Recuperamos el editorial publicado por Criterio el 23 de mayo de 1974 (N° 1692) luego del asesinado del sacerdote Carlos Mugica, a 40 años del hecho. Esta última muerte de una ya larga serie nos ha conmovido a todos. El testimonio quizá más significativo de este casi universal repudio se encuentra tanto en el fluir de comunicados damnatorios, cuanto en la manifestación impresionante que caracterizó el sepelio. Acerca de éste conviene decir desde ya que su realización supera lo anecdótico para constituirse en símbolo. Un hombre, y un sacerdote, que no había vacilado en su vida en asumir netamente posiciones divisivas, se vio rodeado en su muerte de hombres y mujeres de todas las clases y tendencias, es decir: de todos los segmentos superiores e inferiores, diestros y siniestros, que integran (o desintegran) la sociedad argentina. Por otra parte, una muerte que es indiscutiblemente resultado de causas políticas, fue acompañada y celebrada con la mayor seriedad religiosa, sin ninguna nota disonante, si no es por una tardía y equívoca, que despertó la oposición de los presentes. Nadie podía dudar de que allí se enterraba a un sacerdote, no a un militante político. Es a esta altura que quieren situarse las consideraciones que siguen, con las cuales esta revista, que se ha ocupado repetidas veces de la víctima y de su movimiento, se propone reflexionar sobre el hecho y extraer las necesarias lecciones.
UNA PARADOJA
No se trata de hacer panegíricos. No los hubo felizmente en Recoleta. Hubieran quedado minúsculos ante la realidad de la muerte. Como alguien ha hecho notar, en la abundante literatura publicada estos días en los medios de difusión, el Padre Mugica era una contradicción viviente. Nadie puede negar la profundidad y sinceridad de su compromiso sacerdotal, marcado por un vibrante amor por los pobres de este mundo, o quizás, para ser más exactos, por los marginados de nuestra sociedad de consumo. Había que ir a la villa la noche del domingo 12 para comprobarlo. Aquella muchedumbre de hombres y mujeres había perdido su norte. Habían perdido a quien no se conformaba con asistirlos, sino que procuraba hacerlos conscientes de sí mismos y caminar con sus propios pies, para reivindicar sus derechos.
Pero a la vez él había creído, con igual sinceridad, que su acción debía situarse en el plano de la más cruda realidad política; el plano de la toma y el ejercicio de poder. De ahí, sus actitudes y las del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, antes y después del 11 de marzo de 1973. El artículo póstumo que La Opinión publicaba el domingo 12 mantiene la misma actitud, a modo de comentario sobre el reciente comunicado del Movimiento, ya escindido. Aquella opción y estas actitudes han sido comentadas en las páginas de esta revista. Hemos creído siempre, por razones de disciplina de Iglesia y por razones de doctrina política, que esta especie de colusión de un ministerio sacerdotal y sacramental con una lucha de signo partidista, aunque librada por causas nombres y con la más pura de las intenciones, era en sí contradictoria. Hemos dicho que la violencia terrorista no puede ser aprobada bajo un régimen, cualquiera sea el derecho a la rebelión que existe bajo él, y condenada bajo el siguiente. Habrá quienes consideran que el régimen presente difiere mucho, en este aspecto, del anterior. Esta es precisamente la disidencia, junto con la afín de la interpretación del socialismo, que rompe la unidad del Movimiento para el Tercer Mundo.
La contradicción no era entonces, como a veces se ha intentado hacerla aparecer, entre un profeta solitario y una Iglesia comprometida con los poderes de este mundo. Este fácil y engañoso esquema, si subsiste, se disipa con la muerte. Nadie hizo a él la menor alusión. Los superiores eclesiásticos del Padre Mugica y sus hermanos sacerdotes de todas las tendencias incluso los que disentían de él pública y ardorosamente, lo acompañaron rezando y cantando hasta su última morada, el que había muerto, como hemos dicho ya, no era un político de barricada, sino el sacerdote amigo de los pobres, incomprensiblemente sacrificado. La Iglesia estaba allí con él. La tensión que había existido, sacudiendo y crispando la vida del Padre Mugica, se jugaba más bien entre una concepción del ministerio eclesial y sacerdotal, que lo ve trascendente y estrictamente religioso, aunque no, por eso mismo, desencarnado, y otra concepción, y una práctica, que hace de un cierto compromiso político un carril necesario de ambos ministerios. Es éste el verdadero núcleo de la contradicción, a pesar del carácter diferente que ahora toma, pero que no cambia su esencia.
