El economista alemán Gunnar Prause se refirió a la crisis financiera que golpea duramente a Europa y al rol de Alemania en un contexto de países con importantes déficits públicos.
Invitado por la Fundación Konrad Adenahuer en la Argentina y luego de dictar una conferencia en el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI), el profesor Dr. Gunnar Prause dialogó con Criterio sobre la actualidad económica europea.
–¿Hay una sola Europa o son varias, a partir de la crisis actual?
–Hay al menos dos, la del norte y la del sur, y también hay situaciones especiales en el este. La mayoría de los países de Europa están en recesión; Alemania está más o menos estable y otros no han tenido problemas, como Polonia, Estonia o Eslovaquia, que presentan un crecimiento relativamente importante, en el orden del 4%. Pero, en promedio, la tendencia es a la baja. Cuando hablamos de la crisis europea, uno de los problemas es la ausencia de un desarrollo parejo entre los países miembros. De hecho, como sucede desde 2004 con la apertura de los nuevos mercados, Europa occidental sigue enviando dinero al este y la brecha crece. En Alemania tenemos experiencia al respecto porque lo vivimos internamente, a partir de la unión de las dos Alemanias.
–¿Y cómo es el balance, después de más de 20 años de reunificación?
–Las transferencias de un lado a otro de Alemania ascendieron a billones cada año, y el efecto fue vivir en una especie de microcosmos. El este creció muy rápido y hoy los niveles de salarios están equilibrados en un 80 por ciento, aunque la competitividad y la productividad son menores. La tasa de crecimiento de exportaciones de Alemania del este es la mitad que en la Alemania occidental y con menor valor agregado en los productos. Esta experiencia nos permite aceptar que el mismo modelo puede darse en la Unión Europea.
–¿Cuáles son los principales problemas que no permiten a Europa superar la crisis?
–La productividad, la eficiencia y parcialmente también los problemas políticos. Si observamos el dinero que tenemos que invertir por unidad producida, es decir, el costo unitario de producción, Alemania mantuvo el promedio en los últimos diez años, gracias a que inyectó mucho dinero en innovación. Además, cuando el primer ministro era Gerhard Schröder, se elevó la edad jubilatoria de 65 a 67 años, se recortaron los subsidios a los desempleados y los seguros sociales. Fue una decisión difícil porque él provenía de la izquierda, de la social democracia, pero era lo que había que hacer. Hubo una gran discusión dentro del Gobierno de entonces, lo señalaron como el culpable y un año después lo sacaron, pero hoy todos coinciden en que hizo lo correcto, se convirtió en un héroe y ahora lo invitan de toda Europa.
–¿Qué otras políticas están en el origen de la buena performance de Alemania?
–Insisto en que la clave fue que Alemania se adelantó diez años en la restructuración de las políticas sociales. En Italia y Francia, por ejemplo, los gobiernos pospusieron este tipo de decisiones porque entendían que si las tomaban, quedaban fuera de la carrera política y no estaban dispuestos a pagar ese precio. Pero ahora no hay chances, tienen que aplicarlas sí o sí. Otra de las ventajas de la economía de Alemania tiene que ver con la política de respaldo de empresas. En Francia se orientan hacia las grandes compañías porque creen que necesitan grandes jugadores, y no respaldaron a las medianas y pequeñas empresas. En Alemania es diferente: se sostiene indirectamente a las grandes compañías a partir de las investigaciones de desarrollo o infraestructura, y las políticas se focalizan en las medianas y pequeñas empresas, que es el sector que ofrece el 50 por ciento de la oferta laboral y alberga el 80 por ciento de las personas que se incorporan al mercado del trabajo, y además allí se forman los “trabajadores azules”, sin educación profesional y jóvenes. Estas empresas de entre 50 y 250 empleados son la plataforma de la economía del país, abarcan el 40 por ciento de la economía y hasta algunas de ellas venden productos innovadores a todo el mundo. En Italia, Francia y España también está presente el sector pero no es poderoso, no suelen superar los 10 empleados.
–¿Es viable el modelo alemán para la recuperación del resto de la Unión Europea?
–Italia tiene la solución pero nadie la aplica, se están bloqueando entre los distintos sectores. También se habla mucho de Grecia, Portugal o Irlanda pero no son el fondo del problema porque son países relativamente pequeños; el gran peligro es el colapso de los grandes países. En Francia, por ejemplo, un sondeo dio como resultado que se necesitan 10 mil empresas con dos mil empleados cada una para recuperar la economía. Y se dice que ahora están trabajando con un plan de 80 puntos elaborado por un CEO de Apple. Una de las debilidades es que más allá de sectores como perfumería, moda o vinos, la producción francesa no tiene innovación. Un ejemplo es el mercado interno automotriz, que cayó el 20%: ni siquiera los franceses compran sus propios autos, lo cual demuestra que, en definitiva, no confían en lo que ellos mismos producen. En Inglaterra, uno de los grandes problemas es que la economía está basada en servicios; sólo el 10% se orienta hacia la producción, y ahora se han dado cuenta de que es un problema. Por el contrario, en Alemania, el 25% de la economía se orienta hacia la producción, y los servicios alcanzan más o menos el mismo porcentaje gracias a que se generan como derrame de la producción. Vendemos autos alemanes, pero también ofrecemos el traslado, los servicios financieros, etcétera. Por otro lado, el10 por ciento del ingreso impositivo de Inglaterra proviene de los servicios financieros, por eso el Gobierno se vio obligado a sostener al sector.
–¿Hay créditos para empujar la producción?
–En Alemania tenemos un banco público, el KFD, cuya función principal es inyectar dinero en el sector de las pequeñas y medianas empresas, de manera directa o indirecta a través de otros bancos. Inglaterra ahora copió este sistema. Italia necesitaría una solución así, pero allí es un gran problema porque no hay confianza. En Estonia, por ejemplo, hay gente muy capaz y con mucho empuje pero que no consigue créditos para dar el salto.
–¿Qué papel le adjudica a las diferentes identidades culturales de los países miembros de la UE?
