Las recientes manifestaciones en Brasil ponen de manifiesto la disconformidad de los crecientes sectores de clase media y obligan a revisar desde la ética y el compromiso la financiación de las políticas públicas y las responsabilidades privadas.
No veía algo así desde hace mucho tiempo, ¡y yo sí que he visto! He visto y participado de las estudantadas de los años ‘60. Lloré con gas lacrimógeno y temí a los caballos de la policía que avanzaban contra los estudiantes entre quienes me encontraba. Vi y viví los comicios por las elecciones directas para presidente en Río de Janeiro, cuando un millón de personas exigía “¡Directas ya!”. Vi a mi hija adolescente con el uniforme del colegio y la cara pintada, gritando “¡Fuera Collor!”, lo que apresuró el impeachment que sacó del cargo al presidente de Brasil, Fernando Collor de Mello, en 1992.
Pero después no vi nada más… hasta ahora. Cuando pensábamos que la licuefacción posmoderna había transformado la juventud en mera consumidora pasiva de bienes e ideas prefabricadas, fue ella la que llenó las calles del país. Marcha, protesta, grita. Lamentablemente también comete actos violentos. Cuando la población ocupa las calles defendiendo sus derechos, muchas veces acontece. Puede ser por iniciativa de los manifestantes, o de la policía, que no es tan joven, y está en ejercicio de su oficio de proteger y garantizar la seguridad de los ciudadanos.
El estampido en las calles de las principales ciudades brasileñas trajo a nuestra memoria un sueño tramposo y levemente irresponsable. Estábamos tan acostumbrados a lamentarnos de todo cuanto pasaba en nuestro país… El “complejo de perro chucho” (del que hablaba el nostálgico Nelson Rodrigues) nos tomaba de la cabeza a los pies y nos transformaba en una nación de autoestima muy baja.
La era Lula nos devolvió, sin duda, el orgullo de ser gigantes. La economía empezó a ir bien, los pobres mejoraron su calidad de vida. El carisma del ex presidente nos dio visibilidad y el buen desempeño económico de su gobierno conquistó la credibilidad internacional de Brasil junto al ascenso de los índices de crecimiento. El discurso de la izquierda finalmente victoriosa después de tantas derrotas y que prometía un Brasil más justo nos llenaba de esperanza.
Tan embobados estábamos que el escándalo de la corrupción del mensalão y la vergüenza que comportó no consiguieron empañar nuestra euforia. Racionalmente la realidad se abría, aterradora, delante de nuestros ojos. Pero creíamos que no era tan mala. En definitiva, ¿qué gobierno no comete alguna irregularidad?
Ni el llanto desconsolado de los idealistas de primera hora, como Chico Alencar y Heloisa Helena, la salida de algunos de los más consistentes colaboradores del gobierno como Frei Betto, ni la salida dignísima de Marina Silva del Ministerio del Medio Ambiente nos convencieron de que entre tantas buenas y positivas conquistas había algo no muy bueno ni sano “cocinándose” en el fondo.
Y seguimos adelante. País de vencedores. Ganamos la Copa y las Olimpíadas en nuestro territorio. Viajamos como nunca con el dólar bajo. Recursos entrarían en profusión para hacernos aún más capaces de administrar nuestro brillante futuro. Y reelegimos a Lula. Y elegimos a Dilma. Pero, de repente, ni el carisma de uno ni la seriedad de la otra consiguieron detener la insatisfacción que afloraba como un tsunami y que acabó estallando en las últimas semanas. Fue como un disparo certero a nuestra euforia, que pretendía resistir y superar incluso el juicio del mensalão, con los medios de comunicación golpeando diariamente al gobierno que, sin embargo, continuaba con la popularidad en alta.
Me parece que junto a toda la ambigüedad de las manifestaciones –con demandas justas y urgentes mezcladas con escenas de desórdenes y violencias–, el movimiento que ganó las calles brasileñas contiene algo muy consistente.
Es evidente que la violencia nunca es buena. Pero creo que podemos olvidar que es siempre o casi siempre generada por otra violencia. ¿Hay violencia mayor qué tener que dejar de alimentarse para trasladarse al trabajo debido al valor del billete de autobús y del metro? ¿Y trabajar para sobrevivir, obligado a escoger cuál de las necesidades básicas eliminar del cotidiano y precario día a día? Y tener que tomar uno, dos, tres transportes llenos, sin mantenimiento ni seguridad, para llegar al lugar de trabajo cuando el cielo aún exhibe sus estrellas y el día no surgió? ¿Y repetir por la noche esta terrible rutina?