La paradoja reside en que un hombre, y un sacerdote, que hasta el fin reafirma su fidelidad a la Iglesia, testigo el artículo póstumo recién citado, y la expresa de una manera tangible en su compromiso con los pobres, no lograra establecer en su vida la plena disociación requerida entre su ministerio y una actividad política que le era ajena, convirtiéndolo a momentos en una figura ambigua y discutida. Una figura divisiva, pero no en el sentido del “signo de contradicción” que del Señor se predica en el Evangelio (cf. Lc. 2,34) y que es inherente a la misión misma suya y de la Iglesia. Decimos que esta división se supera con la muerte. Frente a ella y ante la reubicación de la figura del Padre Mugica que ella produce, se pregunta uno con pena cuál era la causa de esta paradoja innecesaria. ¿La herencia?, ¿el medio vital?, ¿o simplemente el hecho cruel de que en el mundo confuso y espasmódico en el cual vivimos, la tentación del mesianismo temporal, que siempre acecha al otro verdadero mesianismo, es insidiosamente difícil de superar?
Todo esto resulta ahora muy fácil de decir. De hecho, decir es siempre fácil. No nos salvaremos, sin embargo, por ello. La verdadera cuestión es si se puede, y cómo, mantener este equilibrio supremo entre una misión religiosa eclesial, activamente asumida, y una compasión igualmente activa y eficaz por los hombres nuestros hermanos. La paradoja deja de serlo para convertirse en desafío, y al extremo, en crucifixión. De hecho, es el Señor crucificado quien nos muestra el verdadero camino, él, verdadero mesías de Dios y salvador total del hombre, cuerpo y alma. Pero, precisamente, la muerte del Padre Mugica se parece a una crucifixión.
EL ACTO DE LA MUERTE
Somos así de nuevo situados ante el hecho de la muerte. Este, por el efecto tremendo que produce, nos invita a ahondar nuestra reflexión.
Empecemos por decir que la cuestión de la autoría de la muerte es relativamente banal. En realidad, no importa mucho que fuera la derecha o la izquierda. A un cierto nivel de consideración, solamente importa que se haya tenido el triste coraje de agredir brutalmente a un hombre indefenso, carente de custodia y guardaespaldas, expuesto libremente a todos los ataques. En esto, como en otras cosas, los extremos políticos se parecen. Matar así y huir es propio de cobardes, sean quienes fueren. Y ésta es la primera calificación que se presenta al espíritu, con anterioridad a toda otra. Un crimen vil, que deshonra irremediablemente al que lo comete y al que lo manda, quienquiera él sea y cualquiera fueren sus motivos. En las discusiones subsiguientes, y en las mutuas acusaciones, no hay que perder esto de vista. Todo terrorismo es por esencia cobarde.
Luego, hay que medir el sentido que adquiere el hecho de la muerte porque la víctima es un sacerdote. Esto no ocurre, se nos dice, en la Argentina, desde los tiempos de la independencia. De esta manera, en la escalada de violencia se ha ascendido, o descendido, una grada más. Entre nosotros, en la Argentina donde vivimos, trabajamos, amamos y sufrimos, se han matado gremialistas, generales, policías, ex presidentes y políticos. Faltaba un sacerdote. Ahora se lo ha matado. Quién sabe qué negros horizontes se abren así ante nosotros. No se viola un límite impunemente. Objetivamente, el asesinato de un sacerdote es un sacrilegio. Queda por ver cuál será el efecto de esta nueva violación en nuestra conciencia colectiva.
Entretanto, sea quien fuere su autor, la muerte del Padre Mugica ha producido un realzamiento y una purificación de su figura. Curiosamente, quien no tenía inconveniente en admitir que actuaba en política, acaba muriendo como un sacerdote y su muerte es vista por todos como un testimonio sacerdotal. Es un aspecto de la paradoja que señalábamos antes. Bárbaramente asesinado, lo sacro en él se acentúa. Sin quererlo, se le hizo así un favor. En lugar de empañarlo, se lo ha esclarecido. En lugar de suprimirlo, se lo ha transfigurado. Esto prueba, si hiciera falta, cómo quien juega absurdamente con la muerte y la vida de los hombres desencadena fuerzas que no es capaz de controlar y cambian el sentido de su mismo gesto. Una muerte que se hizo política y partidaria se convierte así en un sacrificio.
