El papa Francisco invita a los religiosos a “ser especialistas en el arte de renunciar a lo viejo y en el de permitir la entrada de la novedad imposible”.
Al terminar de leer la Historia de la vida religiosa de Jesús Álvarez escribí unas reflexiones que me sirven ahora de provocación: las grandes reformas de la Iglesia han sido llevadas a cabo por religiosos. La tarea de poner el evangelio en interacción dinámica con los desafíos de la Iglesia en su pasado ha estado en manos de la vida consagrada; y lo está en el presente. El papa Francisco lo sabe bien.
Esta función significativa de la vida consagrada la expresó con fuerza Benedicto XVI en París cuando habló a los representantes de la cultura de Francia en el monasterio de San Bernardo: “Los monasterios fueron los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura”. ¿Cómo sucedía esto?
No hay duda de que cuando se pronuncia la palabra “reforma” y se convierte en propuesta ahora y siempre, inmediatamente se ha temido el malestar del caos y una cierta confusión; la que acompaña a los nuevos y valientes impulsos de radicalidad. De reformas habló el Concilio Vaticano II. De reformas ha hablado insistentemente el papa Francisco y a las reformas de la Iglesia se refirió en el cónclave.
Es un hecho que la vida consagrada en su historia ha evolucionado como movimiento que desafía a la Iglesia a estar a la altura de los valores evangélicos. La pasión por Cristo y por la humanidad la hizo profética y la llevó a poner los cimientos del Reino. Todo esto exige reformas. La vida religiosa ha hablado como nadie de muerte y de resurrección. Esa es la gran opción de la Confederación Latinoamericana y Caribeña de Religiosos y Religiosas (CLAR) al elegir el icono de Betania como horizonte inspirador de la vida de las congregaciones religiosas del continente. Por esta experiencia pascual debe pasar la vida religiosa en este momento y toda la Iglesia. A ello nos tienen que animar las palabras de Francisco: “Coraje, ¡avanzar hacia nuevos horizontes!”.
El enunciado de este artículo es exigente para la vida consagrada. Nadie que no se haya reformado tiene autoridad moral para proponer reformas a los demás. Sólo así la vida religiosa mantendrá el rumbo claro en ese sentido. Así podrá despertar al mundo e iluminar el futuro y sumarse al valor de la Iglesia en esta misma línea: “La Iglesia debe tener el valor de reformarse” (cardenal Carlo M. Martini).
No hay duda de que Jesús fue un reformador nato. De él han tomado ejemplo algunos evangelizadores para ofrecer nuevos y valientes impulsos en la vida de la Iglesia. Ellos han entrado en una interacción dinámica y propositiva con los problemas contemporáneos del secularismo, la pobreza en el mundo, la exclusión a diversos niveles, la crisis ecológica… Los religiosos son hijos de reformadores y no deben olvidarlo; eso y no menos fueron sus fundadores. No aceptaron en absoluto la mediocridad. Trajeron otra letra y otra música a la Iglesia.
Pero no obstante estos orígenes, la vida religiosa en su historia ha reflejado las dificultades de la Iglesia. Son pocos los religiosos y las comunidades dispuestos a aceptar el desafío de reformarse y de reformar. Hay uno que sí se ha animado a hacerlo y se llama Francisco y es papa y jesuita. Corre sangre ignaciana en sus venas. Con él la mezcla de jesuitismo y franciscanismo renovador ya ha entrado en la curia. Estamos atrapados y buscando. Reformar es propuesta y es urgencia. Sin embargo, la visión que con tanta frecuencia ofrece la vida consagrada hoy no es de reforma. Está necesitada de “un ascetismo orante y una acción profética” que suponen un cambio de estructuras.
