Antes de que me acusen de quién sabe qué cosas, declaro solemnemente mi convicción de que los países americanos tienen el deber moral de proteger a sus pueblos originarios, que suelen ser –como decía el documento de Puebla– los más pobres entre los pobres. Las comunidades indígenas tienen derecho a llevar una vida digna y sus tradiciones, lengua y cultura merecen ser preservadas y difundidas como parte de nuestro patrimonio cultural. Por otra parte, antes de que me reclamen quién sabe qué, quiero aclarar que me he sentado a la computadora con ánimo de aportar elementos de análisis histórico, por lo que no me referiré a la situación y a los conflictos que protagonizan actualmente algunos pueblos indígenas, materia en la que soy incompetente. Como lo soy también en historia indígena, lo que no impide que algunas reflexiones pueda arrimar como historiador del siglo XIX argentino.
En algunos relatos que he escuchado o leído de la guerra que enfrentó a los pueblos originarios que habitaban los territorios del Sur argentino con las poblaciones de origen europeo, se habla de “genocidio mapuche”. Debo decir al respecto que la expresión es cuanto menos discutible. En realidad, no existía en el siglo XIX una identidad mapuche. Los indígenas que se reúnen bajo la categoría “mapuche” poseían elementos culturales comunes, fundamentalmente la lengua mapudungun, pero estaban fragmentados en comunidades que se definían por la obediencia a un determinado jefe étnico (cacique) y por el control de determinados territorios. La idea de “pueblo mapuche” es reciente, ajena al siglo XIX. Por lo que hace a la procedencia o improcedencia del uso de la categoría de “genocidio” para referirse a los resultados de esa guerra, los especialistas se encuentran divididos y no estoy en condiciones de emitir un juicio propio. Aconsejo al lector interesado que lea el dossier “Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica”, aparecido en la revista Corpus, Vol. 1, Nº 2 (2011), de fácil consulta porque se encuentra en línea. Allí están bien representadas las dos posiciones en debate.
Esos grupos de habla mapudungun eran muy diferentes entre sí y mantuvieron con las poblaciones de origen europeo relaciones también muy distintas. La frontera fue un espacio de separación entre dos mundos, pero también un lugar de encuentro. Las relaciones mercantiles entre los pueblos fueron muy intensas, y la guerra se produjo como fenómeno más bien esporádico que permanente. Además, estar en guerra con un cacique no significaba estarlo con el “pueblo mapuche”. La capacidad de control de esos caciques sobre sus “súbditos” solía ser débil. Podía ocurrir, por ejemplo, que un capitanejo incurriera en acciones de saqueo sin la anuencia de su cacique. Con algunos de esos caciques, el Estado nacional o los Estados provinciales establecieron pactos de paz que incluían el otorgamiento de cargos militares para caciques y capitanejos (había caciques coroneles, por ejemplo, con uniforme y todo) y la periódica provisión de ganado y de “vicios” (yerba, tabaco, aguardiente). A ello hay que agregar que existían grupos más o menos integrados a la sociedad de origen europeo, como los “indios amigos”.
Cuando la paz se rompía, los indígenas solían acudir al expediente del malón, que en el siglo XIX solía denominarse más habitualmente “invasión”. Sus guerreros (conas) cruzaban la frontera y asolaban las estancias y chacras, lanza en ristre, robando ganado y otros bienes y capturando cautivos, por lo general mujeres y niños. Solían evitar el enfrentamiento con las fuerzas militares de frontera, porque el objeto era fundamentalmente económico (el saqueo), no militar. La línea de fortines tenía por objeto evitar que salieran del territorio controlado por los “blancos” con el botín, más que impedirles entrar, lo que era mucho más difícil. Parte del ganado robado se dedicaba al consumo y parte se vendía en Chile a través de una extensa y compleja red de intercambios mercantiles.
