A raíz de los graves incidentes y saqueos ocurridos en la ciudad de Córdoba previo a las fiestas de fin de año, debería ser prioridad del debate político-institucional el creciente poder de los grupos de choque, encabezados por las barras bravas y afines.
El fenómeno de las barras bravas, nacido hace décadas a partir de las hinchadas de los clubes de fútbol, ha ido desarrollándose hasta convertirse en una de las realidades más preocupantes. Las barras son hoy fuerzas armadas locales no sometidas al imperio de la Justicia, y se vinculan con los circuitos de poder por medio de una compleja red de relaciones. Conjugan las lamentables y crecientes mareas de corrupción e intimidación pública que sufren las personas físicas y jurídicas.
La impunidad de que gozan se relaciona con el abandono de la política del monopolio y ejercicio de la fuerza pública por parte del Estado, surgida de un justo avance en el reconocimiento de los derechos humanos, junto con el populismo practicado crecientemente por los últimos gobiernos. El slogan de “no criminalizar la protesta” sirvió para ir liberando el espacio público para la libre acción de grupos de acción directa.
En la actualidad, se trata de fuerzas paramilitares de uso múltiple, integrantes de una mafia de control invisible (no podemos asegurar si responde a un vértice o es un fenómeno disperso), mal disfrazada de hinchadas de algún club de fútbol, pero que obtienen de allí el pasaporte de tolerancia de la sociedad, comenzando por los propios simpatizantes de las instituciones implicadas.
Esta mafia vincula el financiamiento del fútbol y de la política, circuitos de corrupción en los que también está presente la policía, la impotencia o la “vista gorda” de los jueces y, sobre todo, más amenazante aún, el tráfico de drogas. Asusta la creciente referencia de participación de redes carcelarias en la comisión de asaltos y ataques por medio de grupos externos, en libertad, asociados al delito y a las barras.
Sorprende a algunos que el fenómeno alcance a clubes de cada vez menor envergadura. Pero es fácil de entender: todos conviven territorialmente con redes como las mencionadas, y los clubes son buena tapadera. Hay un acento agravado: las barras están emparentadas con diversidad de patotas pergeñadas como instrumento para fines ilegales de organizaciones de fin legal, como sindicatos, Fuerzas Armadas, Servicios de Inteligencia, etcétera
Pero lo más inquietante, en proyección, es el antecedente de las organizaciones mafiosas más importantes de la historia (maffia siciliana, camorra napolitana, etc.) que nacieron con fines de protección de comunidades locales frente a gobiernos imperiales prepotentes, y luego se especializaron como brazos armados de fuerzas delictivas de alcance creciente a nivel internacional, enquistadas en los circuitos de poder económico y político.
Las Barras Bravas son máquinas de acumulación y distribución de fondos “negros” para soborno policial; sostenimiento de fuerzas de choque de uso político, principalmente a nivel municipal; financiamiento de la política local, lo que realimenta las oportunidades de protección y reciclado de fondos; intimidación para el “disciplinamiento” de dirigentes e instituciones; velar y facilitar las redes de narcotráfico.
Un rápido listado de las fuentes y usos de fondos ubica este fenómeno en el marco global de nuestro país. Los ingresos provienen de pases y contratos de jugadores, venta de entradas o de otros aspectos vinculados al deporte (estacionamiento, venta ambulante, etc.); planes y “contratos” nacionales, municipales, y en general, vinculados con la política; delincuencia directa y “servicios” al delito, en especial al narcotráfico. Los usos principales de esos fondos tienen que ver con el sostenimiento de las barras (integrantes, armamento, movilidad, etc.), protección policial, e intervención en la política de los clubes y en la política territorial.
La gravedad del fenómeno está demostrada por el grado creciente de influencias, la libertad de los movimientos, y la impunidad de los delitos cometidos. Un hecho sorprendente fue la caravana fúnebre del jefe de la barra de Colegiales, un gesto de poder subrayado por ese desfile político-militar. Y recordemos también los saqueos y desmanes públicos el pasado mes de diciembre en la ciudad de Córdoba.
Urge entonces la recomposición del poder público. En su defecto, el fenómeno crecerá como un espiral, con multitud de particulares afectados, recurriendo a la defensa personal directa y, como consecuencia, la pérdida creciente de credibilidad en las instituciones. No es sorprendente, aunque sí grave, que el tema no forme parte principal de la agenda política.
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CÓRDOBA Y LOS ABISMOS DE LA DESIGUALDAD
por Pablo Semán
Antropólogo argentino. Investigador especializado en temas de cultura popular y masiva.
Desde hace seis años viajo a Córdoba varias veces por año y recorro algunos barrios, especialmente el barrio en que viví cuando tenía entre 6 y 12 años. La ciudad no deja de asombrarme por las transformaciones que, me llama la atención, no estén más en primer plano en la crónica de los hechos de hoy. Seguramente el cuadro es incompleto y superficial, pero en algún grado todo lo que decimos de aquí en más, es parte de la ecuación del estallido.