–Es un problema importante y ha sido subestimado, por ejemplo, en lo que tiene que ver con los ingresos impositivos, que son clave para que cualquier país funcione. En la cultura alemana hay una confianza en lo que el Gobierno hará con esa recaudación, en cambio, en Grecia, por ejemplo, incluso las principales empresas no pagan los impuestos que les corresponden. Aun así, los países del norte de Europa todavía son mayoritariamente entusiastas respecto del Mercado Común Europeo –en Alemania, el 70% de la población–, pero no sucede lo mismo en el sur de la región. Otro aspecto estructural y cultural es la edad jubilatoria: los italianos, por ejemplo, no quieren trabajar más años y no comprenden que alguien tiene que pagar las pensiones.
–¿Cómo ve el futuro del euro?
–Soy muy optimista. Cuando se comparan los índices promedio de toda Europa con respecto a los norteamericanos, japoneses e incluso ingleses, la situación es totalmente controlable. No hay que olvidar que esta crisis nació con los fondos de inversión americanos e ingleses, y algunos personajes muy inteligentes empujaron nuestros puntos débiles, como Grecia o Portugal, señalando su nivel de deuda. Y no es un dato menor que el mundo se informa con la BBC o la CNN; son pocos los que siguen las noticias en los canales alemanes.
–¿Dónde están las soluciones?
–En Alemania recortamos los gastos y todos nos piden más dinero, pero sin mostrar intención de recortar los gastos propios. La gente culpa a los políticos, pero en Alemania, incluso los economistas más importantes tienen opiniones encontradas. Angela Merkel, que es una persona muy inteligente –demasiado inteligente para ser política–, desde el principio insiste en que no hay una única manera de encontrar una solución; hay que probar, y se necesita tiempo.
–¿Qué papel juegan la inmigración extranjera y las migraciones internas?
–Creo que ambas son positivas, aunque la Unión Europea no está preparada. Una oficina pública de desempleo en Alemania hizo un estudio que demostró que a mayor diversidad cultural, mayor innovación; es decir que cuando personas de distintas nacionalidades trabajan juntas, los resultados son mejores. Esto es a nivel de profesionales; el problema aparece con los “trabajadores azules”: los ingleses quieren reindustrializarse pero ya no tienen mano de obra, deben incorporar polacos, alemanes o italianos. Otro punto importante tiene que ver con la seguridad social, que no está a la altura de las circunstancias: muchos españoles o griegos emigran para trabajar en Alemania, Holanda o Finlandia, y se tienen que quedar dos años para obtener alguna cobertura.
–¿Es Europa tolerante?
– Estamos mejor que años atrás, aunque la gente tiene miedo de que los inmigrantes se queden con sus puestos de trabajo. Todo el mundo diría que los suizos y los holandeses son tolerantes, y sin embargo el 15% de su población apoya partidos de extrema derecha. Entre los franceses, el porcentaje crece al 20%. En el largo plazo, si bien considero que el problema se va a solucionar, me pregunto cómo se va a organizar la inmigración. La presencia musulmana, por ejemplo, está muy presente en la agenda política de Francia. Y si bien Alemania en este momento está interesada en incorporar ingenieros, es decir, personal calificado, y no importa el país de origen, no sé qué sucederá en el resto de Europa.
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Join discussionLa depresión del Excel
¿Puede un error en una hoja de cálculo haber destruido casi por completo la economía de Occidente?
Paul Krugman 21 ABR 2013 – 00:01 CET582
En esta era de la información, los errores matemáticos pueden llevar al desastre. La Mars Orbiter de la NASA se estrelló porque los ingenieros olvidaron hacer la conversión a unidades del sistema métrico; el plan de la ballena de Londres de JPMorgan Chase salió mal en parte porque quienes hicieron los modelos dividieron por una suma en lugar de por una media. De modo que, ¿fue un error de codificación de Excel lo que destruyó las economías del mundo occidental?
Esta es la historia hasta la fecha: a principios de 2010, dos economistas de Harvard, Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, divulgaron un artículo, Growth in a time of debt (Crecimiento en una época de endeudamiento), que pretendía identificar un umbral crítico, un punto de inflexión, para la deuda pública. Una vez que la deuda supera el 90% del producto interior bruto, afirmaban, el crecimiento económico cae en picado.
Reinhart y Rogoff tenían credibilidad gracias a un libro anterior admirado por todo el mundo sobre la historia de las crisis financieras, y el momento escogido era perfecto. El artículo se publicó justo después de que Grecia entrase en crisis y apelaba directamente al deseo de muchos funcionarios de virar del estímulo a la austeridad. En consecuencia, el artículo se hizo famoso inmediatamente; seguramente era, y es, el análisis económico más influyente de los últimos años.
El hecho es que Reinhart y Rogoff alcanzaron rápidamente un estatus casi sagrado entre los autoproclamados guardianes de la responsabilidad fiscal; la afirmación sobre el punto de inflexión se trató no como una hipótesis controvertida, sino como un hecho incuestionable. Por ejemplo, un editorial de The Washington Post de principios de este año advertía contra una posible bajada de la guardia en el frente del déficit porque estamos “peligrosamente cerca de la marca del 90% que los economistas consideran una amenaza para el crecimiento económico sostenible”. Fíjense en la expresión: “los economistas”, no “algunos economistas”, y no digamos ya “algunos economistas, a los que contradicen enérgicamente otros con credenciales igual de buenas”, que es la realidad.
La elevada deuda de Japón es consecuencia de la crisis, no su causa
Porque lo cierto es que el texto de Reinhart y Rogoff se enfrentó a críticas considerables desde el principio y la controversia aumentó con el tiempo. Nada más publicarse el artículo, muchos economistas señalaron que una correlación negativa entre la deuda y el comportamiento económico no significaba necesariamente que la deuda elevada fuese la causa de un crecimiento lento. Podría ocurrir perfectamente lo contrario, y que el mal comportamiento económico condujese a una deuda elevada. De hecho, este es evidentemente el caso de Japón, que se endeudó enormemente después de que su crecimiento se hundiese a principio de los noventa.
Con el tiempo, surgió otro problema: otros investigadores, usando datos de deuda y crecimiento aparentemente comparables, no fueron capaces de replicar los resultados de Reinhart y Rogoff. Lo habitual era que encontrasen cierta correlación entre la deuda elevada y el crecimiento lento (pero nada que se pareciese a un punto de inflexión en el 90% ni, de hecho, en ningún nivel concreto de deuda).
