Cada Papa marca un estilo y delinea una eclesiología no indiferente a la teología. ¿Qué anuncian los gestos y las actitudes de Francisco? La versión completa del artículo fue publicada en la revista Etudes en la edición de junio de este año.

La renuncia de Benedicto XVI y la elección de Francisco han sorprendido por su repercusión mediática. ¿Se debe al interés que suscita la que Arnold Toynbee llamaba “la institución más antigua de Occidente”? O, más aún, por la fascinación que despierta el cambio? Surgen otros interrogantes: ¿evolucionará la Iglesia?, ¿estará más acorde con la modernidad? En todo caso, lo que está en cuestión es el “corazón romano” de la Iglesia católica.

Según sondeos de opinión entre los franceses, las expectativas se refieren a dos órdenes. Por una parte, las relativas a la sociedad, como el aborto, la eutanasia o la homosexualidad. Un cierto número de católicos participa en alguna medida de esas expectativas, y habría que agregar la situación de los divorciados vueltos a casar y las cuestiones de moral sexual. Del mismo modo, también tienen expectativas sobre un cambio en el funcionamiento de la institución tanto vertical (entre la jerarquía y el resto del pueblo de Dios) como horizontal (entre el Papa, la curia y los obispos).

Ser y razón de ser de la Iglesia

Desde siempre Roma ha estado convencida de que la Iglesia no debía conformarse al mundo presente, particularmente a la civilización moderna y a la primacía que le otorga al individuo. La modernidad es acusada de poner en peligro el mensaje eclesial; a los ojos de los papas, la tradición misma de la Iglesia está amenazada por las opciones religiosas individuales, de las que los fieles no están exentos.

La razón de ser de la Iglesia dos veces milenaria, y de la Iglesia de Roma en particular, es defender una tradición, el “depósito de la fe”. El mantenimiento de esta autenticidad supone, según el punto de vista más tradicional, también el de la estructura de la Iglesia: el fin, intangible, necesita y justifica un medio inmutable.

La obsesión romana ha sido siempre la fragmentación, la desintegración de la Iglesia, pero más que de su fe, la división en grupos sociales (nacionales, étnicos) deviniendo en una desintegración de la fe católica, reducida a la subjetividad de fracciones y opciones. Para oponerse a ello la Iglesia debe seguir siendo una en su ser, porque ella es y para que ella sea una en su fe, aun a riesgo de la uniformidad y al precio de la centralización.

Según la concepción generalizada, el ministerio pastoral del Papa tiene como razón de ser su magisterio doctrinal, que constituye el ministerio por excelencia del obispo de Roma, el servicio que brinda a la Iglesia y al mundo. Juan Pablo II y Benedicto XVI, cada uno según su propio carisma, encarnaron esta convicción.

Si la Iglesia –romana y católica– nace de la adhesión a esta tradición, es ella quien, según la autoridad de sus obispos, con y bajo el obispo de Roma, conserva su custodia y recibe su figura, su unidad. La unidad de la Iglesia nace de su tradición única. De esta manera se explica el prolongado movimiento de centralización de la Iglesia católica, desde comienzos del segundo milenio, como reacción a la progresiva emancipación de la tutela religiosa por parte de Occidente.

También es cierto que esta manera “católica romana” de ser cristianos y de velar por la tradición es lo que ha permitido al Evangelio dar frutos en Europa y desde allí al mundo entero. La comunión anglicana se presenta hecha girones como resultado de las concesiones a la modernidad ética; la ortodoxia se encuentra dividida entre las ramas griega y rusa; la radicalización “evangélica” del protestantismo más dinámico contrasta con el declinar del protestantismo “liberal”.

Con este espíritu Roma ha rehusado toda concesión ideológica ante una modernidad que corroe la tradición. Concretamente, cuenta con sus regiones del hemisferio sur, (todavía) no confrontados con la modernidad, de cuyo dinamismo eclesial dan prueba las vocaciones sacerdotales y religiosas. Se considera que allí está el futuro de la Iglesia, que refluirá sobre los viejos territorios descristianizados.

Mientras tanto, se intentará suscitar una “contra cultura” o, en su defecto, minorías fervientes haciendo pie sobre todo en los movimientos que demuestren verdadera vitalidad.

Se pondrá en marcha una “nueva evangelización”, que Benedicto XVI definió como una respuesta al “fenómeno del abandono de la fe, que crece en las culturas impregnadas desde hace siglos por el mensaje evangélico”.