Por otra parte, la “cuestión indígena” afectaba a toda la sociedad, en particular a los habitantes de la frontera. Es erróneo atribuir a Julio Argentino Roca o a la “oligarquía” la intención de aniquilar a los pueblos indígenas para quedarse con sus tierras. Cada vez que se producía una invasión, un nutrido coro de voces exigía al gobierno nacional o provincial que hiciera algo para evitar que se repitiera, incluyendo el ataque a los indígenas en sus tolderías. Simplificando, podemos decir que en cuanto a su dimensión social, el reclamo de una solución del problema indígena era por entonces algo similar al de hallar una para el de la inseguridad actual. Sólo en ese sentido, recalco, porque no se pueden comparar dos fenómenos tan disímiles como los malones y los problemas actuales de delincuencia. Aunque no era unánime el consenso en torno a la alternativa del aniquilamiento, y muchos preferían la búsqueda de una convivencia pacífica, si hubo un responsable de las campañas militares y el aniquilamiento, ese responsable fue la sociedad en su conjunto, particularmente la que vivía en las inmediaciones de la frontera, pobres y ricos. Frente a esa exigencia social de una solución, el Estado respondió con diferentes acciones: avance de la línea de fortines, acuerdos de paz, campañas punitivas. Frente a una nueva invasión, la sociedad acusaba al Estado de inoperancia para afrontar al problema. La prensa periódica, por ejemplo, solía publicar las cartas indignadas de vecinos y jueces de paz de los partidos afectados, que demandaban una urgente solución. El reclamo social llevó a que el Congreso de la Nación sancionara leyes específicas y encargara al Ejército la implementación de medidas defensivas y ofensivas, que hoy nos pueden parecer acertadas o no.
La campaña de Roca de 1879, por otra parte, no fue una expedición particularmente sangrienta. A esa altura, sobre todo tras el corrimiento de la frontera realizado en los años precedentes, que ocupó algunos territorios clave para su supervivencia (como Carhué), la situación de los grupos indígenas más cercanos a la frontera era crítica. De hecho, la prensa opositora, por ejemplo el periódico católico La América del Sud, denunció como innecesaria la campaña. Se decía que era un “paseo militar”, que Roca iba al “desierto” a sacarse fotos junto con sus oficiales, que el objeto verdadero de la campaña era promover su candidatura a la presidencia de la república. De hecho, la campaña no encontró serias resistencias, porque los grupos indígenas por lo general estaban en desbandada, y no fueron pocos los que buscaron a las tropas nacionales para rendirse, acosados por el hambre. En realidad, la campaña de Juan Manuel de Rosas en 1833 registra más combates y un número superior de bajas entre los indígenas que la de 1879.
Culpar hoy a Roca, al Estado, al Ejército o a la “oligarquía” no tiene mucho sentido, como no lo tiene hablar de un “pueblo mapuche” objeto de genocidio, como si una identidad de tal tipo hubiese existido entonces. Lo que no implica que como sociedad no nos encontremos en deuda con nuestros indígenas, que habitaban las tierras en las que hoy vivimos y fueron objeto de grandes injusticias. Tras las campañas, los varones adultos sobrevivientes fueron en muchos casos recluidos en verdaderos campos de concentración (como la Isla Martín García) y sometidos a trabajos forzosos, a veces en tierras lejanas (como las zafras tucumanas). Las mujeres y los niños fueron a menudo repartidos para el servicio doméstico de las familias criollas, sin importar que se separase a las madres de sus hijos. Algunos, incluso, fueron llevados al Museo de La Plata como una suerte de piezas vivientes. La cultura y la lengua indígenas fueron condenadas a la extinción.
Por todo ello estamos obligados a implementar políticas de reparación. Para lo cual, sin embargo, no es necesario construir mitos, ni buscar chivos expiatorios a los que endilgarles la responsabilidad de hechos que contaron entonces con el acuerdo casi unánime de la sociedad.
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Join discussionArtículo revelador y muy interesante. Debería ser de lectura obligatoria en las escuelas para contrarrestar la Propaganda (con mayúscula) anti-Roca, tan de moda en estos tiempos.
