En la madrugada del 11 de junio, a los 85 años, murió monseñor Eugenio Guasta, escritor y sacerdote, hombre de la cultura y de la fe. Fue un notable referente de intelectuales y artistas. Hombre de consulta y consejo, fue párroco de Nuestra Señora de la Merced, director de la Comisión arquidiocesana para la cultura y consultor del Consejo pontificio de cultura. Colaboró, además de CRITERIO, con la revista Sur, Señales y con los diarios La Nación, La Prensa y la Gaceta de Tucumán. Publicó, entre otros libros, Papeles sobre ciudades, Cuaderno de Tarsis y la correspondencia con María Rosa Oliver. En 2011 recibió el premio Gratia Artis de la Academia Nacional de Bellas Artes.

El don de admirar

Sacerdote de Jesucristo, sagaz conocedor de los vericuetos del alma humana, amigo entrañable, “porteño, soy de aquí” –como dijo una vez–, argentino hasta el tuétano, escritor fiel y ameno. Tan grande y sólido en su interior profundo, como débil en el cuerpo frágil.
Formado en el estudio de las letras en la UBA de la calle Viamonte y de las escrituras, en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, poseía el don de penetrar la realidad última de las cosas, allí donde todo puede evocar el amor de Dios.
Sus homilías, desprovistas de tecnicismos oratorios, tocaban el alma porque provenían de la oración y de una esmerada preparación, las más de las veces gestadas junto a su gran amigo, el padre Fernando Ortega.
En la apariencia, nada llevaba a pensar que Eugenio fuera capaz de encarar y llevar a cabo proyectos grandiosos. Sin embargo, como párroco de la antigua basílica de Nuestra Señora de la Merced, con ejemplar tesón y el apoyo generoso de sus amigos Nelly Arrieta de Blaquier, Andreina y Roberto Rocca y otras personas generosas e instituciones del barrio, devolvió al templo la restauración de  su magnífico órgano, los vitrales y la belleza que el tiempo y el descuido habían opacado.
Su amplio sentido de la cultura estaba muy por encima de lo que es habitual y, por ser auténtico, no se convertía en barrera  que lo alejara del prójimo. En los años noventa, su obispo le confió además la coordinación de las actividades culturales de la arquidiócesis.Así dio vida a comités integrados por personalidades destacadas en los distintos campos de la cultura y de las ciencias.
Colaborador y consultor de Criterio, no dejó de ser crítico exigente de cuanto en la revista que tanto quería, no alcanzara los altos niveles de calidad que sus lectores merecían.
Los libros que llego a publicar, Papeles sobre ciudades, Cuaderno de Tarsis, Correspondencia con María Rosa Oliver, no son sino una porción de lo mucho que alcanzo a escribir con su letra firme y ágil. Sus cuadernos, aun inéditos, junto con su poblada biblioteca, los ha dejado en legado a la Fundación Sur, heredera del Grupo Sur que integró desde sus comienzos.
Con frecuencia Eugenio evocaba las vacaciones de su niñez pasadas en Chile, país que amaba profundamente. De sus muchos amigos que lo precedieron en el último tranco del camino, recuerdo en este momento a Victoria Ocampo, Hugo y Alba Parpagnoli, Basilio Uribe, Pepe Bianco, Chiquita Oliveira Cézar de García Arias, Carmen “la Nena” Gándara, Carlos Manuel Muñiz, Clorindo Testa…pero la lista, para hacer justicia, sería mucho más larga…
Habiendo pasado de lejos el meridiano de la vida, como dijo cuando la Academia Nacional de Bellas Artes le confirió en 2011 el premio Gratia Artis, Eugenio Guasta no guardó para sí ni un gramo de la energía que el Señor le dio para que la distribuyera entre sus hermanos. Los achaques de su salud y su debilidad física no le impidieron seguir recibiendo innumerables visitas en el pequeño reducto del hogar sacerdotal a donde se había mudado hace un año y poco más. Rodeado de sus libros más queridos, había logrado reproducir en escala el encanto de la biblioteca de La Merced, diseñada por su amigo el arquitecto Polo Ellis.
Vivió iluminado siempre por el don de admirar y hacer ver la belleza, un reflejo de Dios. Hoy lo extrañamos, padre espiritual, hermano del alma, que después de correr la buena carrera, nos espera gozoso en la meta que nos enseñó a añorar.

Vicente Espeche Gil

Un intelectual irremplazable

Abro su libro sobre Carmen Gándara, publicado en Buenos Aires en 1963, y me emociona una dedicatoria que había olvidado. Con su letra firme, a comienzos de los años 90, me dedica un ejemplar: “Para un amigo joven, este libro ya viejo. Cordialmente, a la espera de la Pascua, Eugenio”. Era, según confirma más abajo, un miércoles santo. Las relaciones entre la literatura y la liturgia nadie sabía establecerlas mejor que él, hasta en una mera frase de gentileza.

Cuando alguna vez, con aguda percepción, el papa Francisco dijo que se necesitaba una Iglesia no clerical, yo pensé enseguida en Eugenio, amigo suyo además. Este escritor y sacerdote, amante de los libros y de la música, de la pintura y del cine, nunca cayó en el clericalismo. Pero no porque se cuidara, sino porque ese defecto era tan ajeno a su sensibilidad que ni siquiera podía rozarlo.

