popefrancis_lumenfideiLectura de la reciente encíclica Lumen fidei desde la perspectiva de las dificultades para ver con claridad en el camino y en la propia interioridad.

El papa Francisco acaba de publicar su primera encíclica, Lumen fidei, la Luz de la fe. En el lenguaje bíblico, la luz enfrenta a las tinieblas y logra la victoria final. Ahora bien, la oscuridad no siempre se manifiesta en el mundo exterior sino también adentro, en el seno mismo de la fe. En los tiempos modernos, la fe parece ser una luz insuficiente para encontrar el camino. Peor aún, sería un velo que nos ocultaría la luz. Nietzsche le escribía a su hermana: “Si quieres vivir tranquila, cree, pero si quieres ser discípula de la verdad, indaga.” (n.2). Esta cita del filósofo alemán nos recuerda que la encíclica ha sido escrita “a cuatro manos”, con Benedicto XVI como principal redactor. En algunos pasajes se percibe la pluma de Francisco, cuando afirma que “la unidad es superior al conflicto” (n.55) o que “el tiempo es superior al espacio” (n.57), expresiones que le oíamos al padre Bergoglio. La encíclica desarrolla el tema desde el ángulo de la luz, pero vamos a comentarla desde el ángulo de las tinieblas, que laten al interior de la fe.

¿Creer o actuar?

Abraham sintió que Dios le hacía una promesa y confió en Él. Se convirtió en padre de los creyentes. Por creer en una promesa, la fe es memoria del futuro, “memoria futuri” (n.9), muy ligada a la esperanza. Sin embargo, en el sacrificio de Isaac, exigido por la divinidad, se manifestó la oscuridad de la fe. Abraham confió en el Dios de la vida, que no permitió el sacrificio. Todos sentimos esa oscuridad cuando debemos sacrificar algo muy querido, para lograr un bien superior. El pueblo de Israel vivió la oscuridad de la fe ante el Faraón, el Mar Rojo y el desierto, pero confió en las promesas de Dios. A veces no confió y cayó en la idolatría. Cuando Moisés subió para hablar con Dios y no regresaba, el pueblo no soportó ese silencio, que es una forma de oscuridad. Muchos creyentes hoy padecen también el “silencio de Dios”. Jesús sufrió el silencio del Padre en la cruz, en la oscuridad del dolor. Fiódor Dostoievski, en El idiota, le hace decir al protagonista, mirando al Cristo sufriente: “Un cuadro así podría incluso hacer perder la fe a alguno” (n.16). Sin embargo, ante su cruz, comprendemos que la presencia de Dios en la historia es real.

Algunos fariseos buscaban la salvación mediante el cumplimiento del deber. Les parecía más seguro ese camino que el de la fe y los sentimientos, envueltos en la oscuridad subjetiva. Pero san Pablo afirma que el hombre se salva por la fe, no por las obras. Hoy muchos les darían la razón a aquellos fariseos. Lo que vale, piensan, es lo que hacemos, no lo que decimos. Relegan la fe al orden de los sentimientos. Pero Pablo explica que debemos comenzar reconociendo, por la fe, que Dios es el origen de toda bondad. Si nos centramos en nuestras propias obras, olvidamos al que nos ha dado todo, incluso el don de la fe.

Nadie es un creyente aislado. Tenemos hermanos en la fe. Por eso hablamos de “la forma eclesial de la fe”, es decir de la fe de toda la comunidad cristiana. Pero esta dimensión, que nos enriquece, arroja un nuevo manto de oscuridad. “Creo en Dios, pero no en la Iglesia”, se oye decir con frecuencia. Quienes así se expresan sienten también la oscuridad de la fe individual, aislada. La fe, por su naturaleza, al igual que lo verdadero, lo bueno y lo bello, tiende a ser comunicada. No puede ser guardada como un asunto privado.

¿Es posible el diálogo entre fe y razón?

