Con ocasión del 50º aniversario del Concilio Vaticano II Benedicto XVI convocó a celebrar un Año de la fe en el cual revitalizar la herencia y la opción recibida en el bautismo.

En su carta apostólica Porta Fidei, el papa Benedicto XVI recordó la convocatoria de un Año de la fe por parte de Pablo VI, considerada entonces como una “consecuencia y una exigencia postconciliar”, y planteó una necesidad análoga en las condiciones de este inicio de milenio. La elección del aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II para iniciar el Año de la fe no es una “mera efeméride”; la carta parece insinuar otra perspectiva: “…puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, ‘no pierden su valor ni su esplendor […]’. Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX”. Tras esta cita de su predecesor, también Benedicto XVI reafirmó en primera persona, con una formulación condicional, lo ya dicho al inicio de su ministerio episcopal en la sede de Roma: “Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia”.

Estas líneas dejan traslucir una relación profunda entre la fe y el evento conciliar del siglo apenas acabado. Si bien Jesucristo, el centro vital de nuestra fe, “es el mismo ayer, hoy y para siempre” (cf. Hb 13,8) y el depositum fidei permanece inalterable, la penetración de su misterio es un don que el Espíritu regala constantemente a la Iglesia en su devenir histórico. Esta comprensión siempre nueva del mismo depositum requiere una ascesis de docilidad a lo que el “Espíritu dice a las iglesias” (Ap 2,11) en un determinado momento de su caminar histórico. Ello nos desaloja del apego indebido a comprensiones provisorias o a praxis insuficientes, condicionadas por una época determinada, y nos exige renunciar a la tentación de conservar el vino siempre nuevo del evangelio en odres viejos (cf. Mc 2, 22).

El Vaticano II ha significado una contemplación novedosa y una comprensión renovada del mismo depositum fidei recibido. Una Iglesia “discípula del reino” es como aquel “dueño de casa que es capaz de sacar de su arca cosas nuevas y viejas” (Mt 13, 52). La enseñanza y el espíritu del Concilio significaron la gracia de una manera determinada de vivir, de profesar y de testimoniar la fe cristiana que saldaba una deuda del cristianismo católico con el mundo contemporáneo. El cardenal alemán Walter Kasper afirma que el Concilio abrió incrustaciones rígidas y así renovó y vivificó la tradición, haciéndola fecunda para el camino hacia el futuro.

¿En la boca y en la cabeza?

Es claro que la riqueza conciliar ha sido de tal magnitud que su plena recepción no puede llevarse a cabo, teológica y pastoralmente, “en una generación”. Sin embargo, además del natural proceso de asimilación que todo evento requiere, es necesario tener en cuenta que en el camino de recepción podemos estar  amenazados, en diversa medida, por tentaciones y por miedos que pueden dificultar o comprometer la marcha. Ser conscientes de las resistencias y de los temores es siempre parte de la solución del problema.

Las negociaciones de la Santa Sede con la Fraternidad San Pío X durante el pontificado de Benedicto XVI dejaron transparentar, a mi juicio, algunos síntomas que requieren una atención suficiente y una reflexión consecuente, para poder hacerse una idea más realista de algunos desafíos que tendrá que afrontar Francisco. Como es sabido, para los seguidores de Marcel Lefebvre, el Concilio Vaticano II es el responsable de la crisis de fe actual. En su hermenéutica, ha significado el pacto perverso y apóstata con el modernismo; una ruptura con la “Tradición”.

En el intercambio epistolar entre el superior general, Bernard Fellay, y los otros tres obispos de la Fraternidad que se oponían férreamente a cualquier tipo de acuerdo, el obispo suizo hace una suerte de diagnóstico esperanzado acerca de la situación que ha encontrado en Roma con ocasión de estas negociaciones. Fellay expresa en su misiva: “… la situación presente en abril del 2012 es muy diferente de aquella de 1988. Pretender que nada ha cambiado es un error histórico. Los mismos males hacen sufrir a la Iglesia, las consecuencias son todavía más graves y manifiestas que entonces, pero al mismo tiempo se puede constatar un cambio de actitud en la Iglesia, ayudado por los actos y los gestos de Benedicto XVI hacia la Tradición. Este nuevo movimiento, nacido al menos hace unos diez años, se está fortaleciendo (…). He podido constatar en Roma como el discurso sobre las glorias del Vaticano II que nos van a machacar, si bien está todavía en la boca de muchos, no está sin embargo más en todas las cabezas.”