El Concilio Vaticano II

Cabe interrogarse sobre la herencia del Concilio. No se trata de dudar de la adhesión al Vaticano II por parte de los responsables católicos, obispos o papas. El Concilio ha sido una referencia, pero también un discutido legado. Evoquemos el doble movimiento que caracterizó al Concilio: un “retorno a las fuentes” de la Tradición católica (escrituras, Padres, liturgia) concebido no como un fin en sí mismo, sino con vistas a un aggiornamento, como una “puesta al día” de la Iglesia (de hecho, una reforma), de sus estructuras y de la manera como ella enuncia su fe. Era otra relación con el mundo, más distendida, lo que se vislumbraba. Pero el mundo, en su propia modernidad, se radicalizó. Basta evocar todo lo que significó el mayo de 1968 y lo que las décadas sucesivas influyeron en las mentalidades y en la confección de las leyes.

Crisis de la sociedad, promoción sin precedentes del sujeto, lo que no pudo menos que generar repercusiones en una Iglesia caracterizada desde siempre por su dimensión institucional. El trauma fue grande y permanece. El pos Concilio generó una doble herencia en los responsables católicos.

Algunos siguen pensando que el aggiornamento se impone hoy más que nunca. Se pensará entonces en las reformas necesarias, como la ordenación de hombres casados, el cambio del estatuto de los divorciados vueltos a casar, las evoluciones pastorales sobre algunos puntos de ética sexual y por lo menos se deseará la apertura de un diálogo sobre algunas cuestiones candentes.

Una figura como el cardenal Carlo Maria Martini, desde su alta investidura, encarnó esta perspectiva de reforma, que implica un rejuvenecimiento espiritual del que fue un testimonio eminente, promoviendo el regreso a la Escritura y la lectio divina.

Pero otros consideran que la Iglesia ha sido ya suficientemente reformada, particularmente en su liturgia, que se han concedido dádivas a la modernidad, y que si todavía fuera necesario introducir reformas, la iniciativa le corresponde a la cúpula. Es el retorno a las fuentes lo que debe imponerse, y se llamará a la conversión de las personas, distinta (y opuesta) al cambio de las estructuras, considerado como algo secundario.

Joseph Ratzinger representa esta manera de ver la realidad. Y con él, muchos otros en el nivel más alto de la Iglesia, que fueron elegidos por compartir ese punto de vista. Puede decirse que jamás antes la fisonomía espiritual del episcopado mundial, y con mayor razón del colegio cardenalicio, había estado modelado bajo esta perspectiva. Ha habido una política de nombramientos llevada a cabo con discreción y constancia durante los últimos treinta años, dando lugar a una de las “revoluciones silenciosas” más características que haya conocido la Iglesia del siglo XX: el nombramiento por un mismo Papa, con la mayor libertad, de todos los obispos católicos.

La segunda perspectiva es la que ha prevalecido en la cúpula de la Iglesia (pero no entre los teólogos, con el consiguiente malestar). Benedicto XVI la encarnó de manera diferente a Juan Pablo II. Pero ninguno permitió que evolucionara la doctrina eclesial, como tampoco la disciplina.

Una práctica contrastante

No les resultó fácil a los papas continuar promoviendo el mensaje conciliar mientras al mismo tiempo implementaban una política eclesial rigurosa.

Juan Pablo II lo logró a su manera, por medio de los gestos que conocemos, destinados principalmente a los creyentes de otras religiones, comenzando por los judíos y los musulmanes; publicando un gran texto sobre el ecumenismo (Ut unum sint); y convirtiéndose en el heraldo de la libertad religiosa; mientras que los documentos (muchas veces firmados por J. Ratzinger) apuntaban a equilibrar, en el orden de los principios, los gestos más “proféticos” (tal el caso de Dominus Jesus, sobre el papel único de Cristo y de la Iglesia católica en la salvación). En el terreno de la moral personal, las cosas quedaron como estaban, o fueron reforzadas (encíclicas Veritatis Splendor y Evangelium Vitae e instrucción Donum Vitae). El rechazo a la modernidad liberal fue acompañado de una puesta en guardia contra el liberalismo económico, en la línea tradicional de la doctrina social de la Iglesia. Decepcionando las esperanzas en la colegialidad durante el Vaticano II, la estructura romana dio lugar a una evidente restauración, por vía de un refuerzo de la centralización, tanto desde el punto de vista teórico (Communionis Notio sobre la Iglesia como comunión y Apostolos suos, con la que se relativiza la importancia teológica de las conferencias episcopales) como práctico (papel creciente de la curia romana en la vida cotidiana de las iglesias locales, limitación de los sínodos episcopales romanos a un simple ejercicio de intercambios, muy formales, entre los obispos).

