Qué es y qué no es la opción preferencial por los pobres.El principio de la opción preferencial por los pobres, elaborado por el episcopado latinoamericano en Medellín (1968)[1] y Puebla (1979),[2] fue asumido luego por el magisterio universal.[3] Es, en esencia, la formulación de una verdad con profundas raíces bíblicas y evangélicas: el amor de Yahveh por los pobres, cantado por María en el Magnificat, que encarna Jesús en su misión, y que se continúa en praxis caritativa de la Iglesia. Se trata, entonces, del testimonio de la misericordia de Dios que alcanza a todos y a cada uno de los seres humanos, sin exclusiones, especialmente a los más débiles, vulnerables y marginados, los que “no cuentan” para la sociedad.
En un sentido amplio, por lo tanto, la “pobreza” no tiene necesariamente un significado económico: son también “pobres” los enfermos, los adictos, los ancianos, los que están solos, las personas abusadas de diferentes modos, los que no encuentran sentido para su vida, etcétera.[4] Pero este principio surge concretamente como una respuesta a una exigencia histórica de justicia social, y tiene una innegable acentuación socio-económica, focalizándose en el fenómeno de la pobreza material, que va unida a la carencia de participación económica, social y política.[5]
Novedad histórica
¿Por qué se lee hoy en este fenómeno una exigencia impostergable de justicia? Es cierto que para el cristianismo, la pobreza comportó desde siempre un llamado a respuestas de justicia y caridad. Pero por muchos siglos, esa respuesta se concibió exclusivamente en términos de iniciativas individuales o asociativas, que no involucraban directamente al Estado ni al conjunto de la sociedad. Por otro lado, el objetivo de estas acciones era fundamentalmente paliativo, buscando alivio a una realidad que en sí misma era vista como algo natural e inevitable, como los rigores del clima, los terremotos o las pestes, e incluso como una diferencia que desempeñaba una función en la armonía del todo social.
Esta visión comenzó a cambiar desde el siglo XIX, cuando la idea tradicional de la sociedad estática y estamental comienza a resquebrajarse, y se abre paso una aspiración generalizada a una vida más digna, al tiempo que el progreso técnico comienza a asentar las bases para la posibilidad material de responder a esa aspiración. Esta conexión entre nuevas aspiraciones y posibilidades ya está claramente perfilada a mediados del siglo XX. Y el hecho de que sólo una parte relativamente pequeña del mundo pudiera beneficiarse con ella, mientras que grandes sectores seguían sumergidos en la miseria, no hizo más que exasperar el sentimiento de injusticia y de agravio en los postergados.
La opción preferencial por los pobres expresa esta nueva visión de la pobreza: no es una simple desgracia sino una situación que podría y debería ser superada, y cuya persistencia se origina en injusticias y responsabilidades concretas, de las sociedades en su conjunto, de grupos y de actores particulares. La pobreza no sólo debe ser paliada, aliviando sus consecuencias más crudas: debe ser eliminada. Los pobres no sólo tienen una legítima expectativa a ser asistidos: tienen un derecho a contar con las condiciones necesarias para alcanzar una existencia digna y participar plenamente de la vida social. La inclusión de los derechos sociales en las constituciones modernas, más allá del problema de su efectividad, es expresión de esta nueva conciencia.
Principio social estructural
Pero hay algo más. Los pobres del evangelio no se representan sólo a sí mismos. No son excepciones a la condición humana general. Los pobres, de diferentes maneras, ponen de manifiesto aspectos de esa condición humana en cuanto “caída”: los ciegos, sordos, mudos, paralíticos, leprosos y endemoniados que Jesús socorre con sus milagros, son espejos en los que podemos reconocer nuestra propia debilidad, vulnerabilidad y dependencia, nuestra necesidad de salvación, así como nuestra inalienable dignidad y potencialidad para colaborar en la obra de nuestra redención. No querer “ver” a los pobres, es no querer vernos a nosotros mismos.
