Si bien las recientes protestas en Lima tuvieron repercusión internacional, los reclamos sociales más serios en Perú siguen ligados a la minería y los hidrocarburos en territorios donde sus pobladores no pueden disfrutar de la riqueza que en ellos se generan.

Los días 17, 22 y 27 de julio fueron convocadas una serie de manifestaciones en Lima, en rechazo al acuerdo adoptado por los partidos políticos mayoritarios en el Congreso para la designación del Defensor del Pueblo, seis vocales del Tribunal Constitucional y tres directores del Banco Central. Cuatro de los vocales del alto tribunal y la Defensora del Pueblo fueron elegidos por su incondicionalidad a los partidos que los propusieron más que por su idoneidad profesional y su solvencia moral, lo cual derivó en las protestas.

Las consecuencias inmediatas de esta “repartija” –alusión despectiva utilizada en los medios y las redes sociales para referirse al pacto alcanzado entre las fuerzas parlamentarias– fueron que la mayoría de vocales en el alto tribunal respondieran al partido del Presidente, a cambio de aceptar en dicho órgano la inclusión de abogados cercanos a Fujimori (entre ellos, al socio de su abogado defensor), y adjudicando la Defensoría del Pueblo a una incondicional del ex presidente Alejandro Toledo. Sin embargo, en honor a la verdad, se debe reconocer que algunos de los candidatos del Tribunal Constitucional y la totalidad de directores propuestos al Banco Central cuentan con amplio reconocimiento por sus trayectorias profesionales y personales.

Las protestas tuvieron cierta repercusión en la prensa internacional, probablemente porque las corresponsalías acreditadas en Lima quisieron ver aquí réplicas de las protestas sociales en Brasil, la Argentina y quién sabe si más allá de nuestro continente. Sin embargo, una revisión más estricta de la realidad peruana nos lleva a dudar de tales conexiones. Las movilizaciones de julio no fueron representativas de un cambio de tendencia en la realidad social peruana, sino acciones públicas importantes para detener la designación de algunas personas con manifiesta falta de neutralidad, poca calidad técnica o conflicto de intereses.

Es de agradecer que la conjunción de fuerzas de los medios de comunicación, la izquierda –ausente en el Congreso– y grupos de jóvenes limeños indignados haya impedido que unos impresentables juren cargos en altas instituciones del país, pero no más que eso. Una vez que el Congreso dio marcha atrás y revirtió el acuerdo, la supuesta movilización social se desvaneció. Ahí quedará todo, al menos de momento.

Es cierto que pueden identificarse algunos paralelismos con las movilizaciones en Brasil y la Argentina: sus promotores fueron jóvenes, estudiantes y profesionales liberales, organizados a través de las redes sociales. El problema es que sólo hablamos de tres manifestaciones en Lima que han convocado a unos poco miles de personas. Es destacable el impacto en las redes sociales que hizo de la iniciativa una noticia dentro y fuera del Perú. Pero también es importante mencionar que hubo periodistas de reconocido prestigio que fueron promotores de dicho movimiento.

Los conflictos sociales en Perú siguen ligados, fundamentalmente, a lo productivo (minería e hidrocarburos) y la gran mayoría se concentra en la sierra y la Amazonía; no en la capital. Si bien hay un trasfondo político en todos ellos, cuando se leen los reportes mensuales de la Defensoría del Pueblo sobre conflictos, se advierte que se trata de problemas entre comunidades y empresas, probablemente auspiciados por líderes locales y regionales que ven allí una oportunidad para tener cobertura en la televisión nacional. No ayuda tampoco la incapacidad, desidia a veces, de un Estado que no cumple con su rol de mediador y garante de la ley mientras concesiona amplios territorios del país buscando un crecimiento económico a veces un tanto desordenado. El segundo tipo de conflictos, a distancia de los primeros, está relacionado con procesos de revocatorias de cargos electivos en pequeñas localidades.

Las recientes protestas más graves fueron dos grandes conflictos que marcaron los gobiernos de Alejandro Toledo y de Alan García: el “Arequipazo” de 2002 (por el intento de privatización de una empresa pública eléctrica) y el “Baguazo” de 2009 (por la aprobación de una ley que permitía la privatización de zonas de selva superpuestas a territorios indígenas). Ambas fuera de Lima. No ha habido una situación igual en lo que lleva de presidente Ollanta Humala. Su mayor reto social y económico fue Conga, un conflicto minero, nuevamente, en la sierra Norte (Cajamarca), que sirvió para que el Presidente optara por la economía de mercado y los empresarios, confirmando su ruptura con la izquierda.

Hace unos meses escuchaba decir a un ex ministro de Economía del gobierno de Alejandro Toledo que los indicadores macroeconómicos de la última década eran excelentes, pero que la brecha entre ricos y pobres había aumentado desde que recuperamos la democracia. Esta situación seguirá generando conflictos y protestas, pero en las zonas donde se encuentra las fuentes principales de riquezas y cuyos pobladores viven al margen de los beneficios que ésta genera.

El autor es asesor y consultor en temas de Responsabilidad Social.

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