foto-para-reemplazar-pag-9La ciudad de Buenos Aires dispone del mismo sistema de transporte de hace un siglo debido a la falta de inversiones importantes en infraestructura y en equipamiento.

Las ciudades nacen y se desarrollan alrededor de su infraestructura de transporte. Calles y avenidas configuran el espacio público en torno al cual se estructuran los grandes espacios urbanos, las construcciones y los edificios. Calles y avenidas son mucho más que infraestructura de transporte. Con la evolución urbana, tranvías, ferrocarriles, metros y autopistas aparecen como soluciones industriales a la movilidad de las personas y los bienes.

El Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) no es la excepción. Estructurada en torno al damero colonial del centro fundacional de la Ciudad de Buenos Aires, desde fines del siglo XVII se constituyó como centro político y puerta de ingreso de un vasto espacio geográfico con el que siempre mantuvo una relación de luces y sombras, amores y odios, encuentros y desencuentros. A partir de la federalización de la ciudad, en 1880, Buenos Aires experimentó un explosivo crecimiento, y su sistema de transporte se modernizó y equipó, acompañando y permitiendo el desarrollo de su proceso de conurbación.

El inventario de las inversiones en infraestructura de transporte efectuadas en el AMBA, incluyendo tranvías, ferrocarriles, subterráneos, autopistas y grandes avenidas, puentes y pasos a desnivel, es significativo como indicador del deterioro sufrido entre la infraestructura y el crecimiento urbano. En el caso de los ferrocarriles, sólo después de 1900 se transforma la red de acceso de los servicios interurbanos (vías únicas y estaciones pequeñas) en una red de alta capacidad, posteriormente electrificada en algunos corredores, responsable de la configuración del territorio de buena parte del conurbano. La red de subtes, de cuya primera línea celebraremos en poco tiempo más el centenario, se desarrolló con fuerza antes de 1940 para retomar esa senda sólo después de 1980 y con más intensidad en la última década. Los caminos metropolitanos, trazados a partir de caminos vecinales y coloniales que inicialmente surcaron campo abierto o chacras, luego funcionaron como la columna vertebral del crecimiento urbano. Obras como la Avenida de Mayo, las diagonales y los ensanches se implementaron durante la primera mitad del siglo pasado como medidas de diseño urbano, y si la circulación fue también su objetivo, el principal fue sin duda crear espacios monumentales, modernos y atractivos. La muestra “Buenos Aires en construcción” de la obra del extraordinario Pio Collivadino, que se presenta en el MNBA, da cuenta de este proceso visto por un contemporáneo. Las autopistas de acceso aparecieron a finales de la década de 1940 para facilitar la conexión de un área metropolitana en expansión frente a la tecnología del automotor en explosivo crecimiento y difusión.

Analizando la inversión en infraestructura de transporte en al Area Metropolitana de Buenos Aires durante el siglo XX, se observa que en el período 1890-1920, que coincide con la primera fase de crecimiento acelerado debido a la inmigración europea, el ritmo de inversión es casi el mismo que a fines del siglo, a pesar de que entonces Buenos Aires tenía menos de tres millones de habitantes, la cuarta parte que 80 años más tarde.

El ritmo de inversión se reduce drásticamente después de 1920, y sólo se recupera en las últimas tres décadas pero con una composición totalmente diferente, ya que los recursos destinados a infraestructura para el tránsito de automóviles crecen permanentemente hasta superar el monto destinado al transporte público. En efecto, éste sufre una caída después de la primera guerra mundial y luego una drástica reducción entre 1950 y 1980.

Entre 1980 y 2010 el nivel de inversión en transporte público es apenas superior al 50 por ciento de lo invertido entre 1920 y 1950, y no llega al 40 por ciento de lo invertido entre 1890 y 1920.

El análisis de la inversión per cápita pone en contexto estas cifras. En efecto, en una ciudad que pasó de un millón a trece millones de habitantes entre 1890 y 2010, el desaceleramiento del ritmo de inversión ha sido drástico, particularmente en lo que se refiere a los sistemas de transporte público, únicos capaces de garantizar la movilidad masiva de la población de una metrópolis como Buenos Aires.

Los habitantes de Buenos Aires padecemos el caos de viajar todos los días en nuestra ciudad. En auto, colectivo, subte, tren o incluso en taxi, el traslado cotidiano es una tortura cada vez más penosa e irritante, en la cual todos perdemos largas horas en embotellamientos de tránsito que ya no respetan horarios, en interminables viajes en colectivo que requieren esperas, colas y transbordos en lugares mal diseñados e inseguros, o apiñados en trenes y subtes que ahora hasta tenemos la sensación que implican un riesgo para nuestra integridad.