Una fe que no nos abra hacia la búsqueda de la verdad sería “una bella fábula, proyección de nuestros deseos de felicidad, un sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma” (n.24). En esto Nietzsche tenía razón. Pero una fe auténtica, abierta a la verdad, también es cuestionada hoy. “En la cultura contemporánea se tiende a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: es verdad aquello que el hombre consigue construir y medir con su ciencia” (n.25). En realidad hay un gran temor a lo incontrolable, a los totalitarismos del siglo XX y a los fanatismos religiosos. Además de abrirnos a la verdad, la fe nos abre al amor. Algunos comparan la fe con el enamoramiento (n.27), algo muy subjetivo. Esta linda imagen puede oscurecer la comprensión de la fe. El amor auténtico del enamorado lo lleva hacia la otra persona para construir juntos un hogar. Este amor enriquece a la verdad. La visión compartida que tienen los cónyuges y los amigos les permite una aproximación más objetiva a la realidad.

En la perspectiva hebrea el creyente es un oyente de la palabra, mientras que en la perspectiva helénica lo central es la visión de Dios. Algunos las contraponen, pero la Biblia integra la escucha y la visión. El oyente de la Palabra desea también ver su Rostro. Limitarse a una sola vía sería aumentar la oscuridad de la fe. En la Biblia se inicia así el diálogo entre la Fe y la Razón (Fides et ratio), sobre todo por influencia del pensamiento helénico.

El creyente que imagina poseer la verdad, está envuelto en la oscuridad. “Más que poseerla él, es ella la que lo abraza y lo posee” (n.34). Por eso, la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia. Invita a los científicos a continuar investigando siempre y que no se conformen con sus fórmulas, porque la naturaleza no se reduce a ellas. La fe en Jesús ilumina también el camino de todos los que buscan a Dios, a los seguidores de las diversas religiones. Dios “se deja encontrar por aquellos que lo buscan con sincero corazón” (n.35), incluso por aquellos que, sin creer, no dejan de buscar en la oscuridad de la fe. El que busca la verdad ya es atraído por ella. También los teólogos padecen la oscuridad en su relación con el Magisterio, que no pretende ser un límite a la libertad de investigación sino una ayuda, para servir mejor juntos a la comunidad.

El lenguaje de la fe

La fe es transmitida de una generación a otra. Pero “¿Cómo podemos estar seguros de llegar al ‘verdadero Jesús’ a través de los siglos?” (n.38). Nos invade la oscuridad de la duda. En realidad, no somos investigadores privados de la vida de Jesús. El idioma lo hemos aprendido de nuestros padres y “La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe” (n.38). Como todos somos Iglesia, nos ayudamos todos a profundizar el lenguaje de la fe, incluso la de aquellos que viven con otra fe o piensan carecer de ella.

Para transmitir una idea “sería suficiente un libro” (n.40). Pero nos quedaríamos con la oscuridad del libro. Lo que se transmite es una experiencia, la de creer y esperar en Jesús. Esto se logra principalmente por los sacramentos. En el bautismo vivimos la fe como una experiencia comunitaria, no individual. Pero el bautismo de los niños nos muestra otro aspecto oscuro. Muchos dicen: “Mejor esperar que crezca y que él elija”. Pero no decimos: “Mejor que elija, cuando sea grande, si quiere ir a la escuela o no”. De la fe bautismal caminamos hacia la fe eucarística. Percibimos la presencia de Jesús en el pan y en el vino. La oscuridad llega aquí a su máxima tensión. Ahora bien, ¿quién no ve en una foto de su madre la presencia de ella? Y con nuestra mirada de fe vemos más profundamente, hasta los comensales de la Última Cena.

