San Francisco, obra de de Zurbarán

San Francisco, obra de de Zurbarán

Al elogiar la fe que profesamos, la encíclica Lumen fidei explica por qué, por venir de Dios, ilumina toda la existencia y transforma y mejora la calidad de la vida humana.

Quisiera proponer como criterio hermenéutico de la Carta Encíclica Lumen Fidei ese acontecimiento decisivo en la vida de la Iglesia contemporánea que fue la renuncia de Benedicto XVI. Él, que es el autor de la mayor parte, de la cual “ya había completado prácticamente una primera redacción” (nº 7), renunció al gobierno de la Iglesia porque, según expresó, ya no tenía “fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”, para llevar adelante el programa de renovación que necesitaba la institución eclesial. El Papa vio las luces y las sombras del camino por dónde se debía avanzar, pero vio también que ya no le era posible “gobernar la barca de Pedro”, y entonces, renunciando, colaboró con el Espíritu para que éste suscitara un nuevo obispo de Roma. Ese fue Francisco, que recogiendo su herencia y la del Concilio Vaticano II, va concretando, con esperanzada audacia, principalmente a través de gestos muy significativos, esa purificación y esa novedad que parece necesitar hoy la Iglesia, y, a través de ella, el mundo contemporáneo. A esos gestos proféticos, que continúan el de Benedicto XVI, debemos agregar un escrito importante: esta encíclica sobre la fe, que puede ser leída, a la luz de la renuncia de ese Papa, como un texto que dice su mensaje abriéndose más allá de sí mismo, que invita a continuar creativamente el dinamismo de sus “impulsos”, dejándonos conducir, lúcida y humildemente, hacia donde ellos nos encaminan.

La encíclica está estructurada en cuatro capítulos, además de una introducción. Mirando el texto más allá de lo explícito, podemos percibir que cada capítulo gira en torno a una temática fundamental: Dios, Hombre, Iglesia, Ciudad. Estos grandes temas, vinculados entre sí y con la fe, son presentados en la encíclica a la manera de una catequesis, una hermosa catequesis que se dirige a los miembros de la Iglesia con la intención de ayudarnos a redescubrir la belleza de la fe que profesamos, la riqueza e intensidad de su luz. Aquí está tal vez el encanto mayor de Lumen fidei y, a la vez, su aparente ingenuidad. Podría pensarse que, por el hecho de dirigirse a creyentes, la encíclica no busca abordar las difíciles cuestiones que plantea la dimensión “incrédula” del mundo actual, comenzando por la de Dios mismo; siguiendo por la de la relación entre el saber científico-técnico y la posible pérdida de la humanidad del hombre, o también la de una autocrítica de la institución eclesial, tanto ad intra como ad extra, en su vínculo, a lo largo de la historia, con la ciudad terrena. Pero la encíclica “renuncia” a abordar esas cuestiones, que ciertamente no desconoce. Su interés no está allí, sino en realizar un elogio de la fe, mostrando de manera serena y amigable cómo su luz, por venir de Dios, ilumina toda la existencia con sus oscuridades, incluida la muerte; cómo transforma y mejora la calidad de la vida humana, al darle el fundamento de un Amor absoluto y verdadero, ayudando al desarrollo de todas sus dimensiones relacionales, tanto personales –el “yo” que se ensancha y dilata– como comunitarias –el “nosotros” que vive la Iglesia–, dimensiones que consolidan el bien común propio de la sociedad civil. Este elogio es realista, no olvida decir que “la luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas”. Pero agrega que su luz “basta para caminar” en la noche (nº 57).

Sin embargo, el mundo actual no está ausente de Lumen fidei. La encíclica se refiere varias veces a él (nº 2, 3, 17, 25, 27, 34, 47, 51, 54), y si bien lo hace con tonos más bien negativos, nunca es condenatoria. Ahora bien, a partir de estos pasajes, el lector podría preguntase acerca de la posible aunque difícil vinculación entre lo que lee y el mundo moderno alejado de la fe, o también, en el otro extremo, la relación entre lo que lee y los fundamentalismos. Puede hacerse preguntas: ¿cómo acercar el tesoro que describe la encíclica a ese mundo que aparentemente está lejos de la fe? E inversamente: ¿cómo entran los “gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias”, propias del mundo contemporáneo, en la experiencia y la reflexión cristianas acerca de la fe? Ese diálogo con el mundo es una de las dimensiones esenciales de la nueva evangelización. Pensemos en el “Atrio de los gentiles”, creado por Benedicto XVI. Es aquí donde, a mi juicio, y siguiendo la propuesta hermenéutica antes formulada, Lumen fidei “renuncia” a darnos una respuesta acabada, pero nos pone en camino hacia ella, a través de impulsos que se esconden en cada uno de sus capítulos. Y el impulso principal es el de la misma fe, cuya luz nos lleva a creer en la presencia secreta de una aspiración profunda en el corazón de cada ser humano; corazón que, muchas veces sin saberlo, anhela, desea, busca esa luz. La encíclica habla de esa búsqueda ardiente evocando a los Magos, a Abraham, y también al hombre de hoy (nº 35).

Por eso, para concluir, me pregunto si Lumen fidei, con el estilo cordial que anima su presentación de la fe, no estaría señalando la conveniencia de plantear de un modo nuevo el encuentro entre la fe y ese secreto anhelo que habita el corazón del hombre, renunciando a las ya viejas y estériles disputas modernas entre la fe y la razón (si bien algún eco queda aún en su texto). En su sabia sencillez, la encíclica parece decir que hoy se necesita otra cosa: vivir y transmitir la fe en su dimensión más propiamente bíblica, la del corazón, la del amor que se abre en ella a una racionalidad “otra”, la de una afectividad lúcida, inteligente y más humana, capaz de vincularse más plenamente con la verdad. Porque, como recuerda esta encíclica, verdad y amor, visión y escucha, conocimiento-con-otros, son cuestiones que, desde la fe, apuntan también a un posible secreto anhelo del hombre actual, alienado por la absolutización de la verdad tecnológica-objetivante que, a pesar de presentarse como verdad de todos, acentúa el individualismo; y la verdad subjetiva-autenticidad, que conduce al relativismo. La fe, por el contrario, al conectar la verdad con el amor, al plantear un conocimiento compartido, permite que la razón respire porque ensancha y dilata el horizonte y el tiempo, abriendo a la verdad grande y común, en la que la vida encuentra sentido y sustancia. Si esto es así, la propuesta de Lumen fidei acerca de la fe estaría entonces en profunda sintonía con el nuevo paradigma que señalan pensadores del mundo contemporáneo: el de la palabra-relación-símbolo-afectividad, y no ya el de la palabra-concepto-saber-poder, que dominó durante siglos la cultura occidental. En este sentido, vale la pena recordar lo que Francisco dijo a los jóvenes en Río: “La fe realiza en nuestras vidas una revolución que podríamos llamar copernicana, porque nos quita del centro y se lo devuelve a Dios. La fe nos sumerge en su amor, que nos da seguridad, fuerza, esperanza. En apariencia nada cambia, pero en lo profundo de nosotros cambia todo”.

El autor es decano de la Facultad de Teología de la UCA y autor de varios libros sobre Mozart.

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