Finalmente, Reinhart y Rogoff permitieron que unos investigadores de la Universidad de Massachusetts analizasen la hoja de cálculo original; y el misterio de los resultados irreproducibles se resolvió. En primer lugar, habían omitido algunos datos; en segundo lugar, emplearon unos procedimientos estadísticos poco habituales y muy cuestionables; y finalmente, sí, cometieron un error de codificación de Excel. Si corregimos estos errores y rarezas, obtenemos lo que otros investigadores han descubierto: cierta correlación entre la deuda elevada y el crecimiento lento, sin nada que indique cuál de ellos causa qué, pero sin rastro alguno de ese umbral del 90%.
En respuesta a esto, Reinhart y Rogoff han admitido el error de codificación, han defendido sus demás decisiones y han afirmado que nunca aseguraron que la deuda provoque necesariamente un crecimiento más lento. Esto es un tanto insincero porque repetidamente dieron a entender esa idea aunque evitasen formularla expresamente. Pero, en cualquier caso, lo que realmente importa no es lo que quisieron decir, sino el modo en que se ha interpretado su trabajo: los entusiastas de la austeridad anunciaron a bombo y platillo que ese supuesto punto de inflexión del 90% era un hecho probado y un motivo para recortar drásticamente el gasto público incluso con un paro elevadísimo.
Este fiasco debe situarse en el contexto más amplio de la obsesión por la austeridad
Por eso debemos situar el fiasco de Reinhart y Rogoff en el contexto más amplio de la obsesión por la austeridad: el evidentemente intenso deseo de los legisladores, políticos y expertos de todo el mundo occidental de dar la espalda a los parados y, en cambio, usar la crisis económica como excusa para reducir drásticamente los programas sociales.
Lo que pone de manifiesto el asunto de Reinhart y Rogoff es la medida en que se nos ha vendido la austeridad con pretextos falsos. Durante tres años, el giro hacia la austeridad se nos ha presentado no como una opción sino como una necesidad. Las investigaciones económicas, insisten los defensores de la austeridad, han demostrado que suceden cosas terribles una vez que la deuda supera el 90% del PIB. Pero las investigaciones económicas no han demostrado tal cosa; un par de economistas hicieron esa afirmación, mientras que muchos otros no estuvieron de acuerdo. Los responsables políticos abandonaron a los parados y tomaron el camino de la austeridad porque quisieron, no porque tuviesen que hacerlo.
¿Servirá de algo que se haya hecho caer a Reinhart y Rogoff de su pedestal? Me gustaría pensar que sí. Pero preveo que los sospechosos habituales simplemente encontrarán algún otro análisis económico cuestionable que canonizar, y la depresión no terminará nunca.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel 2008.
Traducción de News Clips.
http://economia.elpais.com/economia/2013/04/19/actualidad/1366398440_370422.html
En definitiva… Alemania se preparó aplicando recetas «liberales» («aumento de la edad jubilatoria, recorte del gasto público, recorte a los subsidios a desempleados y cargas sociales») que aquí serían satanizadas como «neoliberales».
Estimado Gabriel,
El problema en realidad es definir cuál es el objeto de la política, si es el PBI o es la gente y no el 1% de arriba sino especialmente ese 50% que necesita más que nadie al Estado. Desde una perspectiva cristiana no deberían existir dudas, Francisco lo ha dicho el 1 de Mayo: “El trabajo forma parte del plan del amor de Dios y otorga dignidad a la persona …Pido a todos que, en la medida de sus responsabilidades, se esfuercen por crear puestos de trabajo y dar esperanza a los trabajadores.”
Luego del desenlace con desastre social de 2001-2002 en Argentina se optó por priorizar los objetivos. Al tope de la lista no se ubicó el “investment grade” o (el hada de) la “confianza de los mercados”, sino al crecimiento. Y no cualquier crecimiento, sino uno con inclusión y sostenido por la demanda. Dicho de otra manera, generar trabajo de calidad y bienestar para las mayorías por sobre el equilibrio presunto de los “fundamentals”.
Esto y no otra cosa significa oponerse a la ortodoxia económica: buscar que las variables se ajusten a los objetivos y no al revés. Por eso, no son aceptables medidas contractivas, los famosos “ajustes”, justificados antes por “imposibilismo” y frases huecas como “estamos mal pero vamos bien”. Y esto está en la raíz del conflicto, inevitable, del gobierno con el poder económico.
En cambio, Alemania, cuya situación en el mundo no se parece en nada a la de Argentina, ha tomado medidas que seguramente no han favorecido a los más pobres, ni dentro de su país ni en el resto de Europa. Más bien parecería que se corresponden con la falta de ética que el Papa Francisco ha descripto en el discurso que he citado en mi comentario anterior.
Cordialmente,
jc
Opinión de Francisco sobre la crisis al recibir a nuevos embajadores en Santa Marta,el Jueves 16 de Mayo. Frente a la opinión de Prause, una visión diferente, verdaderamente cristiana.
EL PAPA A LOS NUEVOS EMBAJADORES: LA CRISIS FINANCIERA HUNDE SUS RAÍCES EN EL RECHAZO DE LA ÉTICA
Ciudad del Vaticano, 16 mayo 2013 (VIS).-
Los nuevos embajadores ante la Santa Sede de Kirguizistán, Bolot Iskovich Otunbaev; de Antigua y Barbuda, David Shoul; de Luxemburgo, Jean-Paul Senninger y de Botswana, Lameck Nthekela, han presentado esta mañana al Santo Padre sus cartas credenciales.
En el discurso que les ha dirigido, el Pontífice, les ha exhortado a no olvidar el predominio de la ética en la economía y la vida social, subrayando el valor de la solidaridad y la centralidad del ser humano.
“La humanidad – ha dicho el Papa- vive en este momento como una curvatura de su historia, teniendo en cuenta los avances en diversas áreas. Hemos de alabar los resultados positivos que contribuyen al verdadero bien del ser humano, por ejemplo en los campos de la salud, la educación y la comunicación. Sin embargo, también hay que reconocer que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo siguen viviendo en una precariedad diaria, con consecuencias desastrosas. Algunas patologías aumentan con sus consecuencias psicológicas; el miedo y la desesperación se adueñan del corazón de muchas personas, incluso en los llamados países ricos; la alegría de vivir disminuye; la indecencia y la violencia van en aumento, la pobreza se hace más evidente. Hay que luchar para vivir y, con frecuencia, para vivir de una forma que no es digna.