Los pobres son cifra, además, de las disfuncionalidades de la convivencia social, que quedan puestas en evidencia al ensañarse con ellos, pero que de modos menos patentes afectan a todos. Por todo esto, la opción preferencial no es un principio meramente “sectorial” sino que tiene un alcance general, porque recorre transversalmente a la sociedad en todas sus dimensiones. La pobreza no es, ni debe ser, la única preocupación, pero no hay tema social relevante que no se vincule de modo más o menos directo con ella. Toda política pública debe ser concebida y evaluada, en primer lugar, a la luz de su repercusión positiva o negativa en la condición de los más pobres.
El camino para el desarrollo auténtico, integral y solidario de todos pasa inexorablemente por la promoción integral de los pobres, y cualquier atajo que pretenda ignorarlos desembocaría en la frustración general. Por esta razón, parafraseando las palabras de Juan Pablo II, quien afirmaba “el hombre es el camino de la Iglesia”,[6] podemos decir también: “los pobres son el camino de la Iglesia y de la sociedad”.
Conversión
Esta opción preferencial tiene como sujetos a quienes no son pobres en sentido material, y por lo tanto están existencialmente lejos de aquellos a quienes desean socorrer. Para poder cubrir esa distancia, no basta una respuesta meramente pragmática, como si en lo demás la propia vida pudiera permanecer inalterada. Es necesario, por el contrario, un profundo cambio de mentalidad respecto del ideal de la vida humana digna y feliz (Puebla 1155) que haga posible la conversión, y el compromiso de toda la persona en una actitud de auténtica solidaridad. Esta conversión comporta la exigencia de abrazar la pobreza evangélica, caracterizada por un estilo austero de vida que, confiado en la Providencia divina, relativiza los bienes de este mundo (Puebla 1158), y que se concreta según la propia situación y estado de vida. Esta conversión además también debe alcanzar al conjunto de la sociedad, cuya sensibilidad se embota, como muestra con creces la experiencia, cuando impera el materialismo y el consumismo.
Causas de la pobreza y sus remedios
A la luz de este principio, debe estimarse inaceptable un proyecto económico que no tenga en su centro el tema de la pobreza, que lo ignore o le asigne una jerarquía secundaria (confiando, por ejemplo, en que el progreso de las clases más acomodadas se difundirá espontáneamente por una especie de “goteo” hacia los escalones más bajos de la sociedad), o que sacrifique los derechos fundamentales de los pobres de la generación presente por una prosperidad prometida exclusivamente para el futuro, o que no contemple adecuadamente redes de contención social para atender las necesidades básicas de los más vulnerables en las difíciles transiciones que acompañan el paso a una economía más dinámica.
Pero, más allá de estos límites negativos, la orientación positiva de un proyecto inspirado en la opción preferencial por los pobres dependerá de la interpretación que se adopte sobre el fenómeno de la pobreza y sus verdaderas causas.
Una primera interpretación es la que acompaña su formulación en el magisterio latinoamericano: la pobreza vista fundamentalmente como consecuencia de la injusticia y la opresión tanto por parte de grupos privilegiados como de estructuras impersonales (“estructuras de pecado”, cf. Sollicitudo 36). En el plano internacional, esta situación se expresaría en la dependencia de los países pobres respecto de los ricos, y en el plano interno, en la relación de dependencia entre clases. La riqueza tiende a considerarse en este planteo como una magnitud fija, en la cual la porción de un grupo social sólo puede expandirse a expensas de los demás. En pocas palabras, los ricos son ricos porque los pobres son pobres. El problema de la justicia es básicamente de distribución. Los pobres deben ser los principales agentes de su propia liberación luchando contra los intereses que les cierran el camino a la prosperidad. La Iglesia está llamada por su propia misión a acompañar esta lucha, porque la dimensión económico-social de la liberación es parte constitutiva de la liberación integral proclamada por Jesús en el evangelio.
