Reflexiones en torno al discurso del papa Francisco a los obispos del Comité de Coordinación del CELAM en el marco de su reciente visita al continente americano.

caamanoEstamos acostumbrados a pensar los marcos de las doctrinas en coordenadas predominantemente metafísicas. De hecho, quienes tenemos más de cuarenta años hemos sido formados en una tradición en la que la verdad debe ser enunciada de modo claro y distinto. Que algo sea verdadero es casi sinónimo de que pueda ser enunciado de modo preciso e inconfuso. No cabe, dentro de este esquema, la posibilidad de que la verdad concreta, con la trayectoria de la vida concreta, y los consiguientes accidentes de la vida concreta, siendo verdadera, desborde a su vez la enunciación lógica. En esta forma de abordar las cosas, el contenido importaba mucho más que las formas en que se lo comunicaba. Pensamos muchas veces que la verdad, abstracta, separada, incontaminada, posee una eficacia casi mágica simplemente por ser “cierta”. Y que quien la escucha, se vuelve réprobo por el sólo hecho de no aceptarla. No aceptación que muchas veces es hija de la indiferencia que provoca algo que pueda experimentarse distante, sin implicación con la propia vida, o más en general, imposible de ser abordado. Aquella forma de comprender, más que brotar de las exigencias evangélicas, era hija del enciclopedismo iluminado, en el cual la verdad era algo que podía ser reducido a la estrechez del mundo de la racionalidad. Cómo no citar a Romano Guardini, quien insistía en la dificultad de hablar sobre la verdad, no en abstracto, sino del “concreto viviente”. Ahí estaba el desafío para el gran teólogo alemán: hablar de la vida concreta y sus contrastes. O recordar a Gabriel Marcel y sus reflexiones acerca de la verdad, también de la verdad de este mundo, como misterio.

La Iglesia es custodia de una verdad que salva, y la pasión por proclamar esta verdad permaneció con frecuencia en el ámbito del cuidado por la formulación doctrinal, sin prestar tanta atención a la forma en la que los gestos debían proclamar la salvación. Toda verdad tiene un componente bello, que hace alusión a la posibilidad de ser mirada, tocada, vivida y hasta experimentada. La belleza es también “esplendor de la forma” y aquello que “visto agrada”. Esto significa que entre la verdad y su manifestación hay una vinculación trascendental, interior, muy profunda. Algo verdadero, es más verdadero aún cuando logra ser comprendido y dar sentido. Esto no es lo mismo que conformar a los demás con un argumento tranquilizante, sino iluminar, esclarecer e integrar. Santo Tomás, en el prólogo de su Compendio de Teología, decía que es propio del sabio ordenar. Esto significa, articular, mostrar las relaciones, establecer conexiones, manifestar lo bello de la verdad en tanto realidad portadora de sentido.

Las formas en que se expresan las cosas pueden ser frías y calculadoras, o bellas y elocuentes; y esto significa que se vuelven más buenas, pues se tornan más deseables, más queribles, más atractivas a las búsquedas de sentido y plenitud que se inscribe en todo ser humano. Y la razón fundamental del bien es ser apetecible. Las estrategias propagandísticas han sabido explotar muy bien este profundo principio, hasta reducirlo a un mero uso comercial.

Hemos creído muchas veces que una verdad era más verdadera por estar más despojada de toda atracción y deseo. ¡Somos hijos de Descartes! Y pusimos la cabeza por un lado y el corazón por otro. Guardini, sintetizando todas las tradiciones anteriores sobre la cuestión, afirmó que la belleza es la verdad que se vuelve elocuente al corazón. Esta verdad puede ser dura, oscura, exigente, y a la vez plenificadora, y capaz de provocar una adhesión muy íntima.

Francisco, en Brasil, ha consagrado un nuevo estilo, ha manifestado en sus gestos que el contenido de la fe es don y vida entregada antes que doctrina. Y en este sentido, la forma en que se expresa la verdad es decisiva, pues hace alusión a los modos de hacer visible ante el mundo una verdad que no es deducible, ni evaluable experimentalmente, sino que es el Dios vivo y su proyecto para la historia. Si hay enunciados, estos deben ser medio, como recordaba Santo Tomás: “el acto creyente no termina en el enunciado sino en la cosa enunciada”. Es la adhesión al Dios vivo y la búsqueda sincera de él, en el fondo, lo que juega.