Una de las causas de esta situación, en mi opinión, radica en la relación que tenemos con el dinero, en aceptar su dominio sobre nosotros y nuestras sociedades. Así, la crisis financiera que estamos atravesando nos hace olvidar su origen primero, situado en una profunda crisis antropológica. ¡En la negación de la primacía del hombre! Hemos creado nuevos ídolos. El antiguo culto al becerro de oro ha encontrado una imagen nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin rostro ni objetivo verdaderamente humano”.
“La crisis global que afecta a las finanzas y la economía -ha observado el Pontífice- parece poner de relieve sus deformidades y, especialmente, la grave carencia de su perspectiva antropológica, que reduce al hombre solamente a una de sus exigencias: el consumo.
Y lo que es peor, el mismo ser humano es considerado hoy como un producto que se puede usar y luego tirar. Hemos puesto en marcha la cultura del deshecho. Esta deriva atañe al nivel individual y social, ¡y se favorece! En este contexto, la solidaridad, que es la riqueza de los pobres, a menudo se considera contraproducente, en contra de la racionalidad económica y financiera. Mientras el rédito de una minoría crece de manera exponencial, el de la mayoría se debilita.
Este desequilibrio se deriva de las ideologías que promueven la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera, negando así a los Estados el derecho de controlar, aunque éstos sean los encargados del bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral y sin remedio posible sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y el crédito alejan a los países de su economía real y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A esto hay que añadir, una corrupción tentacular y una evasión fiscal egoísta que han asumido proporciones mundiales. La voluntad de poder y posesión ha pasado a ser ilimitada”.
“Detrás de esta actitud – ha advertido el Obispo de Roma- se encuentra el rechazo de la ética, el rechazo de Dios. ¡La ética, al igual que la solidaridad, molesta! Se considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder; se la ve como una amenaza, porque rechaza la manipulación y la sumisión de la persona. Porque la ética lleva a Dios, que está más allá de las categorías del mercado. Dios es considerada por estos financieros, economistas y políticos, como algo incontrolable. Dios incontrolable, incluso peligroso, porque llama al hombre a su plena realización y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud.
La ética -una ética naturalmente no ideológica – permite, en mi opinión, crear un equilibrio y un orden social más humanos. En este sentido, animo a los expertos financieros y a los líderes gubernamentales de vuestros países a considerar las palabras de San Juan Crisóstomo: «No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son los nuestros, los bienes que poseemos; son los suyos”.
El Papa ha afirmado que “sería deseable llevar a cabo una reforma financiera que sea ética y produzca, a su vez, una reforma económica saludable para todos. Sin embargo, esto requeriría un cambio audaz de actitud de los dirigentes políticos. Les exhorto a que se enfrenten a este reto con determinación y visión de futuro, teniendo en cuenta, por supuesto, la naturaleza específica de sus contextos. ¡El dinero debe servir y no gobernar!
El Papa ama a todos, ricos y pobres, pero el Papa tiene la obligación, en el nombre de Cristo, de recordar al rico que debe ayudar al pobre, respetarlo, promoverlo. El Papa exhorta a la solidaridad desinteresada y a un retorno de la ética en favor del hombre en la realidad económica y financiera”.
“La Iglesia, por su parte – ha reiterado- trabaja siempre para el desarrollo integral de cada persona. En este sentido, señala que el bien común no debe ser un simple añadido, un simple esquema conceptual de calidad inferior añadido a la agenda política. La Iglesia anima a los gobernantes a estar verdaderamente al servicio del bien común de sus pueblos. Exhorta a los administradores de las realidades financieras a tomar en consideración la ética y la solidaridad. Y ¿por qué no acudir a Dios para inspirar sus propios diseños? Se crearía entonces una nueva mentalidad política y económica que contribuiría a transformar la dicotomía absoluta entre la esfera económica y la social en una sana convivencia”.
Por último, Francisco ha saludado, a través de los embajadores a las comunidades católicas de sus respectivos países, animándolas a “continuar su testimonio valiente y gozoso de la fe y el amor fraternal enseñados por Cristo. ¡No tengan miedo de ofrecer su contribución al desarrollo de sus países a través de iniciativas y actitudes inspiradas en las Sagradas Escrituras!”.
http://www.vis.va/vissolr/index.php?vi=all&dl=bd47c6f1-d5aa-40be-bb81-5194cc53ddec&dl_t=text/xml&dl_a=y&ul=1&ev=1
Una democracia degenerada
Por Serge Halimi
Director de Le Monde diplomatique.
Mayo 2013
Algunas revelaciones nos reenvían a lo que ya sabíamos. ¿Recién nos damos cuenta de que a algunos dirigentes políticos les gusta el dinero y que frecuentan a los que lo poseen?, ¿de que todos ellos se quejan a veces como si fueran una casta por encima de las leyes?, ¿de que la fiscalidad consiente a los contribuyentes más ricos?, ¿de que la libre circulación del capital les permite resguardar su tesoro en paraísos fiscales?
El descubrimiento de las transgresiones individuales debería conducir a cuestionar el sistema que las ha engendrado. Ahora bien, en estas últimas décadas, la transformación del mundo fue tan veloz que le ganó de mano a nuestra capacidad de análisis. Ante la caída del Muro de Berlín, la emergencia de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y de nuevas tecnologías; ante las crisis financieras, las revueltas árabes, la decadencia europea: en cada oportunidad los expertos nos anunciaron el fin de la historia o el nacimiento de un nuevo orden mundial.
Más allá de estos entierros prematuros o de estos partos imprevisibles, es importante, en principio, hacer un balance de las tres grandes tendencias más o menos universales que tuvieron como consecuencia la expansión de las desigualdades sociales, la descomposición de la democracia política y la contracción de la soberanía nacional. A la manera de pústulas de un gran cuerpo enfermo, cada “escándalo” nos permite ver cómo los elementos de este tríptico resurgen separadamente y se ensamblan uno dentro de otro. El telón de fondo general podría resumirse así: al depender prioritariamente del arbitrio de una minoría privilegiada (la que invierte, especula, despide, presta), los gobiernos consienten la desviación oligárquica de los sistemas políticos. Cuando se rebelan frente a esta negación del mandato que el pueblo les ha confiado, la presión internacional del dinero organizado intenta hacerlos caer.