Esta visión tiene un trasfondo de verdad indudable, pero su unilateralidad (la pobreza es causada casi exclusivamente por la injusticia) es fuente de consecuencias no queridas. Por un lado, alimenta la conflictividad y el resentimiento (“otro me está robando lo que es mío”); por otro, induce a una victimización que dificulta la asunción de la propia responsabilidad (“yo soy la víctima, me tienen que ayudar”). No es extraño que este pensamiento, nacido con una mística revolucionaria, haya adquirido con los años un talante conservador.
Esta interpretación, propia de la Iglesia latinoamericana, hacía a su vez de contrapeso a otra, más europea y afín al Concilio Vaticano II: la pobreza como carencia de desarrollo. Son pobres los pueblos que no han podido encontrar todavía el camino del desarrollo, ya transitado por los más prósperos: el de la creación de riqueza. Una mejor distribución no sería suficiente para eliminar la pobreza si no fuera acompañada por un incremento de los bienes a distribuir. Los pobres deben asumir la iniciativa de su propia promoción, ante todo respondiendo al llamado de Dios a “dominar la tierra”, a transformar el mundo, realizando así la “imagen de Dios” que llevan en sí, y colaborando en la obra creadora. El obstáculo para esta respuesta no está tanto en situaciones de opresión cuanto en los factores culturales que resisten el desarrollo (por ejemplo, la ausencia de una cultura del trabajo).[7] Los países ricos, y dentro de cada país los respectivos gobiernos, deben brindar asistencia para poner en marcha este proceso. La Iglesia debe acompañar ese esfuerzo a través de la educación de los creyentes en los valores del trabajo y del desarrollo como respuesta a la vocación de Dios.
Esta interpretación es estimulante: todo hombre es responsable de su propio crecimiento y, sobreponiéndose a sus condicionamientos, puede y debe responder al llamado de Dios a realizarse en el mundo. En este sentido, pone en primer plano la teología de la creación.[8] Pero peca de un exceso de optimismo, al no ponderar suficientemente la pesada influencia del pecado social. En la práctica, este discurso puede llevar al desaliento al generar expectativas que los pobres no están, por su situación, en condiciones de cumplir.
Es posible, a mi juicio, una posición integradora.[9] Ésta, por un lado, reconoce, al igual que la primera interpretación, la vinculación de la pobreza con la injusticia. Pero esta injusticia reside menos en el choque de clases, cuanto en las formas desviadas de Estado: el Estado autoritario, que oprime a sus súbditos en aras de sus propios intereses; el Estado del bienestar, elefantiásico, que invade con su lógica burocrática toda la vida social; el Estado corrupto, donde funcionarios y empresarios medran a la sombra de un capitalismo de amigos. Es necesario un Estado inspirado en el principio de subsidiaridad, que provea un marco de seguridad jurídica y las condiciones necesarias para que los pobres puedan desplegar su propia iniciativa y compitan en el mercado, en pie de igualdad, ofreciendo bienes y servicios.
Esta posición asume también la idea de desarrollo, pero señala la inadecuación de muchas iniciativas de asistencia que, pese a su buena intención, terminan agravando las dificultades que pretenden subsanar. Al mismo tiempo, relativiza el argumento de las resistencias culturales. Los pobres, en términos generales, poseen ya espíritu emprendedor, creatividad y energía, y sólo necesitan las condiciones adecuadas para desplegarlos y convertirse en protagonistas de su propio desarrollo y el de toda la sociedad. Ellos no son el problema: son la solución.
Al menos puede decirse que, si bien la primera interpretación a la que aludimos sigue siendo la que prevalece en el pensamiento social de la Iglesia latinoamericana, no existe ningún vínculo lógico necesario entre ésta y la opción preferencial por los pobres. Las doctrinas de la dependencia, que estaban en auge cuando tuvieron lugar las Conferencias de Medellín y Puebla, y que veían en las estructuras internacionales injustas un obstáculo insalvable para el desarrollo de nuestro continente, no podrían explicar el desempeño económico que hoy exhibe casi toda Latinoamérica. Este último tiene lugar gracias a la presencia de Estados de derecho democráticos, que brindan seguridad jurídica, libertad económica, e implementan políticas sociales eficaces. Por lo tanto, es claro que este género de ideas de orden económico y sociológico pueden ser libremente discutidas, y no tienen otra autoridad que la que deriva de su capacidad explicativa de la realidad.