Es bueno advertir que la juventud no perdió la capacidad de indignarse y exponer su insatisfacción en la plaza pública. Es bueno ver que los indignados no están sólo en Chile, en Wall Street o más allá. Están aquí y ahora cuando su paciencia se agota. Los aumentos del pasaje de colectivo fueron la gota que rebalsó el vaso y que reveló que el dragón de la inflación está de vuelta, con los dientes a la vista. Ya las amas de casa lo habían notado: en el supermercado, muchos artículos de primera necesidad de repente no cabían más en el bolsillo. Y todos los asalariados que vivimos de nuestro trabajo habíamos percibido que nuestros sueldos no crecían en igual proporción que los bienes y servicios que adquiríamos.
La diferencia es que ahora hay otro actor en el escenario. La nueva clase media a la cual el gobierno abrió las puertas del consumo también sintió la mordedura del dragón. Y de ninguna manera admitirá renunciar a aquello que siempre le fue negado y que, una vez alcanzado, se encuentra amenazado. Defenderá sus recientes conquistas con uñas y dientes. Contra todo y contra todos.
Los recientes acontecimientos en San Pablo y otras ciudades evidencian que el sueño de Brasil-país del presente, de pleno empleo, de crecimiento exponencial… acabó. Lo que queda es la realidad transparente de una nación llena de potencial, que creció y que consiguió cosas muy importantes. Pero para la que las dificultades no terminaron. Y las metas no alcanzadas tampoco.
Es hora de buscar las lecciones de lo sucedido. Y parece que algunas ya son evidentes. La primera es que manejar el poder constituye el desafío ético más difícil del mundo. Poder y ética difícilmente consiguen convivir sin concesiones falsas en términos de la dignidad y la equidad. Es extremamente desafiante y duro para quien accede al poder mantener los ideales y las promesas, y no ceder a las presiones y tentaciones que obnubilan el discernimiento. Por eso estamos apenas gateando en la democracia que las calles piden. Cuando se pasa del espacio público y libre a las salas de reuniones de los políticos, donde imperan el embuste y las alianzas espurias, se percibe un olvido casi total del bien común y, por el contrario, se legisla y se actúa en función de los intereses mezquinos de una minoría y el beneficio propio.
La segunda lección es aprender a leer en las dos direcciones el lema que marca el gobierno: “Brasil: un país de todos”. El alcance de la palabra “todos” parece haber sido seccionada, dejando lugar a sólo una parte de la población. Por un lado, se aplaude, sin duda, el hecho de privilegiar a los más necesitados, pues sólo así se alcanza a todos con el beneficio de las necesidades básicas atendidas. Y eso el gobierno lo hizo. Pero en el camino entre el deseo de hacerlo y el hecho de que el beneficio realmente llegue a los destinatarios, existe una piedra: la corrupción, que desvía recursos, hace desaparecer misteriosamente fondos que no son utilizados para las finalidades primeras y transforma en frustración los mejores proyectos.
La enseñanza es bien clara. No se consigue realmente erradicar la pobreza y la injusticia apabullando a la clase media asalariada y dándole la totalidad de las cuentas a pagar. La clase alta continúa privilegiada como siempre. Nada la alcanza ni la golpea. La clase media, que debía aliarse con las clases populares y ser la mediadora de los proyectos que beneficiarían a los más humildes, se siente lesionada. Y entonces elige entre dos caminos: corromperse o protestar. Mejor el segundo, ¿verdad?
Las protestas callejeras estuvieron en su mayoría protagonizadas por esos trabajadores asalariados que no soportan más la presión en la que viven. Es necesario oírlos sin prejuicios. Ojala todo el proceso nos ayude a ser más conscientes de que en términos de desarrollo no existe la magia. Tampoco soluciones que no exijan trabajo duro, muchos años difíciles y resultados conquistados después de arduas batallas. Euforia es una palabra prohibida para quien anhela y lucha por la justicia.
1 Readers Commented
Join discussionHe leído otros artículos y estudios de la teóloga María Clara Lucchetti Bingemer.
Sólo quisiera saber porqué no menciona en este artículo el – a mi modo de percibir – gravísimo problema de los pueblos originarios.
Estoy medianamente al tanto de las polémicas legales, jurídicas, económicas y sobre todo sociales sobre el tema.
También sé que no es un problema sólo de Brasil (en Argentina también, en mi provincia Mendoza también…). Pero creo que un cristiano no puede callar sobre estos pueblos desplazados por la «economía que mata». ¿Acaso el crecimiento económico de Brasil está sobre la vida de hermanos nuestros más débiles? ¿Será que ese crecimiento les dará más vida a ellos? ¿Y mientras tanto?