Algunas críticas al estilo de Francisco estriban sus argumentos en el hecho de que multiplica gestos y no pasa a la sustancia de las cosas. Esta afirmación corre el riesgo de pensar el cristianismo sólo como un compendio de verdades para ser pensadas, despojándolo de su carácter salvífico y, por tanto, de que el centro de la vida del creyente es una relación personal, un vínculo, una entrega. ¡Y esto debe ser pensado! En realidad, en Francisco hay sustancia con un tono y forma nueva, donde el gesto es el lugar en el que compromete de modo más relevante el anuncio. Esto me parece decisivo, y provocó en Brasil el entusiasmo multitudinario.

El tono y el estilo, la forma plástica en que se articula un mensaje, debe tomar cuenta de la condición histórica de la verdad y situar lo que creemos en diálogo con la condición concreta de las personas y de las comunidades humanas. Cuando la verdad adopta este tono, entonces adquiere proporción profética y se vuelve interpelante; llama la atención, provoca y convoca. Éste es, a mi criterio, un aspecto particularmente impactante del ministerio de Francisco: la verdad es puesta en acción. Por eso, puede hablar a una multitud interpelando de modo personal. Que la verdad sea puesta en acción significa que es dicha como una buena noticia, como un anuncio de plenitud, más allá de sus obvias exigencias, que no pueden ser ocultadas.

Este tipo de actitud en el anuncio, cuando no se sustenta en una teología profunda de la historia, puede tornarse en exhibicionismo o autoglorificación y ser confundida con una versión del cristianismo que se conforma con las migajas que le deja una realidad que va por otro lado y en la que ya no tiene el monopolio. Pero, si se construye sobre una sólida teología de la historia, entonces permite suscitar la atención de aquellos que están buscando peregrinar por la vida con un sentido que les permita salir de la soledad de una existencia cerrada sobre sí. Francisco es hijo de una tradición teológica donde la fe mueve a un compromiso histórico, pues ella es la invitación a vivir un misterio que consiste en el proyecto que Dios ha revelado para los hombres. La historia es el lugar de la fe. Por eso, el testimonio es el lenguaje principal de la fe. De allí que un gesto de Francisco no sea un simple instrumento comunicacional sino un hecho en sí mismo. Un gesto histórico es la fe plásticamente pronunciada. Tampoco podemos pensar sus gestos como si quisiera dar una imagen más descontracturada de la Iglesia; sería un uso demagógico. Lo que parece verificarse en él, y que ha provocado impacto en la multitud de Brasil, es que los gestos son “acontecimiento”: se presentan como un lugar de encuentro con la verdad. Cuando una verdad pasa de ser doctrina a estilo, gesto, acontecimiento, entonces cambia la vida y transforma a las personas.

Estos aspectos adquieren particular relevancia en uno de los discursos que pronunció en Brasil: “no es lo mismo conducir que ser mandón”, dijo a los obispos del Comité de Coordinación del CELAM. Esta frase quiere poner la mirada en el desafío por conducir evangélicamente; no niega de ningún modo la condición jerárquica del episcopado, pero invita a otro estilo que está bastante bien condensado, también al final de ese discurso, con la expresión, referida a los obispos: “hombres que no tengan psicología de príncipes”. Una jerarquía que es, como ha dicho en reiteradas ocasiones, para el servicio, no puede desarrollarse en una lógica del poder mundanizada. Esta última palabra forma parte del lenguaje habitual del Papa: lo mundano. ¿Qué es lo mundano? Es la historia sin profundidad. En el fondo, para seguir su lógica, es “acomodarse”, “instalarse”, “escalar”, olvidarse de que hay que “salir a la calle”. Por eso, el antídoto para lo mundano es la conversión pastoral. Y aquí, me parece, está uno de los centros del mensaje que dirigió a los obispos del CELAM. El Documento de Aparecida había invitado a un cambio de estructuras, imprescindible para el nuevo momento de la misión en América latina. Pero Francisco les recuerda a los obispos, que ese cambio de estructuras no es fruto de un estudio de organización. El cambio de estructuras proviene de la “misionariedad”. Este neologismo está queriendo señalar la actitud interior que nos lleva a conformar la organización de acuerdo a las exigencias del anuncio. Por tanto, antes del cambio de estructuras debe estar la conversión pastoral. Esto significa el cambio hacia la forma del pastoreo, del anuncio como cuidado, cercanía, compañía y servicio. Francisco sabe que la conversión no consiste en algo instantáneo y muchas veces lleva toda la vida; por eso advierte que ese cambio de actitudes es dinámico, debe ser cuidado y acompañado. Un cambio de estructuras no conduce a una Iglesia más eficiente sino más evangélica. O si se quiere, a una eficiencia que no es de carácter empresarial –eficiencia que es necesaria para otros ámbitos de la existencia– sino a la eficiencia de la prudencia que va discerniendo los medios adecuados para alcanzar los fines propuestos. La prudencia es siempre eficiente, pero los fines del acto prudente son distintos según la naturaleza del acto que se realiza. No es lo mismo la eficacia que se exige a una empresa, la eficacia en la educación y la eficacia de un sacramento. Pero las tres cosas poseen, o están llamadas a poseer, eficacia. Forma parte de la prudencia saber discernir los medios que permiten que un acto, según su naturaleza propia, sea eficaz. Francisco insiste, en ese discurso a los obispos, acerca de este tipo de ideas que hacen que la Iglesia deba pensarse en clave de eficacia evangélica. Por eso, quizá el momento más intenso de este discurso esté en su cuarta parte, cuando –evitando tener una mirada ingenua de la Iglesia– toma cuenta de una compleja situación a la que llama la “Iglesia tentada”. La “Iglesia tentada” es una expresión que parece visibilizar los atajos que muchas veces tomamos para evitar arraigar la misión en su naturaleza más profunda, sacándole su natural elemento de tensión y cruz y reduciéndola a un hecho puramente mundano y exterior, o desencarnado y sin impacto histórico.