La gente se interroga también sobre los motivos. Otra pregunta secundario. Cuando un inocente ha sido muerto, los motivos mayormente no interesan. El hecho desnudo es la supresión de un semejante, que en este caso es además un sacerdote. Para esto no puede haber ningún motivo. La vida no es de nadie, sino de Dios. El tocarla significa que el hombre o la mujer, la persona humana, es reducida a la categoría de medio o de recursos. Se usa la sangre para lo que no se la puede usar. Se la derrama injustamente, cuando pertenece a la imagen de Dios. Se pervierte de arriba abajo el orden de la creación. Cualquier motivo que se tuviera no sirve, aunque se diga que es por el bien de otros hombres o de la humanidad entera. Lejos de ayudarla, se la hiere en lo más vivo. Al violarla en uno de sus miembros, el acto de la muerte tiende a suprimirla. Todo homicidio tiene así, como dice la Escritura (Gén. 9,6), un germen de suicidio.
LA VIOLENCIA
De aquí la extrema peligrosidad de toda la proclamación de la violencia. Ella acaba volviéndose contra uno. Hay en esto una especie de Némesis implacable en la cual no se piensa. Si la muerte del Padre Mugica algo demuestra es que con la violencia no se juega. No se puede ser complaciente con ella en unos casos y severo en otros. No es cuestión de oportunidad ni de personas. Estos son a lo más accidentes, graves e importantes quizás pero accidentes al final. La sustancia de la cosa es la vida humana tronchada sin derecho, la calidad de dueño y de árbitro que el asesino se atribuye, como si fuera Dios mismo. O bien, si no se cree en Dios, o si no se cree suficientemente, como si fuera superior a los demás hombres, sus hermanos. Toda otra consideración es irrelevante. Particularmente, las consideraciones políticas. El asesinato directo o paliado no es mejor bajo un régimen que bajo otro, aceptable cuando reina la opresión e inaceptable cuando no reina. El marco de referencia es otro, muy distinto. Es el valor de la vida humana, y de la persona, fin de la creación, cualquiera sea su entidad o su lugar en el mundo. A mucho convendrá meditar acerca de esto, a la luz de la muerte del Padre Mugica, confrontada con sus propias palabras póstumas, en el artículo de La Opinión.
Felizmente, la reacción parece unánime, salvo los asesinos y sus cómplices mentales o verbales. Es en realidad, la sociedad misma argentina que se defiende sin saberlo. La muerte en su seno de un sacerdote católico es un crimen que la afecta colectivamente. Toca a la conciencia de todos, como recién decíamos. Algo en ella ha sido herido y contra ello se reacciona y se la defiende. En buena parte, el testimonio de unidad que el sepelio revela es efecto de esta reacción. En la muerte de este hombre indefenso, consagrado en principio al servicio de Dios y de los pobres, todos hemos sido tocados. Los lazos básicos, inconscientes, que unen a los hombres, más allá de la verborragia fraternizante y de la prédica vacía sobre los derechos del hombre, salen a la luz. Un día, por lo menos. Es preciso exorcizar la muerte de uno de nosotros, causada por uno de nosotros. Ello se hizo en la penitencia y en la oración, hasta ahora. Esperemos que así siga.
Porque después las fuerzas oscuras y salvajes que nos dominan vuelven por sus fueros. Se siente, si no se piensa, que una muerte sólo se redime con otra muerte. Que la sangre sólo se lava con más sangre. Por eso se vuelve a matar. Se habla de venganza, pero en el fondo se es víctima de impulsos mucho más primitivos y primarios. Si esta especie de enloquecimiento animal no se logra romper en algún momento nos sumergimos en la espiral descendente de la violencia. Y al hacerlo, nos hundimos todos. Contra esto es preciso tener la lucidez para decir ahora, frente a la muerte del Padre Mugica, y a su cadáver, que ninguna muerte de un inocente es lícita, que sólo se la redime por el perdón y el servicio de los hombres, que él hacía, y que otras muertes no harían más que comprometer su memoria y enfermar más el ya herido cuerpo social de la Argentina. Si con ella se ha pasado un límite, sea él el último que pase. Si fue un verdadero sacrificio, sirva definitivamente de expiación por los crímenesque afectan nuestra conciencia colectiva. Si la muerte irracional de un sacerdote ha de tener algún sentido entre nosotros, sea él el de reconciliarnos de una vez por todas para vivir en paz. Así, esta nueva muerte horrible no habrá sido al menos del todo inútil.
