Una joven argentina comparte lo vivido en los momentos más importantes de la Jornada Mundial de la Juventud en Brasil.
Luego de 56 horas de viaje en colectivo, cuando el lunes 22 de julio a las 6.30 pisamos la terminal de Novo Rio, sentí mucha alegría. ¡Finalmente estábamos ahí! Después del esfuerzo, la cuenta regresiva de los días anteriores, los preparativos y expectativas, llegábamos a Río para encontrarnos con nuestro querido papa Francisco.
Más allá del cansancio, en el aire se respiraba verdadera felicidad. Asistimos a la misa para los jóvenes argentinos en la Catedral de San Sebastián, oficiada por monseñor José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina. Banderas celestes y blancas ondeaban mientras miles de jóvenes cantaban pidiéndole a Dios que los lleve donde los hombres necesiten sus palabras, o recordaban el himno de la primera JMJ: “Un nuevo sol se levanta sobre la nueva civilización que nace hoy”. Fue hermoso ver a tantos chicos y chicas de mi país unidos por una misma motivación: la fe y el encuentro con el Papa.
La alegría fue constante durante toda la semana: los peregrinos llenaron de color y alegría la ciudad brasileña. En los colectivos, las calles, en todo el suelo carioca se veían jóvenes con las mochilas azules, verdes o amarillas de la JMJ, flameando las banderas de sus respectivos países e intercambiando saludos.
Esta JMJ estuvo llena de momentos que me ayudaron a fortalecer la fe y decidirme a llevarla a todos los ámbitos de mi vida, “a ponerme la camiseta” de una vez por todas. Cuando Francisco dijo que no “balconeemos” la fe, que nos metamos de lleno en ella –y, lo más importante, que no la “licuemos” – me conmoví. Me di cuenta de que no es suficiente con ir a misa y rezar, todavía me falta vivir la espiritualidad de esta manera que nos dice Francisco: de un modo “revolucionario”. Me hace falta jugar en el equipo de Jesús de verdad, no sólo de palabra.
De la villa 21 a la favela Varginha
Uno de los momentos más definitivos fue la visita a la favela Varginha, en el norte de Río de Janeiro. Llegué junto a un grupo de chicos de las parroquias porteñas Santa María Madre del Pueblo, de la villa 1-11-14 del Bajo Flores, y de la Virgen de los Milagros de Caacupé, de la villa 21-24 de Barracas. Los chicos de Caacupé me invitaron a acompañarlos ya que viví siete años en “la 21” antes de mudarme a Lomas de Zamora. En la actualidad sigo participando de las actividades de la parroquia de Caacupé; la villa es como mi segundo hogar.
Ese jueves, mientras la mayor parte de los 50 mil argentinos esperaban encontrar un lugar en la Catedral Metropolitana para escuchar las palabras de Francisco, nosotros, acompañados por los curas villeros Juan Isasmendi y Hernán Morelli, llegábamos a Varginha. Pese a la lluvia y el barro, atravesamos las calles de tierra guiados por las imágenes de la Virgen de Luján y Caacupé, y una inmensa bandera celeste y blanca con la inscripción “Papa de los villeros”, en letras negras mayúsculas. La comunidad salió a la calle a recibirnos. Avanzábamos cantando: “¡Y ya lo veo, y ya lo veo, es Francisco, argentino y amigo de los villeros!”, con la bandera en alto y saludando a todos los que se cruzaban.
En el predio donde se organizó el encuentro con representantes de la comunidad local fuimos acogidos con aplausos y alegría. Aunque estuviéramos tan lejos, nos sentíamos como dentro de la villa 21-24. Ver a los nenes en remera y pantalones cortos y a toda la comunidad esperando al Papa, sin importarles el frío, fue muy emotivo. Todos cantaban y bailaban: me hizo acordar a cómo se festeja el 8 de diciembre, Día de la Inmaculada Concepción, en Barracas. Una señora nos contó que esperaban recibir muchos peregrinos y acogerlos en sus hogares, pero nadie había ido… Por eso, estaban muy contentos de recibirnos, aunque fuéramos pocos.
Cuando Francisco llegó, alentó a los vecinos de la favela diciendo: “No se sientan solos. Dios está con ustedes, la Iglesia está con ustedes y el Papa está con ustedes”. Luego, le hablo directo a los jóvenes: “Nunca se desanimen”. Fue tan claro y se mostró tan cercano que, por un momento, olvidé que estaba en Río y que se trataba del Papa: sentí que estaba en la parroquia de Caacupé, en una misa del 8 de diciembre, y que era el padre Jorge diciendo su tradicional homilía.
En la hora de la despedida, los jóvenes salieron corriendo tras Francisco, saltando charcos para intentar saludarlo, al menos, desde lejos. Cuando el Papa abandonó la favela, todavía se respiraba alegría y, sobre todo, paz. La comunidad estaba muy contenta. Tenían una certeza que los hacía felices: no estaban solos.
Otro momento inolvidable fue la Vigilia del sábado: éramos millones de jóvenes adorando al Santísimo, en silencio… Y, cuando Francisco nos habló en castellano, lloré de emoción: supo llegar directamente a nuestros corazones.
Asistir a una JMJ es una experiencia única, muy difícil de explicar con palabras, que marca a cada uno, de formas diferentes, para toda la vida.
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Join discussionClara, juvenil y emotiva,interpelante nota.