Algunas veces parecería que los que escriben la historia argentina hoy, lo hacen en otro país. Yo les voy a contar una pequeña história de la que fui involuntario testigo hace unos 45 años (tengo 58). Mi padre me llevó a visitar una familia que vivía en la calle Charcas, hoy Marcelo T de Alvear, casi esquina Callao. Un caserón que hoy es una cochera. Alli vivían unos amigos suyos de apellido Ramirez, y vivía una señora de en esa época unos 90 años que era la abuela de la mcasa. Doña Aromita. Ella siendo niña había sobrevivido a un malón. Es decir, alla por 1968 vivian aun algunas personas que fueron protagonistas de la epoca en que la gente moria o era cautivada por indígenas rebeldes que hacían malones contra las poblaciones fronterizas y existía una frontera interior que caomenzó a morir en 1879 con la campaña mal llamada al desierto.
Voy a agregar otro dato de interés: mi bisabuelo era David Cedric LLewellynn, galés, oficial de inteligencia de la armada británica, destinado a Chile en 1875. De sus cartas y de sus notas y de las historias familiares sabemos que su misión era capacitar militarmente a los araucanos de uno y otro lado de la cordillera (ambos lados se consideraban chilenos enbtonces) y organizarlos para que obtuvieran carne. Por eso el principal objetivo de los malones era la hacienda.Una vez que la hacienda llegaba a las costas chilenas, era faenada, la carne salada y preparada para ser enviada a las colonias británicas en el pacífico. Los puertos chilenos eran base natural de la flota británica. Pero lo más importante era el cuero, ya que constituía un material estratégico para el ejército inglés. Mi bisabuelo presenció matanzas completas de otras tribus que se interponían entre los araucanos, hoy llamados mapuches, y la hacienda. Por lo tanto, la historia es mucho más rica de lo que nos cuentan y los mapuches fueron el instrumento de los británicos. Mi bisabuelo llegó acompañando un malón hasta las proximidades de Dolores, donde fue herido y dado por muerto. Tomado por un criollo atacado por indios, fue atendido y curado en un poblado cercano, donde conoció a mi bisabuela y allí se quedó, y así la familia llega hasta hoy.
No parece muy serio empezar un artículo defendiéndose de que los lectores acusen al autor de «quién sabe qué cosas» o de que le reclamen «quién sabe qué». El autor debe expresar sus ideas con precisión y claridad; y los lectores sabrán cómo reaccionar, sin necesidad de que anticipen sus comentarios.
Respecto de la cuestión en sí, baste decir que el corrimiento activo de la frontera (en contraposición a la defensa estática de la «zanja de Alsina»), incorporó un millón de hectáreas a las tierras productivas argentinas. Ese descomunal incremento fue el fundamento de la extraordinaria expansión productiva de la Argentina a fines del siglo XIX. Los que hoy en día pretenden derribar el monumento a Roca del Centro Cívico de Bariloche están absolutamente desenfocados. Si la Argentina no efectivizaba su soberanía y el Estado no imponía su jurisdicción en ese amplio espacio, no hubiera pasado mucho tiempo antes de que otra bandera ondeara sobre las actuales provincias de La Pampa, Neuquén, sur de Mendoza, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego. Y esa bandera no hubiera sido precisamente el cocoliche multicolor que inventaron los actuales «indigenistas».
¿Qué significa eso de nuestros indígenas?¿De quién sonlos indígenas? Los indígenas son personas. Luego ni son nuestro ni de nadie. Vaya lenguaje…sin comentarios.
¡Extraordinario aporte el de la señora Natalia de Larrechea! Pero también absolutamente ignorado… Asistimos desde hace años a la construcción de una narración histórica parcializada, que esconde deliberadamente hechos que son significativos pero que no encajan en lo que pretende ser la “nueva historia oficial”. Y así, la mentira repetida y abonada por actores sociales importantes (funcionarios de gobierno, personalidades de la cultura, del arte, de los medios de comunicación), en lugares y momentos importantes, no contradicha por quienes están en condiciones de hacerlo, se transforman ante el Pueblo en verdades.