Lo recuerdo intensamente. Sus tertulias y sobremesas eran una muestra de felicidad. La mención de tantas figuras conocidas y queridas del mundo intelectual y artístico, de aquí y del extranjero, presentadas por él siempre con gracia singular y sentido del humor, eran piezas para una antología.

Fue viajero atento y descubridor de escondidas bellezas, que luego comunicaba en sus cuadernos de notas y en sus diarios. En Papeles sobre ciudades escribe sobre Buenos Aires, Asís, París, Madrid, Toledo, Milán, Florencia, Nápoles… y sobre todo Roma. Con la ciudad eterna, donde había vivido por años, mantenía una vívida relación de enamorado. Recordarla le daba fuerzas, encendía su vigor; soñaba siempre con volver a verla. Cada detalle de sus calles, de sus plazas y palacios, de sus iglesias y museos, se unía inexorablemente al recuerdo de escritores que admiraba, de artistas que había conocido, de religiosos que había tratado.

Cuánto nos faltará Eugenio. Con él se apaga un rincón luminoso de nuestra ciudad, una memoria que se mezclaba con Borges, Bioy Casares, Victoria Ocampo, Alejandra Pizarnik, con poetas jóvenes y viejos, con practicantes de todas las artes.

Recuerdo también sus lecturas bíblicas, sus incursiones en el teatro griego, en Virgilio y Dante, en los grandes escritores y poetas de Francia, España, Italia, Inglaterra y los Estados Unidos.

Su amor por la literatura nacional no le impedía marcar con maestría jerarquías y cánones. Lo que más detestaba era el aburrimiento, aunque llegara a través de obras muy nombradas. Sus lecturas, tan abarcadoras, nunca dejaron de ser selectivamente gozosas y lúdicas.

Quizá ya nadie sabrá escribir como él sobre encuentros e impresiones con esa ligereza y profundidad que le eran propias, como quien pinta acuarelas, como quien señala trazos. Todos, sin embargo, tan certeros y precisos. Su prodigiosa memoria parecía salvarlo todo. Con él acabó un mundo.

Si la fe no nos hablara de la vida futura y de la contemplación celestial, qué duro sería aceptar que Eugenio ya no está.

José María Poirier

Una modesta anécdota

Un sábado por la tarde, hacia fines de mayo de 1979, como muchos otros sábados, visité a Eugenio en su escritorio. Fue en el Seminario de Buenos Aires, donde yo estaba estudiando y donde Eugenio vivía y enseñaba. Lo encontré, como siempre, amparado en una luz tenue, leyendo. Estaba conmovido. Yo era muy joven, así que no recuerdo si reaccioné con timidez o arrogancia al permanecer silencioso, en el umbral de su puerta. “Vení… sentate…”. En su mano tenía una carta, que me leyó. Estaba fechada en la localidad cordobesa de El Paraíso, el 3 de mayo, y se la había enviado Manuel Mujica Láinez.

En enero de ese año había fallecido Victoria Ocampo, cuya larga vinculación con Eugenio, íntima y de profundo afecto, todos conocemos. Mujica Láinez había publicado en La Nación una nota con este motivo, a causa de la cual Eugenio le escribió, comentándola y ponderándola. Le dijo además que lo había tenido presente durante la celebración de la Misa de Pascua.

Mujica Láinez, en la carta que ahora Eugenio tenía en su mano, se lo agradecía y agregaba: “Es algo que no le vendrá mal a este viejo pecador”. Anotaba luego una breve consideración, bella y atemorizada, acerca de la posibilidad de ver o no a Dios, situación que entendía no muy lejana… Esa carta, intensa, confidencial, terminaba así: “Te deseo paz, la ansiada paz, querido sacerdote”. Esta última palabra, pasados ya casi veinte años, se ha desprendido del papel y ha ido pasando de día en día para iluminar, con una luz cálida como la del escritorio, silenciosa y discreta, a tantos, tantos amigos… a algunos hasta el lecho de muerte.

La modesta anécdota que he referido, con independencia del valor que tenga por sí misma, es emblemática. Revela un aspecto de Eugenio (quizás lo revela a él íntegramente) que se ha hecho sacerdocio: un espacio interior de singular estatura humana, que se torna lugar donde los amigos podemos ir a celebrar (es decir, a hacer célebre) un dolor o una alegría, siempre en una atmósfera de sigilo, presencia, pudor y afecto.

Eugenio ha conocido a tantísima gente para la que no resulta fácil (o que no hace fácil) el hallazgo de un interlocutor válido ante quien exponer las veteadas zonas del alma humana, que busca revelarse siempre en secreto. Qué misterio digno: un hombre que acaso podría haber sido poderoso (quizás muy poderoso) y guarda silencio.

De la existencia de esa carta de Manuel Mujica Láinez saben muy pocos; por mí y no por Eugenio. Hay muchísimas personas que podrían contar una anécdota análoga a la mía, y hay muchísimas cartas de esta índole también. ¿Cuántas? Creo que Eugenio estará de acuerdo conmigo: sería lindo que nunca lo supiéramos.

Ignacio J. Navarro para revista Intramuros (1996. Año II – Nº 4. Pág. 7)

1 Readers Commented

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  1. He leido En recuerdo de Eugenio Guasta : Revista Criterio con mucho interes y me ha parecido ameno ademas de facil de leer. No dejeis de cuidar esta web es buena.

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