Reflexiones en torno a Juan Pablo II y Juan XXIII, proclamados santos en una ceremonia multitudinaria en la Plaza de San Pedro el 27 de abril. Durante la solemne ceremonia de canonización, extraordinaria como fuese, varios pensamientos atravesaban mi memoria: otras canonizaciones dobles y triples, como la del mismo san Ignacio de Loyola con santa Teresa de Jesús, entre tantas. La del domingo 27 de abril tenía sin embargo el privilegio de ser la canonización de dos Papas, que muchos de los cristianos (y no cristianos) actuales han conocido personalmente.
Pensaba también, habiendo tratado de cerca a Juan Pablo II que, santo y todo, llevaba y llevó durante muchos años, incluso cuando era ya Papa, la vida cotidiana de una personal normal. Leía sus informes, tomaba sus decisiones; a veces, cuando me tocaba a mí presentarle los candidatos a nombramientos episcopales, los sábados por la tarde, en ausencia de mi superior el cardenal Gantin, se permitía alguna salida bien humana o la expresión de algún episodio que aquel día lo había impresionado vivamente. Sin duda era santo siempre pero vivía la vida cotidiana con normalidad. Y yo nunca dejé de tener presente, y él se preocupaba de recordármelo, nuestros años comunes de estudiantes en el Angélico. Nada más ordinario que la vida de estudiantes en una Universidad por pontificia que fuera, con preferencias y aún críticas a ese o a aquel otro profesor. E incluso como Papa. Sí, de repente había destellos, algunos inolvidables, de que vivía una vida cristiana y sacerdotal (si se quiere pontifical) infinitamente superior a lo que nosotros éramos. Como rezar rostro en tierra cuando se trataba de tomar decisiones trascendentes. Y esto nos hacía entrever de qué categoría de Papa se trataba. Pero el resto era la vida ordinaria de quien gobierna una Iglesia como la nuestra: con el teléfono, las discusiones ocasionales, el aceptar libremente las opiniones diversas quizás para eventualmente corregirlas dando la suya con infinita discreción y modestia pero firmemente, sin ninguna manifiesta imposición.
Yo empecé a darme cuenta de que algo había que superaba la normalidad de una vida papal cotidiana con sus colaboradores cuando los síntomas de su mal empezaron a hacerse patentes, sin que por eso cambiaran su ritmo de vida. Si había que reunirse, se reunía; si había que estudiar, estudiaba; si había que celebrar públicamente, celebraba; si había que viajar, viajaba, aún contra la opinión de los médicos (de esto tengo testimonios directos). Era su deber, siempre más duro y costoso, y no conocemos de eso más que la parte externa. Cómo interiormente hacía de su vida hasta entonces normal un sacrificio cotidiano, sin excluir lo deportivo, nunca sabremos con precisión.
Pero, aún sin excesivo discernimiento, podía uno darse cuenta de que una vida que se puede llamar normal, hasta entonces intensamente y vigorosamente vivida, se convertía cada día más en un camino de cruz, sin alivio alguno. Era su oblación final, hasta entonces, misteriosamente disimulada bajo lo que de afuera nos parecía (y no tan de afuera) la vida intensa, incansable, del jefe de la Iglesia. De ahí en adelante, la santidad heroica destellaba hasta el momento final. Y se reflejaba sobre todo lo anterior.
Si no digo lo mismo de Juan XXIII es simplemente porque lo conocí mucho menos y nunca tuve con él el contacto cotidiano que tuve con el cardenal Wojtyla, luego papa Juan Pablo II. Pero estoy seguro, por lo poco que se sabe (o que yo sé), que allí también, al menos a partir de un cierto momento, hubo una oblación crucificada. Dura y dolorosa pero rara vez trascendida, como cuando el viaje a Asís, justo antes de la inauguración del Concilio. Esto transforma ya una vida papal ejemplar en una forma de martirio.
Digo esto para que no imaginemos una vida extraordinaria desde siempre. Y sobre todo porque es propio de los cristianos ser ellos santos por vocación y estar rodeados de santos. La santidad consiste en la manera extraordinaria de vivir un vida común, así sea la del Papa, no en una vida constantemente extraordinaria. Al menos mientras no llega el momento de la oblación plena y total, espiritual y corporal. Si Dios quiere que llegue. Todo cristiano como bautizado está llamado a esa vocación de vida, llegue o no el momento de la oblación total definitiva. La santidad cotidiana a la cual todos estamos llamados se convierte entonces en la crucifixión. Y aquí uno no puede dejar de pensar en alguien, como por ejemplo, Enrique Shaw. Pero entretanto la santidad es la misma: padres, madres, obreros, abogados, médicos, ingenieros, enfermeros y pongamos todas las categorías que queramos. Entonces, o se vive como cristiano bautizado y se es santo, o no vale la pena ser cristiano. Y me atrevo a decir que es esto lo que sirvió de trasfondo a la solemne ceremonia del 27 de abril. Y no otra cosa.
Y esto porque en realidad la santidad es ella en sí la vocación común del cristiano bautizado.
Y así, sin saberlo, estamos rodeados de santos, y lo estaremos en la gloria. Muy pocos de ellos solemnemente canonizados. Pero no menos santos que los demás. Todos ellos celebrados igualmente el 1° de noviembre. Y gracias a Dios, el cielo está repleto de ellos. La “canonización” se revelará al final. Y no será menos solemne sin infinitamente más que la del 27 de abril.
El autor es Cardenal, ex director de Criterio
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Join discussionBienvenida sea esta naciente y redescuibierta verdad central y esencial del catolicismo: todos somos llamados a la santidad. («Sed perfectos como mi Padre Celestial es Perfecto»).El detalle curioso surge al recordar que lo que hoy causa entusiasmo viene siendo predicado desde antes de fundar el Opus Dei por Mons. Escrivá de Balaguer, hoy San José María y que, precisamente por eso, hubo de sufrir la persecución de los «buenos» (de entonces y de hoy)que no toleraban en primer lugar que alguién del común, un laico liso y llano pudiera ser santo sin pertenecer a una institución religiosa, cualquiera fuera su profesión en el mundo. Así efectivamente lo hizo Enrique Shaw y tantos otros pese al clericalismo – del que no estamos totalmente desprendidos – que imponía (¿impone?) un molde o modelo de santidad casi único, administrativamente y burocráticamente correcto.
Cuando leemos con atención las epístolas de Pablo notamos que para el apóstol las palabras «cristianos» y «santos» eran intercambiables. Es decir que para este gran predicador del evangelio la santidad era una cualidad inherente a todo aquel que había decidido entregarle el control de su vida a Jesucristo como Señor de su existencia. Creo que si todos los cristianos lo interpretamos así y, más aún, procuramos vivir conforme a este principio, lograremos cumplir mejor con nuestra misión de ser sal de la tierra y luz del mundo.
Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez
Doctor en Teología (SITB).
Doctor en Ciencias Sociales, Lic y Prof en Letras (UBA).
Magíster en Ciencias Sociales (UNLaM).