El pontificado de Benedicto XVI no representó ninguna inflexión en la materia. Continuó dándose por supuesto que la razón de ser de la Iglesia debía reafirmarse: la preservación del Evangelio auténtico ante el relativismo. No se veía cómo el ser eclesial, en su dimensión institucional, podría evolucionar sensiblemente, incluso dentro de las perspectivas esbozadas por el Concilio.

Con Benedicto XVI parecía que el interlocutor de la Iglesia ya no era el hombre moderno sino el tradicionalista, “rebaño perdido” cuyo retorno justificaba algunas concesiones, como levantar las excomuniones de los obispos lefebvristas y la liberalización de la liturgia preconciliar.

Nuevas inflexiones

Ante una modernidad que no es exclusiva de Occidente, la orientación de la Iglesia romana debía llevarla a mantener su tradición tanto en lo relativo a la fe como a la moral, la doctrina y la disciplina. Y esa tendencia la llevaría a mantener intacta su estructura institucional centralizada.

En este contexto no es irrelevante que el papa Francisco decidiera presentarse no como Papa sino como “obispo de Roma”, desde el comienzo mismo de su pontificado.

En efecto, es el corazón de su ministerio y la base de su legitimidad: al tiempo que es el sucesor de Pedro, es obispo de Roma, obispo de la Iglesia fundada por Pedro y Pablo. Gracias a este título es pastor de la Iglesia universal y no a la inversa. Nada más tradicional. Juan Pablo II lo había recordado con claridad en Ut unum sint. La renuncia de Benedicto XVI lo ilustró: contra una tendencia secular a la sacralización de la función (y por lo tanto de la persona), se puso de manifiesto que el pontificado romano es un ministerio al que es posible renunciar, igual que cualquier obispo.

Un Papa poco reformador tuvo la osadía de llevar a cabo una reforma de gran amplitud, tanto por la carga simbólica que conlleva como por el precedente que marca.

La insistencia de Francisco recuerda que la Iglesia romana ha pasado, sobre todo después del comienzo del segundo milenio, de una comunión de Iglesias, donde Roma tenía la primacía y a cuyo obispo se le reconocía una autoridad no solamente nominal, a una Iglesia universal, centralizada, bajo la autoridad directa del Papa. Mientras que es ante todo obispo de la Iglesia “que preside en la caridad”, según la fórmula de Ignacio de Antioquia (comienzos del siglo II), retomada por Francisco, el Papa ha podido presentarse de hecho como el “obispo universal” de la Iglesia católica.

Semejante evolución puso de manifiesto la fuerza de la Iglesia en Occidente, como lo demuestran el ímpetu misionero, la resistencia a los Estados absolutistas o totalitarios, la unidad visible y un magisterio encarnado, dando lugar a un mensaje coherente ante los desafíos del protestantismo o de la modernidad.

Al mismo tiempo se pusieron de manifiesto los límites de un modelo, dando razón al lapidario juicio de monseñor Louis Duchesne en 1910: “La Iglesia, si no muriera por la desaparición de las creencias, moriría por su centralización, como murió el Imperio Romano”. ¿Puede todavía una sola persona dirigir una Iglesia que ha llegado a ser global, con más de mil millones de creyentes, más de 5 mil obispos, cuando no superaban los 2500 al celebrarse el Concilio Vaticano II? ¿Puede existir una dirección centralizada sin burocratización, sin el riesgo de agotarse en rivalidades por minucias y terminando por devorar su propia razón de ser? ¿Cómo puede el sucesor de Pedro ser jefe de la curia y a la vez enseñar a la Iglesia (Benedicto XVI), dinamizarla (Juan Pablo II) y encarnarla tanto a los ojos del mundo como ante sus propios fieles? Un edificio asentado (simbólicamente y en la práctica) sobre un solo pilar tiene la fuerza y al mismo tiempo la debilidad que ello conlleva.

La tarea del pontífice romano, ante las expectativas en la función y en su persona, humanamente hablando, termina siendo aplastante. No es cuestión de volver a la estructura que la Iglesia tenía en el primer milenio. Pero una insistencia deliberada en la función primaria como obispo de Roma pareciera implicar la voluntad de poner en vigencia, finalmente, una colegialidad efectiva. Esta había sido bloqueada en Roma con el argumento de que no podía representar al episcopado universal. Al mismo tiempo, a las realizaciones parciales de la colegialidad –en primer lugar las conferencias episcopales– se les negaba toda legitimidad teológica y por tanto toda eficacia práctica.