Ciertamente podemos tener reparos en la “objetividad” de su lectura pero, sin embargo, no es posible negar algún que otro fundamento in re en su diagnóstico. La afirmación según la cual el Concilio está “en la boca de muchos” pero no “en todas las cabezas” es, por su gravedad, al menos una voz de alarma significativa que deberíamos escuchar con atención en este Año de la fe. Un ejemplo puede ilustrar parcialmente los motivos de las esperanzas cobijadas por el superior lefebvriano: las declaraciones del cardenal Walter Brandmüller cuando al presentar el libro Las claves de Benedicto XVI para interpretar el Concilio, “aclaró” que no todos los documentos del Concilio tienen para la Iglesia el mismo grado de compromiso u obligatoriedad. Es sabido que existe una “jerarquía” en los pronunciamientos magisteriales y, consecuentemente, tienen diverso valor vinculante. Sin embargo, el cardenal ejemplificó esta verdad “formal” con los documentos Nostra Aetate y Dignitatis Humanae, textos claves y medulares de la enseñanza del Concilio, sin bien expresados en “simples” declaraciones. A juicio del cardenal, no entiende por qué los seguidores de M. Lefebvre encuentran dificultad en ellos puesto que estos documentos no poseen “ningún contenido doctrinal vinculante”. Lo cuestionable de esas declaraciones puede intuirse por la inmediata reacción pública del cardenal Koch, presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y miembro del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, ratificando que no se puede ser católico y rechazar estos textos del magisterio conciliar.

Detrás de las declaraciones de Brandmüller se encuentra, como advierte Jan-Heiner Tück, una cuestión axial: la relación de la Iglesia con el mundo moderno, con las demás religiones y con los principios de libertad religiosa y libertad de conciencia. Se trata de cuestiones cruciales y que concentran gran parte de la renovación saludable que ha traído el Concilio. Minimizar tan tranquilamente su carácter vinculante significa poner en tela de juicio uno de los cambios más importantes que le ha permitido a la Iglesia ubicarse más equilibradamente en una sociedad plural. Es una condescendencia cuestionable para con aquellos que, aferrados sin mediación hermenéutica alguna a formulaciones magisteriales previas, consideran como una canonización del indiferentismo religioso la enseñanza  conciliar que reconoce “lo que hay de santo y verdadero” (NA 2) en las otras religiones. En este sentido, ha sido más que afortunada la reciente aseveración de Gerhard Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, al sostener que no se puede rechazar las declaraciones sobre el judaísmo, la libertad religiosa y los derechos humanos “sin dañar la fe católica”. Un claro vínculo entre fe y enseñanza conciliar.

Una barca mar adentro

Lo ejemplificado no tiene más valor que poner de relieve lo arduo del camino que todavía tenemos por delante y la necesidad de cuidar la gracia que significó el evento conciliar para nuestra vida de fe y su anuncio en el momento actual. Francisco ha sido sorprendentemente explícito al afirmar que algunos querrían hacer un “monumento” al Concilio, pero que “no nos moleste, porque no queremos cambiar” Una coincidencia con el diagnóstico de Fellay, si bien con una valoración diversa del hecho: en la boca de muchos, pero no en todas las cabezas.

El Concilio ha abierto un camino ya sin retorno y no existe la tentación extrema de volver a un Iglesia encerrada en un ghetto o atrincherada en un campo de batalla contra el mundo, aunque todavía puedan verificarse ejemplos de este tipo. El Vaticano II ha dejado su huella indeleble y no podríamos imaginarnos más una Iglesia que caminara excomulgando la historia. La vitalidad y los esfuerzos de tantas Iglesias particulares por llegar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo con la buena noticia o la entrega preferencial a los pobres nos muestran una Iglesia samaritana y misionera para la cual “nada de lo verdaderamente humano” (GS 1) es indiferente. El Concilio le ha regalado una sensibilidad nueva para saber descubrir la huella de Dios en las búsquedas, en los aciertos e incluso en los desaciertos de los hombres de nuestro tiempo, para desde allí salir a su encuentro con el evangelio. La ha invitado a hacer suya la audacia de aquel Pablo que no se dirige a los atenienses anatematizando sus ídolos sino alabando su religiosidad y haciendo de ella el punto de partida de su anuncio (cf. Hch 17, 22-23).