Todo esto reclama capacidad para permitir que llegue lo nuevo. Los religiosos deberíamos ser especialistas en el arte de renunciar a lo viejo y en el de permitir la entrada de la “novedad imposible”. El papa Francisco varias veces nos ha motivado para ir por ese camino. Sabe por experiencia propia que tal como es la vida religiosa así es la Iglesia. Ese es el resumen del mensaje que dejó el 27 de noviembre a los superiores generales: despierten al mundo y a la Iglesia.
¿Qué es lo que ve el religioso que hay que reformar? Una crisis. Esta crisis no es normal, no es una más y que sucede porque sí. Es estructural, en consecuencia antropológica. En este mundo globalizado y secularizado estamos necesitados de un nuevo humanismo. En lo que se refiere a la Iglesia, ha terminado el viejo “régimen de cristiandad”. Se trata de cambiar estructuras y eso es difícil, especialmente exigente, pero posible e indispensable. Crisis estructurales para algunos ha habido pocas; tres o cuatro en los dos mil años de vida de la Iglesia. El papa Francisco nos invita a identificar y dejarse impulsar por el viento del Espíritu y nos pide:
-Pasar de concebir la Iglesia como una sociedad a concebirla como una comunidad que busca la comunión; pasar de una eclesiología societaria a una eclesiología de comunión, de una concepción jerarquizada a una participativa. La Iglesia no precisa la visibilidad de un Estado sino la del Reino de Dios.
-Pasar de la no historicidad del depósito de la fe al descubrimiento de la dimensión histórica de la revelación cristiana. Son demasiadas las verdades que están guardadas en el cajón de la fe y cerradas con llave. Por tanto, todo es inamovible; está congelado. Sin embargo tenemos que aceptar que la revelación es histórica.
– Pasar de la indiferencia ante las realidades temporales y, por tanto, del rechazo a la laicidad a su valoración. Dios es grande; principio y fin. Lo intermedio es laico. No hay que confesionalizarlo todo. La materia es laica, también las mediaciones.
De esta constatación nacen estupendas propuestas: el servicio al pobre y el entrar en un silencio místico para fraguar pacientemente en el crisol de la posmodernidad, y con la escucha atenta de Jesús, una palabra radicalmente nueva. Para la vida religiosa ello supone, entre otras cosas, que “¡La consagrada debe ser madre y no solterona!” (Asamblea UISG, mayo 2013).
No hay ninguna duda de que la vida consagrada como grupo tiene que promover cambios culturales radicales y estructurales para lo cual se precisa competencia, valor y compromiso. Los religiosos “encarnan la Iglesia en su deseo de entregarse por completo a las radicales exigencias de las bienaventuranzas… y por eso constituyen un desafío para el mundo y para la Iglesia” (Pablo VI). Proponen alternativas a la Iglesia.
Tampoco quedan dudas de que “reparar la vida consagrada” es llegar a lo nuevo, precisamente lo que la vida religiosa está llamada a encarnar en la Iglesia. Los religiosos hemos sido especialistas en el arte de renunciar a lo viejo para permitir la entrada de la “novedad imposible”. Dar este paso es revivir el misterio pascual. Para cualquier proceso serio de reforma, tanto de vida consagrada como de Iglesia, tenemos que recordar que somos grano de levadura en inmensa masa de harina. Para muchos la euforia del Concilio refundador ha desaparecido. Ahora el papa Francisco nos está recordando que constituimos una Iglesia de pecadores, misericordiosa, samaritana; en la que no faltan los escándalos, donde el secretismo ha originado mucha confusión; que es peregrina y que también en ella se da un maravilloso poder salvador, recreador y vigorizante; que se tiene fe para creer lo imposible, que es el mejor acto de esperanza. Más de uno vivimos con la convicción de que “ahora es el momento favorable: este es el día de la salvación” (2Cor 6, 2). Hay ganas de morir a lo viejo y de arriesgarnos a lo nuevo. Si esto no ocurre podemos perder una vez más la oportunidad que Francisco ofrece, propone, anima y protagoniza.
El autor es sacerdote marianista, ex Secretario de la Unión de Superiores Generales en Roma.