En los Mandamientos algunos perciben la oscuridad de la fe, ya que se nos impone lo que debemos hacer. Pero en el Decálogo aprendemos a conversar con Dios. El título de cada mandamiento es una invitación al diálogo. “No matarás”. -¿Puedo defenderme, Señor? ¿Puedo defender a otros? “No mentirás”. -¿Debo contarle al paciente lo grave de su enfermedad? Si no continuamos cada diálogo, los mandamientos se asemejan a una densa oscuridad. Por otro lado, la fe es una, pero vemos infinidad de Iglesias, cada una con su profesión de fe particular. El movimiento ecuménico procura disipar esa oscuridad.

¿Peregrinar o construir?

La fe es un camino pero también una construcción (n.50). Noé construyó el Arca y todos construimos una ciudad de Justicia y Paz. La luz de la fe “no luce sólo dentro de la Iglesia” (n.51) sino también en la sociedad, para que nos asociemos por la alegría de vivir juntos. El matrimonio y la familia son la primera “construcción”. Allí los niños aprenden a confiar, a creer en sus papás. Los adolescentes rechazan las normas de sus padres. Es normal que atraviesen esta etapa de oscuridad para pasar de una fe tradicional a una fe personal. De allí la importancia de acompañarlos y atraerlos, como se pretendió con Youcat, el catecismo joven. En la construcción de una nueva sociedad, “la fe nos enseña que cada hombre es una bendición para mí” (n.54). Lo mismo cada ser vivo, en una visión ecológica.

“La fe afirma también la posibilidad del perdón” (n.55), expresión no siempre luminosa. Algunos se apartan de la Iglesia cuando ésta habla de reconciliación, como si se tratara de un simple indulto. Tanto la injusticia como el sufrimiento pueden ser sobrellevados gracias a la fe. Pero perdemos la luz cuando los niños sufren. ¿Cómo un Dios bueno permite esto? No podemos responder razonando fríamente, pero sentimos que Dios, nuestro Padre, nos ha dado a las mamás para acariciar a sus criaturas. Creemos en Dios Madre.

“La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar” (n.57). Esa sería la síntesis de la encíclica, que concluye con una reflexión sobre la Virgen María, el “icono perfecto de la fe” (n.58). Ella padeció la oscuridad, pero “conservaba estas cosas en su corazón”, como la tierra buena que recibe en su corazón la semilla de la Palabra y espera que dé su fruto. Es la mejor imagen de la Iglesia, a la cual le otorga rostro de madre. Mater et magistra, madre y maestra. Para que la Iglesia sea reconocida como maestra en la fe, debe ser percibida antes como madre, en particular de los que sufren. Este es el desafío que vivimos los creyentes.

1 Readers Commented

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  1. Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez on 23 septiembre, 2013

    Como digo al iniciar mi artículo «Lenguaje metafórico, fe y religión. Inconmensurabilidad y conmensurabilidad entre la fe y la religión, según sus metáforas» (Morón: Revista de la Facultad de Filosofía, Ciencias de la Educación y Humanidades, N° 19/20, Universidad de Morón, en prensa): «Paul Ricoeur distinguió en una de sus conferencias entre la fe que ‘se anuncia como Palabra de Dios por medio del testimonio del creyente’ y la religión ‘que se le manifiesta’ al que no cree ‘como un cierto acontecimiento del lenguaje’. Diferenciaba así ‘la fe’, en tanto experiencia que transmite quien la posee mediante un testimonio personal de cómo ha actuado en su vida la Palabra de Dios, de ‘la religión’, que se da a conocer como un hecho lingüístico, entre tantos otros, ante la conciencia de quien no comparte esa fe». El gran desafío que tenemos los cristianos en la actualidad consiste en que nuestra fe sea manifestada coherentemente mediante nuestra religión. De modo que la luz espiritual de nuestra fe no sea oscurecida por las manifestaciones concretas de nuestra religión. Esperemos que lo podamos lograr en dependencia del señorío de Cristo y guiados permanentemente por el Espíritu Santo.
    Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez
    Doctor en Teología (SITB).
    Doctor en Ciencias Sociales (UBA).
    Licenciado y Profesor en Letras (UBA),

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