que podamos ver lo que pasa al exterior, y que el mundo pueda ver lo que pasa al interior de la Iglesia”.

Fue una intuición que había madurado en su intensa vida pastoral y en el conocimiento de movimientos de renovación litúrgica, ecuménicos y sociales de su época. Las etapas de preparación fueron intensas, precedidas por un Sínodo para la diócesis de Roma. La recepción del gran acontecimiento despertó entusiasmo y algunas resistencias, fuentes de sufrimiento, para el Papa que deseaba el aggiornamento de la Iglesia.

Apenas pudo inaugurar el Concilio. El AbbéPierre dijo de Juan XXIII, a quien conoció cuando era nuncio en París y él parlamentario: “Iba a verlo casi todos los meses. A veces fue mi confesor. Estábamos muy próximos el uno del otro. Tras una serie de conversaciones, mucho antes del Concilio, taché en mi misal del Viernes Santo las frases que siempre me habían parecido insoportables y que hablaban de los ‘malditos y deicidas judíos’. Gracias a Dios, este antijudaísmo que envenenó durante mucho tiempo a muchos cristianos, ha sido barrido oficialmente por los nuevos aires del Concilio”.

Entre los legados de Juan XXIII está la encíclica Mater et magistra(1961) en la que definió que “tal vez el mayor problema de la época moderna es el de las relaciones entre las comunidades políticas económicamente desarrolladas y en vías de desarrollo”. Y la Pacem in terris (1963), un aporte decisivo ante el conflicto entre los Estados Unidos y la Unión Soviética por Cuba en 1962. La expresión “el papa de la bondad o papa bueno” se plasmó en la gente de la calle; la misma que recibió la noticia de su muerte con profundo dolor.

KarolJózefWojtyła nació en Wadowice, Polonia, el 18 de mayo de 1920. La muerte lo marcó desde pequeño. Perdió a la madre en 1929 y a su hermano mayor, médico, en 1932. La gran referencia fue su padre, un suboficial del ejército que hizo de su hogar una escuela de vida.

Sus biógrafos coinciden en que es crucial su identidad polaca.Ese es el nudo esencial de su personalidad, una mezcla frecuentemente desconcertante de su ser conservador y moderno”, escribió George Weigel.

Fue un joven brillante, inclinado hacia la literatura y el teatro, deportista y con gran sentido de la amistad. Uno de sus mejores amigos, compañero en el Instituto, era judío, JerzyKluger. El trato con su familia y el drama de las deportaciones maduraron en Wojtyla una visión casi mística que lo llevó a reconocer al pueblo de Israel como “el hermano mayor”. En 1986 Juan Pablo II será el primer Papa que visite la sinagoga de Roma. El nombre del Gran Rabino, Elio Toaff, aparece su testamento.

En 1939 el ejército nazi ocupó el país. La universidad fue cerrada y el joven Karol debió trabajar en una cantera y en una fábrica química para mantenerse y evitar la deportación a Alemania. Ya había nacido su vocación sacerdotal. Siguió la formación en el seminario clandestino de Cracovia hasta su ordenación en 1946 y en 1948, después de sus estudios en Roma, regresó a Polonia. En 1958, Pío XII lo nombró obispo auxiliar de Cracovia. Pablo VI lo designó arzobispo y lo creó cardenal en 1967.

Fue elegido Papa el 16 de octubre de 1978. El suyo fue un pontificado carismático e incansable, reflejado en cifras impresionantes: realizó 146 visitas pastorales en Italia y, como obispo de Roma, visitó 317 de las 332 parroquias romanas. Los viajes apostólicos por el mundo han sido 104. Escribió 14 encíclicas, 15 exhortaciones apostólicas, 11 constituciones y 45 cartas. Promulgó los Códigos de derecho canónico latino y de las Iglesias orientales y el Catecismo de la Iglesia católica. Las Jornadas Mundiales de la Juventud fueron el escenario preferido para crear una especial relación con jóvenes y son memorables los encuentros de oración con líderes religiosos, como el llamamiento a la paz mundial en Asís.

Vivió como un reto el hecho de que el posconcilio se hubiera confundido con una profunda crisis en Occidente, consecuencia de un proceso agudo de secularización y por la expansión del ateísmo comunista. Para recomponer lo que para él eran las bases de la Iglesia católica se lanzó a una acción pastoral y espiritual universal. Se ha considerado fundamental su protagonismo en el desmoronamiento del comunismo. El 13 de mayo de 1981 sufrió un grave atentado en la plaza de San Pedro, con cuyas secuelas debió convivir desde entonces.

A partir de los años ‘90, Juan Pablo II advertirá sobre los riesgos del relativismo cultural y moral. Sus posiciones en favor de los derechos humanos y la justicia social seguirán siendo determinantes. Tomó postura en la crisis yugoslava; la Santa Sede reconoció rápidamente la independencia croata y eslava. En enero de 1993 convocó en Asís a una cumbre de oración por La Paz en Bosnia-Herzegovina con la participación de líderes cristianos, judíos y musulmanes. La Argentina y Chile fueron testigos directos de su compromiso con la paz. “La lengua de las armas no es la lengua de Jesucristo y menos la lengua de su Madre”, había dicho en Viena en 1983. El genocidio en Ruanda sobre la población tutsi producido en 1994 mientras se celebraba el sínodo para África fue un duro golpe.

El AbbéPierre también trató a Juan Pablo II: “Corre un rumor que, de confirmarse, sería algo maravilloso: habría dado orden a su entorno para que recapitule las faltas humanas cometidas por la Iglesia a lo largo de los siglos (¡menudo trabajo!), con el fin de hacer él mismo, cabeza de la Iglesia y portavoz de Cristo, una petición de perdón a Jesús y a la humanidad. Con gestos como éstos (se refería al pedido de perdón que hizo en nombre de la Iglesia durante el Jubileo del 2000), pienso también en el encuentro interreligioso de Asís en 1986 y en otros muchos actos ejemplares, el Papa pone de manifiesto que es un hombre de Evangelio. Desgraciadamente le encuentro mucho menos inspirado cuando se trata de cuestiones de disciplina y de moral sexual”.

Sufrió la enfermedad de Parkinson que a lo largo de años fue deteriorando su salud y limitando sus movimientos prácticamente hasta la rigidez absoluta. Su cuerpo se convirtió en icono de unión casi mística de un hombre con el Crucificado. Murió en 2005 en la vigilia del Domingo in Albis y de la Divina Misericordia, instituida esta última por él, ante la conmoción de una multitud reunida en la plaza de San Pedro.

Francisco ha querido enfatizar la dimensión espiritual de ambos: “Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano (cf.Is 58,7), porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresía del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia”.

La autora es directora de la Residencia de posgraduadas León XIII (Madrid) y del  Dpto. de Información de la Institución Teresiana.

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