Los pobres y la cultura
Así como la opción preferencial por los pobres ha surgido históricamente unida a ciertas presuposiciones de orden económico y sociológico, también aparece ligada, de hecho, a cierta visión cultural. En la perspectiva más analítica de Medellín todavía se distinguía entre tipos de pobreza: la pobreza como carencia material, que es un mal; la pobreza espiritual, que es la apertura a Dios; y la pobreza como compromiso evangélico.[10] Puebla realiza un giro hacia un enfoque más cultural, inspirándose en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI (1975), pero la aplica de manera tal que tiende a difuminar la distinción entre los diferentes conceptos de pobreza, idealizando la material. Los pobres, identificados con el pueblo latinoamericano y sujetos por excelencia de su cultura de inspiración evangélica, son revestidos de todas las cualidades humanas y espirituales, y se convierten en los depositarios por excelencia de la sabiduría cristiana.
Es posible comprender las buenas intenciones que animan este discurso, orientadas a reconocer la dignidad, el valor y las potencialidades de amplios sectores desatendidos por la política oficial de sus países. Pero al identificar tendencialmente la pobreza como carencia y la pobreza como virtud se termina cayendo en una visión romántica, en la cual ya no se comprende qué ventaja podría tener para los pobres salir de su situación, ya que su promoción social entrañaría un riesgo para su fe y sus valores. No es de extrañar los efectos conservadores de esta visión, en la cual la preocupación se centra en afrontar desafíos puntuales (como la drogadicción) dejando de lado los problemas y las soluciones estructurales.
Por paradójico que suene, mitificar a los pobres significa no reconocerlos en su real dignidad. Detrás de esta visión se esconde un paternalismo mal disimulado que crea, como todo paternalismo, su propia forma de dependencia. Para reconocer al pobre en su auténtica dignidad no hace falta canonizarlo, mirándolo y tratándolo como alguien diferente al resto. La persona pobre, como toda otra, tiene cualidades y defectos, potencialidades y límites, capacidad de bien y de mal. Pero, sobre todo, es imagen y semejanza de Dios y, por lo tanto, capaz de responder a su llamado de transformar el mundo y de realizarse en él, dando curso a su inteligencia, su creatividad y su iniciativa. La opción preferencial por los pobres no debe traducirse en una tutela paralizante, sino en una acción decidida para crear las condiciones y procurar las oportunidades que les permitan recuperar el protagonismo de sus vidas, y la esperanza y el anhelo del progreso material y humano.
Mi sugerencia final es que la Iglesia en nuestros países debe asumir y anunciar con más claridad el evangelio del desarrollo, ayudando a las personas a tomar conciencia de su dignidad y su vocación en el mundo, y de la fecundidad de la libertad cuando es protegida por un marco jurídico adecuado y fundada en sólidos valores morales y espirituales. Es precisamente en lo profundo del corazón de cada persona donde se encuentra la raíz de todo cambio social auténtico y sustentable. Es allí donde un pobre empieza a dejar atrás la condición de pobre.
[1] Cf. Juan Pablo II, Discurso Inaugural de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, introducción; Documentos de Medellín (DM), Pobreza en la Iglesia 9.
[2] Cf. Documento de Puebla (DP) 1134-1165.
[3] Cf. Sollicitudo rei socialis (SRS) 42.
[4] Cf. Benedicto XVI, Jornada Mundial de la Paz (2009), que llama a considerar no sólo la pobreza económica, sino también la pobreza moral y espiritual, que se da, por el ejemplo, en el “subdesarrollo moral” característico del superdesarrollo (cf. Juan Pablo II, SRS 28; id., Centesimus annus 36).
[5] DP 1135, nota.
[6] Cf. Juan Pablo II, Redemptor hominis 14.
[7] Cf. Los “impedimentos culturales” mencionados por Benedicto XVI, o.c., 2.2.
[8] Cf. Pablo VI, Populorum progressio 15.