Una de las grandes transformaciones de Córdoba capital son las ciudades dormitorios, satélites o como quiera llamárselas. Son el resultado de la erradicación de villas que ocupaban terrenos caros a la especulación inmobiliaria y al boom inmobiliario que trajo la recuperación económica de la provincia de la mano de la soja y la consolidación de la industria automotriz. Pero también son una herida en la sociedad (y de esta herida difícilmente alguien se hace cargo). Las ciudades dormitorio eran la promesa de relocalización “justa” y con servicios suficientes para las nuevas unidades habitacionales. Resulto en unidades inmobiliariamente miserables y segregadas por un celoso cerco policial que retiene en esas ciudades a miles de ciudadanos que, por portación de edad, cara, zapatillas inconsistentes con el prejuicio del observador, etc son objeto de retenes policiales sistemáticos. Los retenes demoran, aíslan y ofenden. Este orden que se aceitaba con los recursos que el narcotráfico le derivaba a la policía ha perdido transitoriamente su lubricante. Las denuncias sobre el narco escándalo traen penuria a los guardianes del orden, mientras la inflación atiza el ánimo humillado de los excluidos de siempre en un contexto en que cierto estancamiento da lugar a más motivos de queja.
Me asombra, cada vez que voy, la ausencia, la debilidad relativa de la presencia numérica de aquellos sujetos que el racismo impiadoso de Córdoba podía llamar “negrazones”. Viví en Córdoba y la convivencia de descendientes de europeos, de sujetos que se reconocen como “blancos” y población hija del crisol de conquistadores, pueblos originarios, era una realidad problemática. El grado en que lo era esta grabado en la piedra aparentemente leve, pero ominosa, de un humor que por muy gracioso que sea “pone las cosas y los hombres en su lugar”. El famoso humor cordobés ordena y ordenaba las diferencias de clase y expresaba, muchas veces, no siempre, en la perspectiva blanca, el ridículo del “negro” en el salón. Las ciudades dormitorio segregaron geográficamente una población marcada por su pobreza y por su “biotipo”. Justamente: su circulación en la ciudad, en horarios y lugares rigurosamente vigilados, es la función de una policía que desde su sola presencia física es también temible. En tiempos normales en Córdoba hay mucha policía en la calle, en todos lados, especialmente en el centro y en donde “los negros no deben estar”. Mucha en serio. Policías que ademas de ostentar uniformes llamativos, armas, y patrulleros que van y vienen, son curiosamente grandotes. La policía en Córdoba me daba la impresión de ser una gendarmería permanente, beligerante y numerosa. Son un factor vital del orden social imperante. Ese orden social que aisló a “los negros” en las ciudades dormitorio. Y es de esperar que si se ausenta ese orden no funcione en automático.
Y no hay que dejar de observar la contraparte. Nueva Córdoba, barrio emblemático de los beneficios del boom de la soja, tiene verdulerías decoradas al modo de New York, vinerías finas, panaderías francesas, fotocopiadoras de lujo. Tiene de ese tipo de negocios en cantidades increíbles: uno de cada uno en cada cuadra en la que además siempre hay una casa de ropas de marcas personalizadas y locales nocturnos para la diversión de miles de estudiantes que vienen a estudiar desde las prósperas localidades vinculadas a la expansión del agronegocio. Todo para una población de estudiantes que no gasta menos de 20000 pesos mensuales y viaja habitualmente a EEUU, Europa y el caribe. No todos los habitantes de Nueva Córdoba viven así, pero hay mucha gente que en nueva Córdoba vive así. En la Nueva Córdoba los “negros” casi no tienen lugar: ni como dependientes de almacén, ni repositores o asistentes de limpieza. Hasta para esos “puestos viles” se ve la presencia dominante de hijos de colonos gringos más pobres, pero “blancos”. La de los “negros” es una presencia rara, que no amenaza por que, se sabe, está la policía que mira, para, expulsa al “invasor”. La policía garantizaba ese orden y en gran medida parasitaba de otro prospero negocio: el del tráfico de drogas.
Amigos míos, progres, comentan los peligros de la bajada de San Vicente, un barrio pobre, como si se tratase de Harlem retratado por los progres blancos de NY. Es obvio que con ese progresismo combatiente y colonial que habilitó la vulgata sociológica no se evita, en las expresiones cotidianas, la posibilidad de redoblar algo que no es más racista porque, además de todo, es muy clasista. Viajé a la bajada San Vicente y comprobé que la distancia entre el relato y la realidad que intuía iba a comprobar: era exactamente la misma que pude palpar cuarenta años antes cuando, violando la prohibición familiar, fuimos en bicicleta con los chicos del barrio a la “temible” bajada de San Vicente. Y descubrimos nada: sí, un barrio pobre más, unos peligros más, nada del otro mundo. Hasta los críticos han caído en las trampas del orden. Se lo entiende, entonces, a Andrés Rivera viviendo, obrando en Córdoba según la máxima “no ser un burgués es una teoría y una práctica” .
Volvamos al lenguaje “antiguo” que tal vez tenga algo para decirnos: es preciso trascender la posición de “fracción subordinada de la burguesía” y de “minoría blanca” para ver Córdoba con los ojos bien abiertos. Córdoba es entre otras cosas un cruce explosivo de lógicas de exclusión que dejaron en la desigualdad abisal, “gritante” y congelada, un “pueblo” entero.
No reivindico el saqueo, no lo miro románticamente. Tampoco creo que sea sólo espontáneo, pero entiendo el carácter masivo del horror que emerge para todos lados cuando uno de los principales reaseguros de ese orden era la presencia constante, masiva, pedagógica, correctiva de una policía que desapareció de la ciudad. La córdoba dividida y desigualada a la fuerzan ha mostrado por un segundo la arquitectura y el dolor generalmente enmudecidos de su constitución social.