El Año de la fe supone avanzar decididamente en el proceso de recepción y aplicación de la enseñanza conciliar, con un programa concreto que sea capaz de ir más allá de las meras expresiones de deseo. Ello no se hace sin un diagnóstico de cómo estamos, serio y amplio, que tenga en cuenta tanto los frutos que hemos podido cosechar como también las deudas que aún tenemos con el Espíritu. Sólo así podremos dar testimonio de estar a bordo de una barca que no paira, sino que tiene el coraje y la audacia de adentrarse mar adentro con la esperanza de una pesca abundante (cf. Lc 5, 4).

El autor es licenciado en exégesis bíblica por el Pontificio Instituto Bíblico de Roma.


Cf. W. Kasper, Katholische Kirche. Wesen, Wirklichkeit, Sendung, Freibug – Basel – Wien 32011, 31

Cf. B. J. Hilberath – P. Hünermann, Herders Theologischer Kommentar zum Zweiten Vatikanischen Konzil. II [HKZVK], Freiburg – Basel – Wien, 2009, vii.

El corpus conciliar está compuesto de cuatro Constituciones, nueve Decretos y tres Declaraciones.

Sus declaraciones han sido publicadas en la página de Radio Vaticana y se encuentra disponible en: http://www.vaticanradio.org/ted/Articolo.asp?c=589918 (Último acceso: 18.07.2012).

Cf. J.-H. Tück, Ist die katholische Kirche in der Moderne angekommen? Die Verbindlichkeit des Konzils und die Frage der Aussöhnung mit den Traditionalisten, en: Neue Zürcher Zeitung, 02.06.2012, edición online del 2 de junio de 2012, disponible en: http://www.nzz.ch/aktuell/feuilleton/uebersicht/ist-die-katholische-kirche-in-der-moderne-angekommen_1.17133432 (Último acceso: 18.07.2012).

El Syllabus, por ejemplo, rechazaba incluso la legitimidad de esperar la salvación de quienes no pertenecían a la verdadera Iglesia de Cristo (cf. DH 2917). A la base de este punto del Syllabus están la alocución Singulari Quadam del 9 de diciembre de 1854 y la encíclica Quanto Conficiamur del 10 de agosto de 1863, ambas de Pío IX (cf. DH 2865-2867). Sin embargo, ambos textos hacen una salvedad: aquellos que “por ignorancia invencible” no conocen la Iglesia de Cristo pueden alcanzar la salvación. Ello implicó ya una relectura más amplia del principio “Fuera de la Iglesia no hay salvación”. Determinar con precisión cuáles son esos casos de ignorancia, enseñaba el papa, no compete a la limitada inteligencia humana. La encíclica Mystici Corporis de Pío XII dará un paso significativo al hablar de un cierto deseo inconsciente que ordena al cuerpo místico del Redentor a aquellos que no pertenecen visiblemente a la Iglesia (cf. DH 3821). Cf. R.A. Siebenrock, Theologischer Kommentar zur Erklärung über die Haltung der Kirche zu den nichtchristlichen Religionen Nostra aetate, en: HKZVK III,  613

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  1. Como pastor evangélico y profesor de una institución teológica donde, entre otras asignaturas, dicto «Movimientos religiosos contemporáneos», cuyo segundo cuatrimestre es dedicado exclusivamente al análisis del catolicismo, anhelo que todos los aspectos positivos decididos en el Vaticano II puedan ser reconocidos en las prácticas de la Iglesia Católica Apostólica Romana de la actualidad, sobre todo en nuestro suelo argentino.
    Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez
    Doctor en Teología (SITB).
    Doctor en Ciencias Sociales y Licenciado en Letras (UBA).

    • Lucio on 2 agosto, 2013

      Estimado Profesor Rocha Gutierrez:

      Comparto su comentario al artículo y también espero que se puedan poner en práctica las reformas impulsadas por el Concilio. Tendría – como simple católico – dos preguntas para hacerle: en primer lugar, ¿Cuál de todas las reformas le parece – desde la perspectiva de su Iglesia – más urgente? La segunda es más bien una curiosidad: Ud. menciona que dicta un curso de “movimientos religiosos contemporáneos”. ¿Cómo es que trata aquí el catolicismo? Me parece que es más que un movimiento “contemporáneo”. Quizás sería interesante que precisara la cuestión.

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