La máquina desigualitaria
“Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse sino sobre la utilidad común”. Todos sabemos que el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano no fue jamás rigurosamente observado. Desde siempre, las distinciones estuvieron motivadas por algo ajeno a la utilidad común: el lugar donde se tiene la suerte o la mala suerte de nacer, la condición de los padres, el acceso a la educación y a la salud, etc. Pero el peso de estas diferencias se veía a veces aliviado por la creencia de que la movilidad social compensaba las desigualdades de nacimiento. Para Alexis de Tocqueville, este tipo de esperanza –más difundida en Estados Unidos que en el Viejo Continente–, ayudaba a los estadounidenses a acomodarse a la disparidad de los ingresos, más importante allí que en cualquier otra parte. Un pequeño contador de Cleveland o un joven californiano no profesional podía soñar que su talento y su tenacidad lo propulsarían al lugar que John Rockefeller o Steve Jobs habían ocupado antes que él.
“La desigualdad en sí misma no fue jamás un grave problema en la cultura política estadounidense, que insiste sobre la igualdad de oportunidades más que sobre los resultados –recuerda todavía hoy el intelectual conservador Francis Fukuyama–. Pero el sistema sólo continúa siendo legítimo si las personas siguen creyendo que, trabajando duro y dando lo mejor de sí, ellos mismos y sus hijos tienen grandes oportunidades de progresar, y si tienen buenas razones para pensar que los ricos se hicieron ricos respetando las reglas del juego” (1). Esta fe secular, tranquilizadora o anestesiante, se evapora en el mundo entero. Interrogado seis meses antes de su elección a la Presidencia de la República sobre los medios para la “recuperación moral”, que era su más ardiente deseo, François Hollande mencionaba el “sueño francés. Corresponde al discurso republicano que nos permitió avanzar a pesar de las guerras, las crisis, las divisiones. Hasta estos últimos años, teníamos la convicción de que nuestros hijos vivirían mejor que nosotros”. Pero el candidato socialista agregó: “Esta creencia se disipó” (2).
El mito de la movilidad social cede el paso al temor del desclasamiento. Un obrero tiene pocas chances de convertirse en patrón, periodista, banquero, profesor universitario, dirigente político. Las grandes escuelas están todavía más cerradas a las categorías populares que en el momento en que Pierre Bourdieu publicó Los herederos, en 1964. Lo mismo sucede con las mejores universidades del mundo cuyos gastos de escolaridad estallaron (3). Incapaz de seguir pagando sus estudios superiores, una joven acaba de suicidarse en Manila. Y, hace dos años, un estudiante estadounidense explicaba: “Debo setenta y cinco mil dólares. Pronto voy a ser incapaz de devolver mis cuotas. Como mi padre es el garante va a tener que devolver mi deuda. Él también va a quebrar. Por lo tanto habré arruinado a mi familia porque quise educarme por encima de mi clase” (4). Él quiso vivir el sueño americano “de los harapos a la fortuna”. Por culpa suya, su familia recorrerá el camino inverso.
Cuando “el ganador se lleva todo” (5), la desigualdad de los ingresos pone de manifiesto en ocasiones la patología social. La familia Walton, propietaria del gigante de la distribución Walmart, poseía hace treinta años 61.992 veces la riqueza media estadounidense. Probablemente no era suficiente, porque actualmente posee 1.157.827 veces más. Los Walton solos acumularon, pues, tanto dinero como las 48.800.000 familias más pobres (6). La patria de Silvio Berlusconi tiene un pequeño retraso respecto de las proezas estadounidenses pero, el año pasado, el Banco de Italia anunció que “las diez primeras fortunas nacionales [detentaban] tanto dinero como los tres millones de italianos más pobres” (7).
Y, ahora, China, India, Rusia o los países del Golfo se abren paso a los codazos en el club de los millonarios. En materia de concentración de los ingresos y de explotación de los trabajadores, no tienen nada que aprender de los occidentales, a quienes, por otra parte, brindan de buena gana lecciones de liberalismo salvaje (8). Los millonarios indios que poseían en 2003 el 1,8% de la riqueza nacional, cinco años más tarde acapararon el 22% (9). Mientras tanto se volvieron, por cierto, un poquitín más numerosos, pero un 22% de las riquezas para un grupo de sesenta y un individuos ¿no es demasiado para una nación de más de mil millones de habitantes? Mukesh Ambani, el hombre más rico del país, tal vez se plantea la pregunta desde el salón de su casa rutilante de veintisiete pisos que domina Bombay –una ciudad donde la mitad de sus habitantes continúa viviendo en tugurios–.
Hemos llegado a un punto en que el Fondo Monetario Internacional (FMI) se preocupa… Después de haber proclamado durante mucho tiempo que la “dispersión de los ingresos” era un factor de emulación, de eficiencia, de dinamismo, observa que el 93% del crecimiento económico de Estados Unidos durante el primer año de su recuperación económica sólo benefició al 1% de los estadounidenses más ricos. Incluso al FMI le parece demasiado. Pues dejando de lado toda consideración moral, ¿cómo asegurar el desarrollo de un país cuyo crecimiento beneficia cada vez más a un grupo reducido que por disponer de todo ya no compra gran cosa? Y que, en consecuencia, atesora o especula, alimentando un poco más una economía financiera ya parasitaria. Hace dos años, un estudio del FMI deponía, pues, las armas. Admitía que favorecer el crecimiento y reducir las desigualdades constituían “las dos caras de una misma moneda” (10).
Los economistas observan por otra parte que a los sectores industriales que dependen del consumo de las clases medias comienzan a faltarles los mercados, en un mundo donde la demanda global, cuando no está asfixiada por la política de austeridad, privilegia los productos de lujo y los de baja gama.
