Pese a que no fue García Márquez el que acuñó la idea de que lo real maravilloso define la realidad americana, sino Alejo Carpentier, la torrencial escritura del colombiano parece la cifra de esa misma realidad fabulosa. En ella se funden el mito y la desmesura del continente, a los que se refirió en el comienzo de su discurso al recibir el Premio Nobel, en 1982: “Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. […] Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen”.

Esta desmesura organiza también el mito del origen de su escritura. “Tuve una infancia prodigiosa”, le confesó a Luis Harss. Sus padres lo dejaron, con muy pocos años, al cuidado de los abuelos. Recuerda: “Tenían una casa enorme, llena de fantasmas. Era una gente con una gran imaginación y superstición. En cada rincón había muertos y memorias, y después de la seis de la tarde la casa era intransitable. Era un mundo prodigioso de terror”. Otras veces, no es la fuente inagotable de maravillas que fue esta etapa de su vida ni la figura de su abuela lo que define su vocación, sino la lectura de La metamorfosis de Kafka, a los 17 años. En esta obra, según declaró, descubrió algo que no sabía: que era posible contar cosas tales como que un hombre amaneciera convertido en un insecto.

La misma vitalidad desborda en su producción, extendida en el tiempo, en la cantidad de obras y en los géneros que abordó. A partir de 1955 –fecha en que publicó su primera novela La hojarasca– escribió, sostenidamente, durante más de 50 años, novelas y cuentos, una vasta obra periodística, guiones y hasta tres volúmenes de memorias. Sin duda el punto culminante lo marca Cien años de soledad, que publicó Sudamericana en Buenos Aires, en 1967, después de una serie de rechazos que también suman una cifra mitológica.

El arte de narrar

Según reiteraba García Márquez, toda su obra era residuo de su experiencia, de gente que conocía y hechos que había vivido. A partir de ese reservorio organizó un corpus consistente, definido por una serie de constantes: de un texto a otro circulan historias y personajes que se mencionan o se despliegan una y otra vez, y que se vinculan con el mítico Macondo, el pueblo que es espacio central de su narrativa.

Entre los autores de los que se reconocía deudor, en primer término aparece Faulkner. De él aprende el manejo del tiempo –la circularidad, la simultaneidad del pasado, presente y futuro– y encuentra las singulares coincidencias que lo orientan en la construcción de un lugar imaginario que, como el legendario condado del norteamericano, encuentra sus raíces en la topografía y los mitos de su propio origen. La prosa ajustada de Hemingway le va a advertir la importancia de la elipsis, procedimiento que se convierte en la clave de una de sus novelas más perfectas: Crónica de una muerte anunciada.

Y por supuesto también está, como para desmentir la ilusión de que la riqueza de su prosa brota casi de manera mágica, el sostenido trabajo de reflexión sobre la escritura que aparece reflejado en la tarea que realizaba como director del taller de guión en la escuela de cine de San Antonio de los Baños, en Cuba. Cómo se cuenta un cuento, que es el relato de esta experiencia, resulta un verdadero compendio del arte de narrar.

Su obra promete mantener la vitalidad a través de una lectura incesante que despuntó en los ´60 y se sigue sosteniendo por la persistente adhesión de una enorme cantidad de lectores de distintas edades para quienes ha sido, a lo largo de décadas, el representante indiscutido de la literatura latinoamericana.

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  1. La semana pasada, al introducir las bases epistemológicas del análisis narrativo en «Métodos exegéticos contemporáneos», una de las asignaturas del Departamento de Ciencias Bíblicas que dicto en el Seminario Internacional Teológico Bautista, les hacía ver a mis alumnos cómo el inicio de «Cien años de soledad» constituye un magnífico ejemplo de cómo un autor implícito capta la atención de un lector implícito a través de un brillante uso del narrador omnisciente en media res dirigido a un narratario que no puede otra cosa que quedar fascinado con la propuesta narrativa: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». La verdad es que escuchar la lectura del fragmento citado, en un programa de radio cuando estaba en quinto año de secundaria y tenía 16 años, fue uno de los que me motivaron a seguir la carrera de Letras, que me ha resultado tan útil para el análisis de los textos bíblicos como estudioso de la Palabra de Dios.
    Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez
    Doctor en Ciencias Sociales y Licenciado en Letras, UBA
    Doctor en Teología, Seminario Internacional Teológico Bautista.
    Magíster en Ciencias Sociales, Universidad Nacional de La Matanza.

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