CONCLUSIÓN
Se dice que durante su agonía en el hospital Salaberry, el Padre Mugica, todavía consciente, pedía la unión de los argentinos. Él había creído que ella se realizaría por un camino. Otros, igualmente cristianos, han podido y pueden pensar diversamente. La cuestión no es el medio sino el fin. A las puertas de la muerte y de la eternidad, él debe haber visto esa necesidad de unidad de manera diferente de como la veía en el tiempo de sus luchas. Debe precisamente haber percibido el fin más que los medios. O más bien, debe haber sentido, como en una referencia implícita, que su muerte era el verdadero medio que podía traer la ansiada unidad. Así ocurrió con la muerte de Jesucristo, según la reflexión del Evangelio según San Juan (11, 52): Y toda muerte cristiana, debidamente aceptada, se asocia a ella, y es transfigurada por ella. Ya hemos visto el día del entierro un principio de esta unidad. Pase ella a ser ahora el fruto real de la impetración de su muerte y la tarea en la que nos vemos todos comprometidos, en los diversos sectores, movimientos y partidos en que nos vemos divididos. Para lo cual habrá que buscar inspiración y ayuda más allá de nuestros slogans y divisas. Precisamente, los villeros en la Recoleta no querían que los jóvenes de los movimientos estudiantiles peronistas entonaran la marcha partidaria, porque allí se había ido a rezar. La inspiración y la ayuda o pueden venir más que de Dios y de un sentido cristiano y humano de la fraternidad entre los hombres, que la muerte del Padre Mugica habrá venido a valorar.
Esperémoslo sinceramente, mientras lo encomendamos a él y a nosotros todos, a la misericordia de Dios.
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Join discussionCuarenta años ¡ Quizás, para un joven de 24 años es mucho tiempo. Eso era lo que yo tenía.
La noticia de la muerte del padre Mujica fue confusa,…no quise aclararlo. No era un joven comprometido con algo o alguien.
A pesar de haber recibido la mejor educación posible ( o quizás a causa de esto), mi conciencia política era poca.
Mi educación católica fue “implícita”. Sin íntimas inquietudes y de creencias rutinarias. Mas social, de rito y exteriorización, que individual y lucha íntima. No es reproche, así eran las cosas en mi colegio; que le tengo un profundo cariño y respeto.
Y vino más muerte, dictadura, y mas falta de compromiso.
Ahora es tarde. Compromiso a los 24 años, no es lo mismo que a lo 65.
“Unión de los argentinos” pidió con su último suspiro el Padre Mujica. Suspiro aún vigente. Quizás sea ahora nuestra oportunidad.
Mas tolerancia, sinceridad, mas compromiso, lucha por unir. La moral cristiana es una guía y ayuda.
Como hace cuarenta años, persisten las posiciones disyuntivas en la iglesia:
Curas “opción por los pobres” o Conferencia Episcopal Argentina CEA, …son excluyentes.
Villa 31 o UCA- Puerto Madero,…. son excluyentes.
Vale la pena comprometerse; Unidad, una Argentina y una Iglesia.
Quiero expresar como testimonio de época mi experiencia y las de mis compañeras con quienes cursamos elsecundario 1959 1063, …en los 60 el padre Mujica fue nuestro profesor en el Colegio San Jose de Reconquista pcia de Santa Fe .con su juventud y la nuestra hicimos realidad la doctrina social de la iglesia.con un trabajo en los barrios de nuestro pueblo.Pasado el tiempo pienso que no todo lo aprendido fue en vano,y finalmente el padre Mujica sigue brillando con la luz evangelica ,su voz se hizo mas clara que nunca y tal vez comencemos a construir la paz y la unidad que tanto anheló y por la que entrego su vida
,Norma Cuaranta
El Padre Carlos Mugica y un pequeño video con una documentación significativa para entender el pasado y los mecanismos del poder: https://www.youtube.com/watch?v=v-01MzhRQsg