Según los abogados de la globalización, la profundización de las desigualdades sociales provendría sobre todo de un crecimiento tan rápido de las tecnologías que castiga a los habitantes menos instruidos, menos móviles, menos flexibles, menos ágiles. La respuesta al problema ya se habría encontrado: la educación y la formación (de los rezagados). En febrero último, el semanario de las “elites” internacionales The Economist resumía este relato legitimista, del cual la política y la corrupción están ausentes: “Las ganancias del 1% de los más ricos pegaron un salto gracias a la prima que una economía globalizada basada en la alta tecnología confiere a las personas inteligentes. Una aristocracia que antes destinaba su dinero ‘al vino, a las mujeres y a la música’ fue reemplazada por una elite instruida en las business schools cuyos miembros se casan entre ellos y gastan sabiamente su dinero pagando a sus hijos cursos de chino y abonos a The Economist” (11).
La sobriedad, el pudor y la sabiduría de padres atentos, que forman a su progenie con la (sola) lectura del diario que los volverá mejores, explicarían así la expansión de las fortunas. No está prohibido proponer otras hipótesis. Como por ejemplo la de que el capital, menos gravado que el trabajo, consagra a la consolidación de su sostén político una parte de los ahorros que obtiene de las decisiones que lo favorecieron: fiscalidad cómoda, salvataje de los grandes bancos que tomaron como rehén a los pequeños ahorristas, poblaciones a las que se presiona para que se les pague a los acreedores, deuda pública que constituye para los ricos objeto de inversión (y un instrumento de presión) suplementario… Las connivencias políticas del capital le garantizan que seguirá siendo menos gravado que el trabajo. En 2009, seis de los cuatrocientos contribuyentes estadounidenses más prósperos no pagaron ningún impuesto; veintisiete, menos del 10%; ninguno pagó más del 35%…
En suma, los ricos usan su fortuna para acrecentar su influencia, después su influencia para acrecentar su fortuna. “Con el tiempo, las elites están en condiciones de proteger sus posiciones manipulando el sistema político, colocando su dinero en el extranjero para evitar la carga impositiva, transmitiendo estas ventajas a sus hijos gracias al acceso privilegiado a las instituciones elitistas” (12), resume Fukuyama. Se adivina entonces que un remedio reclamaría, eventualmente, algo más que un retoque constitucional.
Una economía globalizada en la que “el ganador se lleva todo”; sindicatos nacionales hechos trizas; una fiscalidad liviana para los ingresos más pesados: la máquina desigualitaria da nueva forma al mundo. Las sesenta y tres mil personas (dieciocho mil en Asia, diecisiete mil en Estados Unidos y catorce mil en Europa) con una fortuna superior a 100 millones de dólares poseen una riqueza acumulada de 39,9 billones de dólares (13). Hacer pagar a los ricos no sería solamente una cuestión simbólica.
Electores “de calidad”
Sin embargo, las políticas económicas que dieron satisfacción a una minoría no transgredieron casi nunca las formas democráticas de gobierno de la mayoría. A priori, hay allí una paradoja. Uno de los más célebres jueces estadounidenses de la historia de la Corte Suprema, Louis Brandeis, manifestaba, en efecto: “Tenemos que elegir. Podemos tener una democracia, o tener una concentración de las riquezas en manos de algunos, pero no podemos tener las dos cosas”. La verdadera democracia no se resume por lo tanto en el respeto de las formas (elección plural, cuarto oscuro, urna). Implica algo más que la participación resignada en un escrutinio que no cambiará nada: una intensidad, una educación popular, una cultura política, el derecho de reclamar rendición de cuentas, de revocar a los representantes que traicionan su mandato. No es casualidad que en 1975, en un período de ebullición política, de optimismo colectivo, de solidaridades internacionales, de utopías sociales, el intelectual conservador Samuel Huntington confesara su inquietud. Huntington estimaba en un famoso informe publicado por la Comisión Trilateral que “la operación eficaz de un sistema democrático requiere en general de un nivel de apatía y de no participación por parte de ciertos individuos y grupos” (14).
Misión cumplida… Además, la Comisión Trilateral acaba de festejar su cuadragésimo aniversario incorporando al círculo de sus comensales a ex ministros socialistas europeos (Peter Mandelson, Elisabeth Guigou, David Miliband) y a participantes chinos e indios. No tiene que ruborizarse por el camino recorrido. En 2011, dos de sus miembros, Mario Monti y Lucas Papademos, ex banqueros uno y otro, fueron promovidos por una troika de instancias no elegidas –el FMI, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo (BCE)– a la cabeza de los gobiernos italiano y griego. Pero todavía sucede que pueblos cuyo “nivel de apatía” sigue siendo insuficiente rezongan un poco. Así, cuando Monti trató de convertir el sufragio censitario de la troika en sufragio universal, sufrió un fracaso estrepitoso. El filósofo francés Luc Ferry se declaró apenado: “Lo que me entristece, porque soy demócrata de alma, es la constancia con que el pueblo, en tiempos de crisis, elige sin falta, si no a los más malos, por lo menos a los que le ocultan más hábilmente y más ampliamente la verdad” (15).
Para prevenirse contra esta clase de decepción, lo más sencillo es no tener para nada en cuenta el veredicto de los electores. La Unión Europea, que imparte lecciones de democracia a todo el planeta, hizo de esta negación una especialidad. Y no por accidente, porque desde hace treinta años, los ultraliberales que conducen la danza ideológica en Estados Unidos y en el Viejo Continente se inspiran en la “teoría de la elección pública” del economista James Buchanan. Fundamentalmente desconfiada de la democracia, tiranía de la mayoría, esta escuela intelectual postula que los dirigentes políticos son proclives a sacrificar el interés general –indisociable de las iniciativas de los jefes de empresa– por la satisfacción de sus clientelas y la seguridad de su reelección. La soberanía de tales irresponsables debe ser, en consecuencia, estrictamente limitada. Es el rol de los mecanismos coercitivos que en este momento inspiran la construcción europea (independencia de los bancos centrales, regla del 3% de déficit, pacto de estabilidad) o, en Estados Unidos, la amputación automática de los créditos públicos (“secuestro presupuestario”).