El retorno a las fuentes y el aggiornamento del Vaticano II apuntaban a la renovación tanto del plano institucional como del mensaje eclesial. Tanto el ser como la razón de ser de la Iglesia. Como se ha dicho, el ser de la Iglesia en su dimensión institucional y su razón de ser (conservar la Tradición y anunciarla) van juntos. El segundo determina al primero, lo  justifica y le da su forma. Debido a que en el Vaticano II se había percibido de una manera algo diferente la razón de ser (en una perspectiva más “abierta”, en diálogo con el mundo que se trataba de evangelizar) se creyó posible modificar el registro institucional, concibiéndolo como una descentralización fundada en la teología (tema de la colegialidad). La apuesta consiste en considerar que el desafío de la modernidad, el mismo al que se había enfrentado el Vaticano II, no debe impedir sino más bien obligar a una renovación, fundada en la tradición del ser institucional de la Iglesia, tanto como de su mensaje.

Ambos registros, indisociables, deberían ser considerados frontalmente. Debe evocarse también la insistencia con que el nuevo Papa invita a los católicos (con palabras y gestos) a frecuentar los “márgenes” y las “periferias” de la Iglesia y de la sociedad. De tal manera, el interlocutor privilegiado debe ser el no cristiano y el pobre. Se trata de una inflexión significativa respecto del pontificado precedente, cuya “nueva evangelización” pudo ser tomada como una preocupación entre otras, más o menos contradicha simbólicamente por la atención prestada a la causa “tradicionalista” y por una liturgia pontifical cada vez más cargada de accesorios preconciliares. En todo caso, la coherencia entre la atención a los pobres y la evangelización se mostrará con mayor claridad (y debería producir otros frutos) que entre la evangelización y la recuperación de los tradicionalistas.

Acentos diferentes

Imaginar que el papa Francisco dé señales de relativizar la fidelidad de la Iglesia a su dogma es una ilusión. Sin embargo, sí es posible imaginar un desplazamiento de las prioridades, de la custodia del depósito de la fe, que en todo caso se trata de preservar en su integridad, al anuncio de un Evangelio destinado a los hombres, “sobre todo a los pobres” (Gaudium et Spes). Ambos registros no son incompatibles y tanto uno como otro deben ser implementados. Sin embargo, una inflexión en los acentos podría representar el indicio de evoluciones significativas. El anuncio supone el conocimiento y la escucha de aquel a quien se dirige. La recepción del mensaje es parte de la evangelización. El nuevo Papa, un pastor “del terreno”, tiene plena conciencia de ello. Al fin y al cabo se trata de la perspectiva considerada por el Vaticano II, en la línea de Juan XXIII: la dimensión “pastoral” de su mensaje, el anuncio del Evangelio a los hombres de su tiempo, y por lo tanto, en su lenguaje. Entre un Papa y el siguiente lo esencial no puede sino permanecer, pero no será considerado exactamente de la misma forma. Con Benedicto XVI, es el Evangelio, pero más aún la Tradición católica la que debe ser anunciada, y ante todo protegida, en el contexto hostil de la modernidad.

Recordemos además que se trata de un Papa ante todo doctor, teólogo, educador, que no fue hecho obispo sino por las circunstancias. Con su sucesor, es el Evangelio ante todo el que debe ser anunciado al mundo, un Evangelio cuya integridad no puede ser cuestionada. Este anuncio es efectuado por un pastor. Sin duda que se trata de matices, pero los puntos de inflexión no son los mismos: el tono va a cambiar. Es que lo que cuenta en una institución como la Iglesia no son tanto los cambios de fondo como el tono instalado por “la cúpula”, en virtud del cual “en la base” se está o no en sintonía con ese tono, se trate de liturgia o de la manera como se expresa el mensaje evangélico.

Muchos fieles que se consideran buenos católicos han padecido lo que vivían como una distancia entre su manera de ser católicos y, precisamente, el “tono” imperante.

Un futuro posible

La Iglesia romana todavía puede sorprender (se). Lo ha hecho desde Juan XXIII y el Vaticano II hasta la renuncia sin precedentes de Benedicto XVI, pasando por la personalidad fuera de serie de Juan Pablo II. La elección de quien optó por el nombre de Francisco representa otro ejemplo. Personalidades y acontecimientos que son muestra de reales capacidades de renovación y vitalidad.

