Desde los años de Jorge Bergoglio en la Universidad de El Salvador hasta los primeros pasos como pontífice, a partir de la visión de uno de los protagonistas de la política argentina de los últimos años.
A veces sólo los logros explican lo difícil del camino elegido. Cuesta desde cada uno recuperar el pasado de su relación con esa persona que hoy deslumbra a la humanidad. Porque ahora es fácil entender su dimensión humana, pero ¿cómo evitar la pregunta que increpa el ayer de los que tuvimos ocasión de conocerlo?
Me eduqué en la Universidad del Salvador, eran tiempos de Juan XXIII y de una Iglesia que salía al mundo. Los jesuitas acaparaban el prestigio intelectual, la Universidad aparecía como el lugar obligado para expresar y difundir las ideas que surgían de la fe. Jean-Yves Calvez había escrito un tratado de marxismo como desafío para superar las pretensiones del materialismo. En la Universidad de Buenos Aires el humanismo cristiano lograba derrotar al marxismo e imponer su rector. Pero el golpe de Onganía tendría demasiado compromiso con ciertos sectores católicos, ese golpe que al terminar con la autonomía universitaria iniciaba el camino hacia la violencia masiva.
Vendrían los tiempos de los curas del Tercer Mundo, de la Teología de la Liberación, monseñor Jerónimo Podestá dejaba los hábitos y lo mismo pasaba con demasiados sacerdotes jesuitas. El sacerdote que me casó en el ‘68 me invitó a su casamiento sólo tres meses después. La política no resolvía los problemas de la fe en la Iglesia, por el contrario, solía terminar con ella.
Yo estudiaba en El Salvador y militaba en Guardia de Hierro. El padre Jorge Bergoglio se relacionaba con nosotros como guía espiritual, era un militante de la Iglesia que como pastor acompañaba a sus ovejas, nunca fue un militante o un miembro de la organización, su lugar de sacerdote siempre fue lo esencial.
Guardia nunca acompañó la violencia de la guerrilla y mucho menos cuando llegó la democracia. Eran tiempos donde todos los que cuestionábamos la violencia enfrentábamos el maniqueísmo de los contendientes para los cuales había sólo dos bandos, y los dos estaban armados. Los violentos intentaban menospreciar el lugar de los que nos expresábamos desde la sola palabra. Recuerdo mis debates duros con un jesuita que había elegido el camino de la guerrilla. Fuimos muchos los que cuestionamos la violencia sin dejar de defender la justicia, ni dejar de ayudar siempre a todos aquellos con los que no coincidíamos pero respetábamos.
Tomé distancia del entonces provincial de la Compañía cuando decidió entregar la Universidad a los laicos; tardé en entender que era esa una decisión obligada, el camino necesario para volver a ocuparse de los feligreses, de los necesitados, el camino para volver a la fe. Tardé y mucho en entenderlo. Luego volví a encontrarme con él cuando ya era cardenal. Y a percibir el desarrollo evidente de su espiritualidad: después de charlar con él sentí haber estado con alguien distinto.
Jorge Bergoglio es un espíritu llamativo desde hace mucho tiempo y la mayoría de sus interlocutores así lo entiende. Se relaciona como nadie con los humildes, eso que para algunos es pura demagogia para otros es simple expresión de santidad.
Me convocó apenas asumió el gobierno Néstor Kirchner; transité dos veces el ida y vuelta entre su despacho y la Casa Rosada. Néstor era mi amigo, le costaba entender la importancia que yo le asignaba a su encuentro con el cardenal. Fue ahí que comencé a sospechar que al Presidente no le interesaba ninguna relación en la que no tuviera el rol de dominador. Kirchner no soportaba nada que no pudiera someter. El cardenal me interrogó finalmente, “su amigo leyó a Liddell Hart”; yo lo había leído y usé el humor para trasmitirle que en esas horas del poder lo importante no era la lectura.
Publiqué dos escritos que merecieron que me enviara dos largas cartas manuscritas en las que analiza mis ideas. Leerlas es una síntesis perfecta entre el talento y la humildad, es capaz de marcarme que las leyó más de una vez, hay en la letra una expresión de su personalidad que no requiere de grafólogos. Me envió otra ya como Santo Padre, donde hasta el remitente está con su propia caligrafía, como si el tiempo de los santos y los sabios transitara por el infinito.
Asombra el peso de su palabra en los no creyentes, la manera en que impacta con sus gestos, ese lugar que sólo ocupan los que tienen sabiduría. Y qué importante fue que algún ser pequeño dudara de su pasado; esas dudas perversas permitieron transitar la pureza y la grandeza de un camino sin errores, de una vida consagrada al sacrificio y a los humildes, marcando el logro de una coherencia que sólo es posible en el camino de la fe. Sin duda sería triste revisar las oscuras vidas de sus detractores.
Me costó entender su decisión de abandonar la Universidad: no era una decisión de abandonar el debate de ideas, era tan solo asentar la religión por encima de la política. En el puro debate intelectual las deserciones marcaban a la Compañía y a buena parte de la Iglesia. Llegó a Papa y señaló como nunca que las ideologías no podían ser las excusas que permitieran evitar o negar el testimonio. El valor está en la conducta de los hombres, sin ella poco o nada vale a veces el cinismo de las justificaciones ideológicas.
En un mundo donde parecía que el consumo nos indicaba el único camino hacia la felicidad, la Iglesia, a través de la fuerza de su nuevo pontífice, impuso la exigencia de la solidaridad y la verdadera justicia: la religión vino a cubrir las falencias del materialismo en cualquiera de sus versiones. Nos convoca a la fe y a la oración, no incurre en la superficialidad de conservadores y progresistas, actualiza las verdades eternas en la simpleza de su ejemplo personal.
Las últimas veces que estuve en su presencia sentí que la religión puede marcar diferencias en los que eligen su camino. Llamaba al asombro de sus interlocutores. Hoy su ejemplo produce efectos en todo el mundo. Nunca soñamos como país tener esa inmerecida trascendencia. Y conocerlo es el mejor regalo de la vida.
El autor es politólogo, ex titular del Comfer.