Uno se pregunta sin embargo qué es lo que los liberales temen todavía de los gobernantes, dado que las reformas económicas y sociales que estos ponen en práctica no cesan de coincidir con las exigencias del ámbito de los negocios y de los mercados financieros. En el pináculo del Estado, por otra parte, la convergencia se ve reforzada por la sobrerrepresentación extravagante de las categorías sociales más burguesas y por la facilidad con que éstas pasan de lo público a lo privado. Cuando en un país como China –en el que el ingreso anual promedio apenas excede los 2.500 dólares– el Parlamento cuenta con ochenta y tres millonarios, se comprende que a los chinos ricos no les falten buenos abogados en la cúspide del Estado. Sobre este punto por lo menos, el modelo estadounidense encontró su maestro, aun cuando Pekín, al no tener elecciones, no distribuye todavía sus codiciadas embajadas entre los donantes más generosos de las campañas del Presidente triunfante, como lo hace Washington.
Las colusiones –y los conflictos de interés– entre gobernantes y millonarios se juegan más allá de las fronteras. Cuando Nicolas Sarkozy estaba en el Elíseo concedió favores a Qatar –una convención fiscal, por ejemplo, que exoneraba al emirato de impuestos sobre las plusvalías inmobiliarias–; ahora pretende lanzarse a una economía especulativa con el apoyo de Doha. “El hecho de que sea un ex presidente no significa que deba volverse un monje trapense”, lo defendió su ex ministro del Interior Claude Guéant (16). El voto de pobreza tampoco se impone con más fuerza a los ex jefes del Ejecutivo Anthony Blair, Jean-Luc Dehaene y Giuliano Amato; el británico aconseja a JP Morgan, el belga a Dexia y el italiano a la Deutsche Bank. ¿Se puede defender el bien público velando por no disgustar a regímenes feudales extranjeros o a instituciones financieras que es fácil imaginar como futuros empleadores? Cuando, en un número creciente de países, la misma jugada interesada involucra alternadamente a los dos principales partidos, estos se vuelven para el pueblo lo que el novelista Upton Sinclair llamaba “las dos alas de una misma ave de presa”.
El Instituto Demos quiso medir los efectos de la proximidad entre dirigentes gubernamentales y oligarquía económica. Hace dos meses publicó, pues, una encuesta en la que detallaba “cómo la dominación de la política por los ricos y por el mundo de los negocios frena la movilidad social en América” (17). Respuesta: en materia de políticas económicas y sociales, de derecho del trabajo, los ciudadanos más prósperos tienen prioridades muy distintas a las de la mayoría de sus conciudadanos. Pero ellos disponen de medios fuera de lo común para lograr sus aspiraciones.
Así, mientras que el 78% de los estadounidenses estima que el salario mínimo debería estar indexado sobre el costo de la vida y alcanzar para no caer en la pobreza, sólo el 40% de los contribuyentes más prósperos comparte esta opinión. Se muestran igualmente menos favorables a los sindicatos que los primeros y a las leyes susceptibles de favorecer su actividad. En cuanto a la mayoría, le gustaría que el capital fuera gravado con la misma tasa que el trabajo. Y otorga una prioridad mucho más grande a la lucha contra la desocupación (33%) que a la lucha contra los déficits (15%).
El resultado de esta divergencia de opiniones es que el salario mínimo perdió el 30% de su valor desde 1968; ninguna ley (contrariamente a la promesa del candidato Barack Obama) allanó el camino de este via crucis que implica la creación de un sindicato en una empresa; el capital sigue siendo dos veces menos gravado que el trabajo (el 20% contra el 39,6%). En fin, el Congreso y la Casa Blanca rivalizan en este momento en el terreno de los recortes presupuestarios, en un país en el que la proporción de la población activa empleada alcanzó un piso casi histórico.
¿Cómo explicar mejor que los ricos dejan una marca profunda en el Estado y el sistema político? Votan más a menudo, financian las campañas electorales más que los otros y, sobre todo, ejercen una presión continua sobre los legisladores y los gobernantes. El avance de las desigualdades en Estados Unidos debe mucho al muy bajo nivel de gravámenes sobre el capital. En realidad, esta medida es objeto de un lobby permanente en el Congreso, mientras que del 71% de su costo para todos los contribuyentes no se beneficia más que el 1% de los estadounidenses más ricos.
El rechazo de una política activa del empleo indica la misma elección de clase, transmitida también por un sistema oligárquico. En enero de 2013, la tasa de desempleo de los estadounidenses, con frecuencia burgueses, que disponen al menos de una licenciatura no era sino del 3,7%. Por el contrario, alcanzaba el 12% para los no profesionales, mucho más pobres. Aquellos cuya opinión cuenta menos para Washington que la del ámbito de los negocios. O que la de Sheldon y Miriam Adelson, la pareja de millonarios republicanos que financiaron las elecciones del último año con más dinero que la totalidad de los habitantes de doce Estados estadounidenses… “En la mayoría de los casos –concluye el estudio de Demos– las preferencias de la aplastante mayoría de la población parecen no tener ningún impacto sobre las políticas elegidas”.
Mandatarios que no mandan
“¿Usted quiere que yo renuncie? ¡Si es así, dígamelo!” El presidente chipriota Nicos Anastasiades habría apostrofado de este modo a Christine Lagarde, directora general del FMI, cuando ésta le exigió que cerrara inmediatamente uno de los más grandes bancos de la isla, gran proveedor de empleos y de ganancias (18). El ministro francés Benoît Hamon parece admitir también que la soberanía (o la influencia) de su gobierno es limitada puesto que, “bajo la presión de la derecha alemana, se imponen políticas de austeridad que se traducen por toda Europa en un aumento de la desocupación” (19).