[9] Esta posición es ilustrada por la serie Poverty cure (2012), producida por el Acton Institute: www.povertycure.org.
[10] Cf. DM, XIV. Pobreza en la Iglesia 2.
4 Readers Commented
Join discussionPobres habrá siempre entre nosotros y en el mundo…lo que nos enriquece a los que tenemos la suerte de poder abrir nuestro corazón a la miseria es ser solidarios y misericordiosos con los casos que tenemos a nuestro alcance…los pobres de todo tipo….sobretodo los faltos de cariño.Que sepamos estar al lado del que más necesita…y dar hasta que duela…
Estimado Dr. Irrazabal,
No puedo menos que alegrarme al leer su artículo, ya que nos presenta el problema central de nuestra civilización: la pobreza en el mundo. Que no es nueva, pero que hoy día puede ser eliminada lo que nos plantea una exigencia ética.
Comparto particularmente su mención del documento de Puebla, cuando nos pide “un profundo cambio de mentalidad respecto del ideal de la vida humana digna y feliz, que haga posible la conversión y el compromiso de toda la persona en una actitud de auténtica solidaridad.” Ese compromiso de coherencia personal al que Francisco nos llama, tan distinto del “hay que…” o “tienen que…”. Es verdad también que “los pobres son el camino de la Iglesia y de la sociedad”.
Respecto de las causas de la pobreza, interpretarla “fundamentalmente como consecuencia de la injusticia y la opresión tanto por parte de grupos privilegiados como de estructuras impersonales (‘estructuras de pecado’)” tiene como Ud. dice “un trasfondo de verdad indudable”.
Sin embargo, el conflicto que provoca tomar conciencia de esta situación de injusticia no es necesariamente un efecto negativo. Toda acción que implique una redistribución de riqueza lo causará, inevitablemente, y en la medida de los intereses reales o simbólicos afectados. Más que “resentimiento” – una palabra poco adecuada – causa indignación, una fuerza social poderosa que busca eliminar atropellos evidentes.
Respecto de la lucha de clases, Warren Buffett, el segundo multimillonario del mundo detrás de Carlos Slim, dijo en Noviembre de 2006 que “Hay una lucha de clases, por supuesto, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que dirige la lucha. Y nosotros ganamos”. Sin duda sabe de lo que habla y no se ha inspirado en Karl Marx.
Tampoco el Estado, con todas sus desviaciones, puede ser el principal culpable, ya que cada vez más es cooptado y transformado en una herramienta del mercado. Propietario de una multinacional de lujo y décima fortuna del planeta, Bernard Arnault incluso se alegró de la pérdida de influencia de los gobiernos democráticos: “Las empresas, sobre todo internacionales, tienen medios cada vez más amplios, y adquirieron, en Europa, la capacidad de competir entre los Estados […] El impacto real de los hombres políticos en la vida económica de un país es cada vez más limitado. Felizmente.” Y esto no ocurre solo en Europa!
No se puede dejar en manos del mercado la eliminación de la pobreza, ya que su objetivo – único – es el lucro y, en sus palabras, “debe estimarse inaceptable un proyecto económico que no tenga en su centro el tema de la pobreza, que lo ignore o le asigne una jerarquía secundaria”. George Soros, que conoce bien el funcionamiento del sistema, lo ha expresado muy bien: “Podemos tener una economía de mercado pero no una sociedad de mercado”.
Ocurre que estas “estructuras de pecado” hoy son las que promueve el neoliberalismo: los “poderes económicos internacionales”, que generan “ricos más ricos y pobres más pobres”, abusando del “trabajo esclavo” y la “cultura del descarte” como denuncia el Papa. Además de sus recientes discursos, vale la pena leer el documento “El neoliberalismo en América Latina” escrito por los Superiores Provinciales de la Compañía de Jesús en América Latina y el Caribe y publicado en el No. 2191 de Criterio, ya hace 17 años. Está disponible en http://www.contemplavida.org/5amigos/SuperiJesu.html además de otras páginas.