La Iglesia puede contar con auténticas energías y no sólo en los países más distantes de la modernidad. Pero enfrenta la necesidad de evoluciones institucionales, si no ideológicas, de las que es cada vez más difícil percibir cómo se podría prescindir: reforma de la curia, colegialidad efectiva, tomar en cuenta las aspiraciones que muchos fieles comparten con sus contemporáneos y que no son incompatibles con la tradición.

Algunos no dejarán de oponer un statu quo, que corresponde al tropismo milenario de la Iglesia romana, a lo que ella percibe como su ser, tanto como su razón de ser: conservar por medio de una estructura intangible una tradición hoy más que nunca cuestionada por la modernidad. Pero, ¿hasta qué punto y a qué precio no pertenecer a su tiempo?

Estar en el mundo, porque la Iglesia es para el mundo, sin ser del mundo ha sido el antiguo desafío, siempre renovado y cuánto más radicalmente por una modernidad que, tarde o temprano, alcanzará a todo el planeta. El Vaticano II, trabajando simultáneamente sobre el mensaje de la Iglesia y sobre su estructura, ha indicado las perspectivas que todavía deben ser llevadas a la práctica.

Cabe recordar que algunos se sienten afectados porque el Jueves Santo, en un reformatorio, el Papa lavó los pies de dos mujeres, una de ellas musulmana, mientras que sólo varones pueden ser elegidos para representar a los apóstoles.

El portavoz del Vaticano hizo saber que si el rito se hubiera llevado a cabo en su catedral de Letrán, el Papa ciertamente hubiera respetado la norma litúrgica, pero al celebrar el oficio ante un grupo reducido de personas era más importante hacer llegar un mensaje de amor que respetar literalmente ciertas normas. ¿No podemos ver en este episodio, y en la explicación, una parábola?

Francisco invitó a los católicos a “salir”, a ir a las “periferias” del mundo para anunciar el Evangelio y servir a los pobres. Al dar el ejemplo, mostró que lo esencial de lo que se celebra dentro de las iglesias vale siempre fuera de sus muros: el lavado de los pies debe ser vivido. Pero en semejante “éxodo” el elemento esencial no puede quedar inmutable. Hace falta, para ponerlo en práctica, osar alejarse de la letra del precepto, en nombre de lo propiamente esencial y para hacer honor a sus propósitos. Hay allí todo un proyecto. El futuro dirá cómo se realizará, tanto en Roma como en toda la Iglesia.

3 Readers Commented

Join discussion
  1. martha maidana on 22 agosto, 2013

    No se puede entender ni aceptar como se mezcla lo esencial con lo muy relativo y perecedero. El gesto de lavar los pies en si mismo tiene fuerza de humildad, de acercamiento a quien sea, de servicio ,de hermandad .¿Cómo ante estos temas se puede interpretar desde un horizonte absolutamente estrecho? ¿

  2. martha maidana on 22 agosto, 2013

    ¡CÓMO PUEDE SER QUE SE EQUIPARE UN GESTO COMUN CON UN SIMBOLISMO QUE VA MUCHO MAS ALLA QUE EL GESTO MISMO?
    Lavar los pies significa humildad,acercamiento,afecto,hermandad,reconocimiento y los temas esenciales en la ley del evangelio AMAOS LOS UNOS A LOS OTROS y podríamos escribir un listado enorme de citas que corroboran y sostienen la idea.
    Nunca he leído un texto de Mt.25,31-46 donde se aclare el color de la piel,la raza y menos el sexo por fortuna!!!LO ESENCIAL ES LA NECESIDAD DEL OTRO SEA QUIEN SEA Y EL ESTAR DISPONIBLE SIN EXCUSAS
    Con todo respeto pero creo que la gente muy aferrada a tradiciones que significan poco y nada y no tienen sustento desde el Evangelio, es porque tienen un alto nivel de inseguridad. Quizá se ha insistido demasiado en preceptos morales como garantía de salvación. Nos falta mucho Evangelio en la formación en general… y a todos!

  3. Laura I. Fonseca B. on 22 septiembre, 2014

    Quiero pensar que por rezones geográficas, logísticas y de conquista en general en México estamos muy mal evangelizados, de paso se conoce a Jesús y si se le conoce es sólo al Jesús sufriente y aplastado. En Veracruz es un ejemplo claro que los evangelizadores tenían prisa de llegar a la capital.Pues en D.F. hay más comunidades religiosas de todas las ordenes y aquí se les pega lo solitario del clero dioscesano, por no decir otra cosa.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?