Puede desconcertar una encíclica “escrita a cuatro manos”, es decir, por dos papas, uno en ejercicio y otro emérito. Pero acaso en ello radique una de las mayores originalidades de Lumen fidei. Francisco pone su firma y suma sus agregados a un texto preparado por Benedicto XVI –en él nunca se termina de entender con claridad hasta dónde habla el papa y hasta dónde el teólogo–, que así concluye su trilogía sobre las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Ya había escrito sobre las dos últimas: Deus caritas est (Dios es amor) y Spe salvi (Salvados por la esperanza).

En este texto de inédita transición después de la histórica renuncia del Papa alemán, resulta evidente su acabado estilo literario y el conocimiento filosófico-teológico, aunque quepa la pregunta si una encíclica no debería tener más en cuenta al pueblo al que está dirigida y no tanto su fineza intelectual. Por su parte, Francisco –quien deja asentado, al hacer referencia a su predecesor, “asumo su precioso trabajo, limitándome a añadir al texto alguna contribución”– pone la firma porque sólo un pontífice en funciones puede publicar un texto del magisterio papal. Por su parte, la sensibilidad de Jorge Bergoglio pareciera dejar entreverse en ciertas consideraciones de una mayor cercanía pastoral y marcada preocupación social, en conceptos como perseverar en la esperanza, la dimensión ecológica, la atención a los que sufren, matices sobre los jóvenes y la familia, y la oración final a la Virgen María.

Así como para algunos una escritura perteneciente a dos papas crea cierta desorientación, marca para otros una luminosa continuidad y evidencia la relación intelectual y espiritual entre ellos. Después de criticar la que entienden como una visión excesivamente occidental y europea de Ratzinger, ciertos teólogos latinoamericanos observan que la parte final de la encíclica, probablemente escrita por Francisco, es menos doctrinal y ofrece una mayor apertura, por ejemplo, cuando afirma que “la fe no es una luz que disipa todas nuestras tinieblas, sino una lámpara que guía nuestros pasos en la noche y eso basta para caminar”. Pero, observan, el difícil planteo intelectual del documento no llega a abordar la actual crisis de fe del ser humano, con interrogantes a los que “ni la fe puede responder” –en referencia al sufrimiento del inocente–.

Por otra parte, ciertos pensadores europeos más ortodoxos explican que Francisco “se reconoce en plena sintonía con su predecesor” y retoma lo que Benedicto XVI había iniciado para completarlo y enriquecerlo sin dificultad. Al mismo tiempo, al observar que la encíclica está dedicada sólo al mundo católico y no a todos los hombres, no falta quien afirme que esto no indica una cerrazón frente a quienes no tienen el don de la fe, sino que de manera respetuosa se quiere poner en evidencia que “un discurso sobre la fe sólo es comprensible y fecundo si de ella se tiene alguna experiencia de vida creyente o al menos el deseo y la búsqueda”.

Más allá de los contrapuntos, la imagen fundamental que se desprende de Lumen fidei (texto por momentos arduo, pero que sabe ponerse en diálogo con numerosos pensadores y poetas, desde san Agustín hasta Dante Alighieri, Nietzsche, Dostoievski o Elliot) es la fe como luz, no una pura emoción subjetiva sino un modo privilegiado de acceso a la verdad, tema central en el pensamiento de Ratzinger. Y esa verdad no es una idea abstracta sino la verdad del amor de Dios, como amor originario, fuente del mundo y de nuestra vida. Encontrarnos con ese amor a través de la fe puede liberarnos del encierro en nuestro yo y permitir proyectarnos hacia los demás. Precisamente a la luz de ese amor nos conocemos a nosotros mismos y conocemos al mundo con una nueva profundidad.

Dos son las claves de la fe cristiana: el abandono de Cristo en la cruz, “momento culminante de la mirada de la fe”, y su Resurrección, porque de lo contrario ella no sería “una fe fiable, capaz de ilu­minar también las tinieblas de la muerte”. Pero la fe no tiene a Jesucristo sólo como su objeto sino que nos lleva a participar de su misma experiencia: en el modo de ver de Jesús. La fe nos deja entrar en su vida filial y nos lleva, con él, a compartir el amor de Dios, que es el Espíritu Santo (dimensión trinitaria). Precisamente por eso, la fe es una fuerza esencial para construir las relaciones sociales. Es la experiencia de la paternidad de Dios que nos permite descubrir nuestra fraternidad, y las exigencias de justicia, perdón y solidaridad que esa fraternidad implica, comenzando por la familia (que se define como “unión estable de un hombre y una mujer” abierta a los hijos).

En el año de la fe, a cincuenta del Concilio Vaticano II, la encíclica afirma, además, que “la Iglesia nunca presu­pone la fe como algo descontado, sino que sabe que este don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para que siga guiando su camino”. Por eso parte de Abraham: “la fe ve en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio abierto por la Palabra de Dios”. Y trastocando los tiempos, o leyéndolos desde la perspectiva del Señor, refiere que Abraham saltaba de gozo pensando ver el día de Cristo que finalmente vio: “Así lo entiende san Agustín, al afirmar que los patriarcas se salva­ron por la fe, pero no la fe en el Cristo ya venido, sino la fe en el Cristo que había de venir, una fe en tensión hacia el acontecimiento futuro de Jesús”.

Lo contrario de la fe se manifiesta como idolatría: “mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el pueblo no soporta el misterio del rostro oculto de Dios”… y fabrica sus ídolos. Necesita ver en las representaciones al Dios que no se deja mirar y que sólo permite oír su voz. Y con inocultable pesimismo frente a ciertas consecuencias de la modernidad, la encíclica afirma: “Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo”. Advierte que a veces creemos que Dios sólo se encuentra en otro nivel de realidad, lejos de nuestras situaciones concretas, pero si Dios no es capaz de actuar en el mundo “su amor no sería verdaderamente poderoso, ver­daderamente real, y no sería entonces ni siquiera verdadero amor, capaz de cumplir esa felicidad que promete”. De ser así, “creer o no creer en él sería totalmente indiferente”.

Por otra parte, el aspecto del servicio a los demás entronca con la fe que supera la concepción individualista y la opinión subjetiva y “nace de la escucha y está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio”. Y la oración final a la Virgen (“bienaventurada porque ha creído”) agrega en la encíclica una dimensión espiritual y de súplica. Así como Francisco llamó a rezar por él y por todos al asomarse por primera vez ante la plaza de San Pedro, también aquí se pone de manifiesto esa dimensión orante.

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  1. Ljudmila Hribar on 9 agosto, 2013

    Gracias. He puesto un enlace en mi blog Francisco, nuestro Papa.

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