La ideología neoliberal cree firmemente en el hombre como un ser diseñado por la evolución para ser egoísta y competir permanentemente en busca exclusiva de su propio interés, sin admitir valores como la solidaridad o la compasión. Lo cual, además de ser la antítesis del mensaje evangélico, es un error científico. Se puede ver la muy fundada opinión del filósofo Mario Bunge en un comentario que hice al artículo “Expectativas, incertidumbres y ciclos” en el número de Mayo 2013.
El concepto de subsidiariedad surgió frente a estados que eliminaban el mercado como herramienta de la economía, pero hoy debe aplicarse más bien a las “estructuras impersonales” que reducen la libertad a la posibilidad de optar sólo entre las propuestas que el mercado define como “felicidad”, haciendo del consumo el objetivo central de la vida humana.
La pregunta es entonces que debemos hacer en este momento histórico en el cual se necesita concebir y llevar a la práctica un sistema realmente nuevo de producción y económico financiero, una nueva sociedad con valores diferentes, algo a lo que nos llama específicamente el Papa y responderle es una exigencia para nosotros los católicos.
El Papa Francisco nos señala el camino: el trabajo como esencial para la dignidad de las personas y el cuidado mutuo como expresión de la caridad cristiana. Resalta el valor del diálogo, que nos exige como cultura, como actitud permanente de vida.
Nos pide no quedarnos criticando permanentemente sin ofrecer soluciones reales y comprometernos a trabajar junto a quienes tienen miradas diferentes. Señalar “la inadecuación de muchas iniciativas de asistencia que, pese a su buena intención, terminan agravando las dificultades que pretenden subsanar” cuando en Criterio nunca se han analizado – y ni siquiera mencionado – políticas tan importantes como la Asignación Universal por Hijo y su extensión a las mujeres embarazadas, por lo menos llama la atención. Y tampoco se han publicado ni mencionado las opiniones favorables en ese sentido del Observatorio de la Deuda Social de la UCA.
El Estado democrático, con todos sus defectos, es la representación de las personas, del pueblo, y el único que puede controlar las “estructuras impersonales” que generan la pobreza y la exclusión. Pensarlo como “el problema” nos impide buscar soluciones nuevas, contribuir a mejorarlo, resolver sus falencias e involucrarnos en una realidad que nos necesita urgentemente.
En Criterio de Mayo de 2010 se publicó un comentario mío que Dios ha escuchado: “Quisiera que tuviéramos un Papa que se llame Francisco, mucho más cerca de Dios y de sus hermanitos los pobres que de la teología, la filosofía y el poder.” Ahora tenemos un Papa a quién le preocupa poco que nos equivoquemos: nos ha llamado a “hacer lío”. Que no piensa en una ONG anclada en pensamientos conservadores sino que nos pide que corramos el riesgo y seamos la avanzada de un mundo nuevo, más humano y solidario. No podemos desoírlo.
Nuevamente gracias por llamarnos al compromiso, a la solidaridad y a reflexionar sobre los temas que le preocupan a la Iglesia y deberían inquietar a todo el mundo.
Cordialmente,
jc
204. Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo. Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la economía ya no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno……
205. Tenemos que convencernos de que la caridad «no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas».[175]….
206. La economía, como la misma palabra indica, debería ser el arte de alcanzar una adecuada administración de la casa común, que es el mundo entero. Todo acto económico de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo; por ello ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. De hecho, cada vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales para las enormes contradicciones globales, por lo cual la política local se satura de problemas a resolver. Si realmente queremos alcanzar una sana economía mundial, hace falta en estos momentos de la historia un modo más eficiente de interacción que, dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure el bienestar económico de todos los países y no sólo de unos pocos.
A esto nos llama el Papa Francisco a los católicos, tengamos presente que Católico significa «universal».
No a la inequidad que genera violencia
59. Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia.
Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión.
Cuando la sociedad –local, nacional o mundial– abandona en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad.
Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz.
Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca.
Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un futuro mejor.
Estamos lejos del llamado «fin de la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social.
Así la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y peores conflictos.
Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos.
Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones– cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.