Nueve candidatos competirán en las elecciones de Chile el 17 de noviembre. Si bien la encuestas señalan el amplio respaldo que tendría la ex presidenta Michelle Bachelet, el electorado juvenil podría definir el resultado.
En base a la encuesta dada a conocer los últimos días de agosto, y de no mediar un cambio profundo en la opinión de los votantes chilenos, la duda fundamental en vista de las próximas elecciones presidenciales chilenas del 17 de noviembre, no es si Michelle Bachelet resultará ganadora, sino si su triunfo será en primera o segunda vuelta.
Más del 70 por ciento de los encuestados ve en ella a la próxima presidenta de Chile. Un 44 por ciento estaría dispuesto a votarla, al tiempo que su principal rival, la ex ministra Evelyn Matthei, recoge apenas el 12 por ciento de las intenciones de voto.
La ex presidenta será la abanderada de Nueva Mayoría, el acuerdo electoral que la Concertación –la coalición de centroizquierda liderada principalmente por el Partido Socialista (PS) y la Democracia Cristiana (DC) – ha sellado con el Partido Comunista; una verdadera novedad, ya que los comunistas tenían la costumbre de correr por su cuenta.
Bachelet, socialista y médica de profesión, gobernó el país entre 2006 y 2010 y dejó su gestión con un elevado nivel de aprobación (más del 80%). Sucesivamente, estuvo a cargo de la Agencia de ONU Mujer, hasta que regresó al país y, con un nivel de aprobación todavía superior al 70 por ciento, aceptó volver a competir por la Presidencia. En las internas partidarias de junio Bachelet arrasó, dejando por el camino a otros dos compañeros de coalición. Su regreso a la arena electoral generó no pocas preocupaciones entre sus adversarios de centroderecha, una suerte de complejo de inferioridad ante la descollante figura de la ex presidenta.
En efecto, a la Alianza, la coalición de centroderecha actualmente en el gobierno conformada por la Unión Democrática Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN), no le ha sido fácil encontrar a su candidato. Luego de idas y vueltas, los resultados de las elecciones internas suscitaron cierta preocupación debido a la escasa participación de los militantes. El precandidato de la UDI, el ex ministro de economía Pablo Longueira, resultó ser el ganador sobre su adversario de RN, Andrés Allamand, quien no aceptó con demasiado savoir faire la derrota.
Apenas unas semanas después, Longueira anunció repentinamente su retiro de la carrera electoral alegando razones de salud. Volvieron a aparecer las viejas diferencias entre RN y UDI, que fueron zanjadas con la designación de Evelyn Matthei, hasta ese momento a cargo del Ministerio de Trabajo del gobierno del Sebastián Piñera.
Como Bachelet, también Matthei es hija de un militar. Se trata de una militante de la UDI que, poco antes transformarse en abanderada de la Alianza, había anunciado su retiro del partido y de la política, precisamente por el escaso apoyo que le brindaba la estructura partidaria. Fue de último momento su nombramiento pero se trata de la figura que, en términos relativos, concitaba más consensos en la centroderecha.
En cuanto al resto de los candidatos a ocupar el Palacio de La Moneda, no parecen tener muchas chances. Entre ellos se encuentra Marco Henriquez Ominami, fundador del Partido Progresista, quien en las presidenciales de 2010 cosechó el 20% de las preferencias. Sin embargo, de ese caudal apenas queda la quinta o cuarta parte.
La candidata oficialista apostará posiblemente a hacer eje en los resultados de la gestión de Piñera –durante cuyo mandato Chile creció guiado por el ímpetu del comercio con Asia y el alza de los precios de los minerales que exporta–, y en el mercado como elemento equilibrador de la contraposición de intereses, y Bachelet intentará convencer al electorado de que la Concertación será capaz de corregir y mejorar la redistribución del ingreso y la desigualdad.
En efecto, si bien Chile creció en los últimos años a buen ritmo, en torno al 6%, no se pudo reducir significativamente el alto nivel de desigualdad entre los sectores sociales. El 10% más rico gana 27 veces más que el decil más pobre, según el informe de la OCDE “Apuestas para el Crecimiento 2013”. Los datos del Banco Mundial dicen que el PBI per cápita supera los 15 mil dólares anuales. Eso supone un ingreso de 5 mil dólares mensuales para una familia de cuatro personas, lo cual contrasta con el promedio de los salarios y con el hecho de que sólo el 0,11% de la población se queda con casi el 30% de los ingresos.
En base al coeficiente Gini (que mide el nivel de desigualdad, siendo 0 el mejor nivel de distribución y 1 el peor), Chile es el país con más alto nivel de desigualdad entre los 34 miembros la OCDE, con un índice de 0,55, según datos de esta organización y relevamientos oficiales como la Encuesta Casen, que se repite cada tres años. Sin embargo, cuando se relaciona este coeficiente con los datos del Servicio de Impuestos Internos, éste asciende a 0,63: el más alto de América latina.
Ante esto, el caballo de batalla del oficialismo, es decir, la ecuación “más trabajo=más igualdad” no responde a la realidad de los hechos. Sin embargo, el problema es cómo corregir estas distorsiones. Bachelet ha anunciado, todavía sin muchos detalles, algunos ejes de su programa: reformar la Constitución para salir del sistema electoral binominal, que ha distorsionado el criterio de representatividad en el Congreso; reformar el sistema tributario, considerado fuertemente regresivo; mejorar el sistema de salud e implementar la gratuidad del sistema educativo. Este último es el mayor reclamo político de la ciudadanía en estos años.
Un acuerdo transversal entre parte del oficialismo y la oposición asegura los votos para modificar el sistema electoral, aunque no será para estas elecciones. En momentos en que las cuentas del Estado empeoran por la baja de los precios internacionales, un eventual gobierno de la Concertación deberá dar muestra de gran creatividad para convencer a los electores de que podrá introducir los cambios que pregona su candidata, cambios en los que están interesados los cuatro millones de jóvenes que, hasta ahora, nunca han votado pese a tener derecho a hacerlo. Hay, entre ellos, una fuerte desconfianza hacia el sector político en general, considerado demasiado tolerante con un modelo económico centrado en la competencia y en la consideración de que el cuerpo social no es sino la sumatoria de intereses individuales.
Seducir al electorado juvenil podría modificar los actuales equilibrios electorales. Pero será una tarea tan difícil como conciliar crecimiento con igualdad.