La ideologización, el funcionalismo y el clericalismo son, para Francisco, las tres actitudes fundamentales que configuran una Iglesia tentada. Los antídotos son: vivir la vida cristiana como discipulado, para salir de una comprensión estática; poner el centro en Jesucristo y desde él salir a las periferias; pasar de una Iglesia controladora a una Iglesia servidora.

En el fondo, Francisco está recordando el doble arraigo de la Iglesia: dentro de las ideologizaciones ha observado aquellas que olvidan el arraigo trascendente de la Iglesia, como el reduccionismo sociologizante o la ideologización psicologista. El funcionalismo debe ser pensado dentro de esa problemática, que no tolera el misterio y que “más que la ruta, le entusiasma la hoja de ruta”. Pero también advierte sobre aquellas que olvidan su arraigo histórico, como las espiritualidades ilustradas y desencarnadas. Por otro lado insiste en el arraigo popular de la misión, poniendo la mirada en la prioridad comunitaria del cristianismo, que tiene su fundamento en la vocación bautismal, que nos hace a todos iguales en dignidad; distintos sólo por la misión a la que hemos sido convocados. Este arraigo popular tiene la misión de testimoniar en la historia la vocación trascendente de la vida humana. Por eso, la firmeza con la que advierte sobre la tercera tentación: el clericalismo. Él es el responsable en gran medida, para Francisco, de la falta de madurez de gran parte del laicado latinoamericano. De allí que destaque la piedad popular como un lugar muy especial de vivencia de la fe, por su profunda libertad frente a la comprensión clericalista de pertenencia eclesial.

Los gestos de Francisco no provienen de alguien ingenuo, que de un modo meramente reactivo al desinterés que el mundo tiene por la Iglesia quiere, simplemente, provocar entusiasmo y llamar la atención. Entiendo que lo que ha comenzado es algo de más largo aliento, que va a exigir repasar nuestros lenguajes, pensar de nuevo, revisar nuestros tonos y nuestras actitudes. En este sentido, creo que uno de los rasgos de lo que llaman “la humildad de Francisco” no consiste en que use zapatos negros, sino en que entienda que la Iglesia sólo puede ser maestra si se vuelve aprendiz. Sólo así ella se mostrará como maestra de la verdad y como experta en la escucha.

El autor es Doctor en Teología y profesor en la Facultad de Teología de la UCA.

1 Readers Commented

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  1. Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez on 29 septiembre, 2013

    Lo que más me impactó fue el que papa hiciera alusión a las palabras del apóstol Pedro (Hechos 3:6), ya que con ello puso a la persona de Cristo por encima de todo el poder material que pueda tener la Iglesia. Creo que si dicha declaración no causó más impacto fue por la inmensa ignorancia de la Palabra de Dios que existe en nuestras sociedades.
    Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez
    Doctor en Teología (SITB).
    Doctor en Ciencias Sociales (UBA).
    Licenciado y Profesor en Letras (UBA).

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