Es oportuno recuperar en la historia de la Iglesia católica los motivos que llevaron a un gran centralismo y a la exaltación de la figura papal para encontrar, en este tiempo, nuevos caminos hacia una mayor comunión.

Pocas veces, después del Concilio Vaticano II, se habló tanto de la necesidad de reformas en la Iglesia como desde la elección del papa Francisco. Pero quien observa su organización actual y las dinámicas de ejercicio del poder que la rigen podría suponer que nunca han existido otras. Esas formas y dinámicas son en parte el resultado de medidas tomadas a lo largo del último siglo y medio. Tales decisiones, lejos de haber sido pacíficamente aceptadas por la Iglesia en su conjunto, fueron a menudo objeto de fuertes polémicas internas, cuya resolución en determinada orientación dejó de lado otras posibles formas organizativas.

La situación actual de la Iglesia aconseja no perder de vista estas consideraciones, no porque haya que recuperar opciones que fueron concebidas en contextos históricos muy diferentes del nuestro, sino porque la implementación de las reformas que distintos sectores reclaman sólo será posible en la medida en que tomemos conciencia del carácter históricamente determinado, contingente, de esas formas y dinámicas en vigencia. Conviene, en consecuencia, echar un vistazo al pasado.

Dejando de lado ciertos episodios que resultaría excesivo rememorar, puede decirse que la centralización eclesiástica es fruto de un proceso que reconoce dos etapas fundamentales de aceleración: el Concilio de Trento (1545-1562) y el siglo XIX. Trento fue en buena medida la respuesta al desafío de la reforma iniciada por Lutero que, con postulados como el sacerdocio común de los fieles, la libre interpretación de las Sagradas Escrituras y la justificación sólo por la fe, puso en entredicho el lugar mediador del sacerdocio en general y del papado en particular. La respuesta a la amenaza luterana, que elaboró en parte aquel Concilio y en parte fue fruto de decisiones durante los decenios sucesivos, se orientó en buena medida a reforzar el poder cuestionado, a controlar la circulación de ideas y los debates teológicos y a homogeneizar las prácticas religiosas. Pueden citarse como ejemplos la confección de un índice de libros prohibidos (Índex), la redacción de una confesión de fe que incluía una promesa de obediencia a la Santa Sede, la redacción de un catecismo, de un breviario y de un misal comunes, así como la decisión de confiar la aplicación de las orientaciones conciliares a los nuncios que, al transformarse en legados permanentes del Papa, adquirieron el carácter de embajadores, dotados además de decisivas prerrogativas frente a las autoridades eclesiásticas locales.

La Iglesia católica, sin embargo, fue durante siglos un mosaico de comunidades locales más que una organización piramidal, en parte a causa de las distancias y la precariedad de las comunicaciones, pero también debido a que hasta el siglo XIX las mismas monarquías eran conjuntos complejos de ordenamientos jurídicos y de unidades políticas diferentes. Un ejemplo es el peso de la costumbre en el ámbito de la jurisprudencia civil y en el derecho canónico: tenía tanta fuerza como la ley escrita, lo que volvía imposible la homogeneización de la legislación.

Las condiciones variaron a partir del siglo XVIII, con las revoluciones norteamericana y francesa. El Código Napoleónico, primero en su tipo, uniformó la ley para todo el imperio. En el plano político, la revolución avanzó en la centralización que con menos éxito habían intentado imponer los monarcas dieciochescos, dando así un paso decisivo en el trayecto –de más largo plazo– hacia la formación de Estados nacionales, que no alcanzó su plena realización hasta la caída de los últimos imperios multinacionales tras la Primera Guerra Mundial.