El patrimonio de infraestructura de transporte del que dispone hoy un habitante del Área Metropolitana es la mitad del que disponían sus abuelos hace cien años atrás. El aumento de la población, la mayor cantidad de viajes y de automóviles y la falta de inversiones hacen que, fatalmente, el deterioro de nuestra calidad de vida se profundice cada año. Los esfuerzos que se están haciendo para incorporar material rodante, para desarrollar un sistema de ómnibus en carriles exclusivos, las extensiones de las líneas de subte en curso y la promoción del uso de la bicicleta, aunque resultan en general encomiables, no son suficientes para resolver el problema.

Viajamos cada vez peor porque no hemos destinado recursos a mejorar el sistema de transporte. Mientras que otras metrópolis rediseñaron sus redes ferroviarias suburbanas para que la gente pudiera viajar con mayor rapidez, seguridad y confort, nosotros tenemos un ferrocarril mucho peor que el de hace cincuenta años. La ciudad creció y ni el ferrocarril ni el subte acompañaron ese crecimiento. Incluso nada hacemos para que se preserve la infraestructura heredada de las usurpaciones o para que tierras urbanas de localización logísticamente irreemplazable se asignen generosamente a otras finalidades sociales en principio encomiables o peor aún, meramente inmobiliarias.

Decimos preocuparnos por el medio ambiente, pero el uso del automóvil sigue ganando terreno, y en la práctica confiamos el grueso de la movilidad urbana pública al sistema de colectivos porque no proyectamos sistemas de subte que puedan reemplazarlo en las áreas más congestionadas, ni potenciamos el sistema de subte existente, ni desarrollamos sistemas de túneles pasantes ferroviarios que eviten transbordos y que hagan más rápido y conveniente el viaje, tal como lo han hecho las principales ciudades del mundo.

Se podrá argumentar que la misma falta de inversiones ha padecido la educación, la salud o (tal vez en menor medida) la energía. Es probable, pero ello no hace sino contribuir a explicar porqué el PBI per cápita de la Argentina en 1950 era 2,5 veces más alto que el promedio mundial y hoy no alcanza a ser una vez y media mayor.

El Área Metropolitana de Buenos Aires tiene un retraso de por lo menos 60 años en su infraestructura de transporte público, a pesar de lo cual pagamos uno de los boletos más baratos del mundo. Esto, que parece una paradoja, no lo es: en la próxima década, deberíamos invertir por lo menos 2.000 millones de dólares al año en infraestructura de transporte para recuperar en parte el tiempo perdido y viajar mejor. Buena parte de los recursos que podríamos emplear para estas inversiones existen, pero se asignan incorrectamente: o bien los destinamos a subsidiar el consumo de otros bienes a través del subsidio al boleto, que favorece tanto a los pobres como a los ricos, o bien destinamos mayoritariamente los fondos que se recaudan de los peajes de las autopistas urbanas a construir nuevas obras viales en lugar de emplearlos en el mejoramiento (y no solamente en la extensión) del sistema de subterráneos. Por otra parte, es necesario que el Estado, los empleados y los empleadores tomen conciencia de la necesidad de garantizar la eficiencia en la prestación de los servicios, evitando el sideral crecimiento de los subsidios y la dilapidación de los recursos públicos.

Por supuesto que además existen otros factores que explican esta situación: instituciones  raquíticas y desprofesionalizadas (ni siquiera hemos podido concretar un ente de coordinación y planificación del transporte, propuesto hace 40 años) y falta de actuación sobre la estructura urbana de la ciudad, fortaleciendo y revitalizando el área central, controlando la proliferación de usos del suelo totalmente dependientes del automóvil (como cierto tipo de centros comerciales y de barrios privados) y potenciando áreas de usos mixtos en torno a las centralidades barriales y a las estaciones del ferrocarril, que favorezcan la reducción de la necesidad de viajar e induzcan al uso del transporte público.

Si no encaramos las reformas estructurales que otras metrópolis latinoamericanas encararon; si no generamos inteligentes sistemas de financiamiento que protejan a los menos favorecidos pero direccionen el grueso de los recursos a la inversión y generen nuevas fuentes de ingresos genuinos que graven el uso del automóvil, a través, por ejemplo, de un impuesto específico al combustible que se expende en el área metropolitana; si no gestionamos con eficiencia nuestros sistemas de transporte y si no concertamos entre el Gobierno de la Ciudad, el provincial y el Gobierno nacional planes de inversión y de financiamiento inteligentes, la situación de Buenos Aires seguirá  agravándose irremediablemente.

El autor es Decano de la Facultad de Ciencias Fisicomatemáticas e Ingeniería de la UCA y Director de AC&A SA Ingenieros – Economistas – Planificadores

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