La tendencia a la centralización eclesiástica se vio obstaculizada por esa paralela concentración política que condujo en el largo plazo a la conformación de los Estados nacionales. En la medida en que se avanzaba hacia una idea de soberanía que excluía por principio cualquier injerencia externa, las monarquías católicas de Antiguo Régimen primero y los Estados nacionales católicos más tarde buscaron limitar las prerrogativas romanas y reforzar sus Iglesias nacionales, sus episcopados y sus sínodos. El caso paradigmático es nuevamente Francia, que en 1682 impuso serios límites a las intervenciones romanas con la promulgación de los cuatro “Artículos de la Iglesia Galicana”. De hecho, hasta el siglo XIX, Roma seguía teniendo escasa incidencia en cuestiones tan delicadas como la elección de los obispos, procedimiento que en la mayor parte de los casos requería de la intervención de los monarcas o de otras autoridades eclesiásticas, como los metropolitanos o los cabildos catedralicios.

Pero en el siglo XIX la centralización eclesiástica logró derribar los antiguos obstáculos que se oponían a su desarrollo y el catolicismo adquirió muchos rasgos de su fisonomía actual, particularmente tras la finalización del ciclo revolucionario francés con la Restauración en 1814-1815. A través de una novedosa política concordataria, complementada con una decidida oposición a la idea de que el patronato constituía una prerrogativa inherente al ejercicio de la soberanía, Roma fue tomando en sus manos los destinos de las Iglesias locales, asumiendo como propia la elección de los obispos, garantizando su libre comunicación con la Santa Sede, intensificando las intervenciones papales por medio de los nuncios, regularizando las visitas ad limina de los obispos y multiplicando las orientaciones en materia dogmática y moral que obligaban a toda la Iglesia.

La centralización se reforzó ante la presencia de una nueva amenaza: el secularismo. Roma reforzó las instancias de control que garantizaran la ortodoxia, noción que se fue transformando paulatinamente en sinónimo de las directivas pontificias. Complementariamente los católicos, enfrentados a un mundo que no sólo les resultaba hostil sino que incluso les costaba comprender, se aferraron a la seguridad que les proporcionaba la figura del Papa, que iba adquiriendo mayor peso y nuevas connotaciones a partir de su oposición a las tendencias secularizadoras.

En efecto, tampoco el Papa era una figura tan presente en la vida de la Iglesia antes del siglo XIX. Se trataba desde luego del Vicario de Cristo y en tal sentido era venerado en todo el orbe católico, pero algunos teólogos de los siglos XVI al XVIII afirmaban que tal autoridad debía considerarse más espiritual que jurisdiccional.

Por su parte, el común de los fieles apenas si conocía el nombre del pontífice reinante de escucharlo en el canon de la misa. A que la figura del Papa adquiriese relevancia en el siglo XIX coadyuvaron nuevamente diversos factores. Uno fue la incertidumbre de los católicos frente a la secularización social ya señalada. Autores como Joseph De Maistre y Louis De Bonald habían sostenido en el siglo XVIII la idea de que la defensa del sistema de jerarquías que garantiza el orden del mundo no podía sino descansar en la autoridad del Papa, que no derivaba de los hombres sino de Dios. Por otra parte, el desarrollo de las comunicaciones –ferrocarriles, barcos, imprentas a vapor, telégrafos– ayudó a difundir las orientaciones papales por medio de periódicos y sueltos, y permitió que los fieles no sólo conocieran el nombre sino incluso la fisonomía del Papa, merced a la multiplicación al infinito de sus retratos.

Con la pérdida de los Estados Pontificios en 1870, el Papa se convirtió en una figura todavía más popular entre los católicos, que se movilizaron para defenderlo. Las Iglesias locales se comprometieron económicamente con el sostenimiento del Vaticano mediante la recolección del óbolo de San Pedro. Para reivindicar su figura se generalizaron las “fiestas del Papa” en conmemoración de su proclamación al solio pontificio, y empezaron a celebrarse también otros aniversarios, como el de su ordenación sacerdotal. El Concilio Vaticano I (1869-1870) proclamó solemnemente la infalibilidad ex cathedra del Papa en materias dogmáticas y morales. En tanto, la prensa católica, que había crecido enormemente, empezaba a llevar hasta los hogares sus alocuciones, sus breves y sus encíclicas.

A partir de las guerras mundiales que marcaron a fuego la primera mitad del siglo XX, la figura del Papa ganó además un peso creciente en la opinión pública internacional. La Santa Sede, minúsculo Estado independiente desde los acuerdos firmados en Letrán en 1929, se convirtió en una voz más en el concierto de las naciones, con lo que las tomas de posición de la Iglesia adquirieron connotaciones inéditas, en buena medida a causa de la autoridad moral que se reconocía al Papa en un mundo que había abandonado su fe ciega en la razón y en el progreso indefinido. A ello hay que sumar, nuevamente, el decisivo salto cualitativo que experimentaron las comunicaciones, con el desarrollo del cinematógrafo y de  la radio primero, y de la televisión después. Los fieles, que ya se habían acostumbrado a que el nombre y la fisonomía del Papa les resultara familiar, pudieron empezar a escucharlo en todo el mundo.

A pesar de los intentos de descentralización del Concilio Vaticano II (1962-1965), la situación actual de la Iglesia no difiere demasiado, en este plano, de las condiciones previas a su celebración. En buena parte es fruto de esa historia, pero también del restablecimiento de las tendencias centralizadoras durante los pontificados de Juan Pablo II y, en parte, de Benedicto XVI. Paralelamente, el vacío de liderazgo que caracteriza al mundo actual, sumado al carisma extraordinario del papa Francisco, a su autoridad moral y al consenso que merecieron las medidas de reforma que ha ido delineando, tienden a fortalecer el protagonismo del Sumo Pontífice en la vida de la Iglesia y en la opinión pública mundial. Un fenómeno que desde luego presenta muchos aspectos positivos, pero cuyas derivaciones para el ejercicio de la colegialidad podrían no serlo en igual medida. De lo que se trata es de tomar conciencia del carácter histórico y contingente de las actuales formas de organización y dinámicas de ejercicio del poder, y de garantizarle al Pueblo de Dios la libertad necesaria para concebir soluciones nuevas, acordes con las necesidades del mundo de hoy. Por ejemplo, alentar una mayor participación de las comunidades en la elección de las autoridades eclesiales, redefinir el papel de la mujer, debatir el celibato obligatorio del clero secular, encontrar nuevas formas de administración económica y de toma de decisiones tanto en las parroquias como en las diócesis, en las distintas comunidades religiosas e instituciones. Al mismo tiempo, reconsiderar el espacio de los teólogos y otros expertos a la hora de definir posiciones doctrinarias, porque no puede pensarse en un Papado docto en todas las disciplinas.

En su homilía del 19 de mayo pasado, en ocasión de Pentecostés, Francisco decía: “La novedad nos da siempre un poco de miedo porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Ye esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos”. Estas palabras y también algunas otras señales alientan la esperanza: desde el trabajo del Consejo de cardenales para ayudar al Papa en su gobierno hasta la reciente convocatoria a un Sínodo extraordinario sobre la familia.

1 Readers Commented

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  1. Enrique Endrizzi on 31 marzo, 2014

    Un editorial super atinado. Y conmocionante. Nos hemos criado con la imagen de un Papa Rey y la idea de una Iglesia Reino… Tanto que hasta el mismo Francisco – o quien por él – tuvo que aclarar que sus homilías diarias de Santa Marta no forman parte del ‘magisterio pontificio’ (¡y eso que son preciosas – de mucho precio – en sus contenidos!).
    ¿No es cierto que estábamos acostumbrados a ‘copiar y pegar’ las palabras de los Papas, con todas sus comas y puntos y comas y notas al pie, cuando eso mismo muchas veces hemos dejado de hacerlo – lamentablemente – con las palabras y, sobre todo, las vivencias del mismo Señor Jesús?
    Tenemos un Papa valioso, muy valioso. Pero también algo más hondo aún: el Espíritu. No lo extingamos.

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