En la puesta en práctica de medidas que consolidan el poder restringido del capital y de la renta, los gobiernos supieron siempre recurrir a la presión de “electores” no residentes, a quienes les alcanza con invocar la irresistible potencia: la troika, las agencias de clasificación, los mercados financieros. Por otra parte, una vez concluido el ceremonial electoral nacional, Bruselas, el BCE y el FMI envían su hoja de ruta a los nuevos dirigentes con el fin de que estos abjuren de tal o cual promesa de campaña. Aun The Wall Street Journal se emocionó en febrero último: “Desde que la crisis comenzó, hace tres años, los franceses, los españoles, los irlandeses, los holandeses, los portugueses, los griegos, los eslovenos, los eslovacos y los chipriotas votaron de una manera u otra contra el modelo económico de la zona euro. Sin embargo, las políticas económicas no se han modificado después de estas derrotas electorales. La izquierda reemplazó a la derecha, la derecha echó a la izquierda, la centro derecha incluso aplastó a los comunistas (en Chipre), pero los Estados continúan reduciendo el gasto y subiendo los impuestos. […] El problema que afrontan los nuevos gobiernos es que deben actuar en el marco de las instituciones de la zona euro y seguir las directivas macroeconómicas fijadas por la Comisión Europea. […] Vale decir que después del ruido y el furor de una elección, su margen de maniobra económica es estrecho” (20). “Tenemos la impresión de que una política de izquierda o de derecha dosifica de manera distinta los mismos ingredientes” (21).
Un alto funcionario de la Comisión Europea asistió a un encuentro entre sus colegas y la dirección del Tesoro francés: “Era alucinante: se comportaban como un maestro de escuela explicando a un mal alumno lo que debía hacer. Yo estaba asombrado de que el director del Tesoro mantuviera la calma” (22). La escena recuerda la suerte de Etiopía o de Indonesia en la época en que los dirigentes de estos Estados estaban reducidos al rango de ejecutantes del castigo que el FMI venía de infligirles a sus países (23). Una situación que toda Europa conoce en la actualidad. En enero de 2012, la Comisión de Bruselas conminó al gobierno griego a recortar en aproximadamente 2.000 millones de euros el gasto público del país. En los cinco días siguientes, y bajo pena de multa.
Ninguna sanción amenaza sin embargo al Presidente de Azerbaiyán, al ex ministro de Economía de Mongolia, al primer ministro de Georgia, a la esposa del viceprimer ministro ruso o al hijo del ex presidente colombiano. Sin embargo, todos registraron parte de su fortuna –mal adquirida o directamente robada– en paraísos fiscales. Como las Islas Vírgenes Británicas, donde se censan veinte veces más sociedades registradas que habitantes. O las Islas Caimán, que cuentan tantos hedge funds como Estados Unidos. Sin olvidar, en el corazón de Europa, Suiza, Austria y Luxemburgo, gracias a que el Viejo Continente se caracteriza por un cóctel detonante de políticas de austeridad presupuestaria muy crueles y de industrias de evasión fiscal.
No todo el mundo se queja de esta porosidad de las fronteras. Propietario de una multinacional de lujo y décima fortuna del planeta, Bernard Arnault incluso se alegró un día de la pérdida de influencia de los gobiernos democráticos: “Las empresas, sobre todo internacionales, tienen medios cada vez más amplios, y adquirieron, en Europa, la capacidad de competir entre los Estados […] El impacto real de los hombres políticos en la vida económica de un país es cada vez más limitado. Felizmente” (24).
En cambio, la presión soportada por los Estados aumenta. Y se ejerce a la vez a través de los países acreedores, del BCE, del FMI, de la patrulla de agencias de clasificación, de los mercados financieros. Jean-Pierre Jouyet, actual presidente del Banco Público de Inversiones (BPI), admitió hace dos años que, en Italia, estos últimos “habían presionado sobre el juego democrático. Es el tercer gobierno que cae por su iniciativa a causa de su deuda excesiva. […] La disparada de las tasas de interés de la deuda italiana fue la boleta de votación de los mercados […]. Llegado el momento, los ciudadanos se rebelarán contra esta dictadura de hecho”.
Pero la “dictadura de hecho” puede contar con los grandes medios para confeccionar los pretextos que retrasan, y luego desvían, las revueltas colectivas, para personalizar, es decir, despolitizar, los escándalos más evidentes. Para aclarar los verdaderos resortes de lo que se trama, los mecanismos gracias a los cuales riqueza y poder fueron captados por una minoría que controla a la vez los mercados y los Estados, es necesario un trabajo continuo de educación popular.
Recordaría que todo gobierno cesa de ser legítimo cuando deja que se profundicen las desigualdades sociales, ratifica el hundimiento de la democracia política, acepta la puesta bajo tutela de la soberanía nacional.
Día tras día se suceden manifestaciones–en las urnas, en las calles, en las empresas– para reiterar el rechazo popular a los gobiernos ilegítimos. Pero, a pesar de la magnitud de la crisis, tantean la búsqueda de propuestas de cambio, convencidas a medias de que éstas no existen o que significarían un costo prohibitivo. De allí el surgimiento de una exasperación desesperada. Es urgente encontrarle una salida.
[Un próximo artículo reflexionará sobre las estrategias políticas que permitan explorar vías alternativas].
1. Francis Fukuyama, Le Début de l’histoire. Des origines de la politique à nos jours, Saint-Simon, París, 2012.
2. La Vie, París, 15-12-11.
3. Véase Christopher Newfield, “La dette étudiante, une bombe à retardement”, Le Monde diplomatique, París, septiembre de 2012.
4. Tim Mak, Unpaid student loans top $1 trillion, http://www.politico.com, 19-10-11.
5. Robert Frank y Philip Cook, The Winner-Take-All-Society, Free Press, Nueva York, 1995.
6. “Inequality, exhibit A: Walmart and the wealth of American families”, Economic Policy Institute, http://www.epi.org, 17-7-12.
7. Guillaume Delacroix, “L’Italie de Monti, laboratoire des “mesures Attali”, Les Echos, París, 6/7-4-12.
8. Véase “Frente antipopular”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero de 2013.
9. “Indias’s Billionaires club”, Financial Times, Londres, 17-11-12.
10. “Income inequality may take toll on growth”, The New York Times, 16-10-12.
11. “Repairing the rungs on the ladder”, The Economist, Londres, 9 de febrero de 2013.
12. Francis Fukuyama, Le Début de l’histoire, op. cit.
13. En 2011, el Producto Interno Bruto mundial era de aproximadamente 70 billones de dólares. Véase Knight Frank y Citi Private Bank, “The Wealth Report 2012”, http://www.thewealthreport.net
14. Samuel Huntington, The Crisis of Democracy, Nueva York, 1975.
15. Luc Ferry, Le Figaro, París, 7-3-13.
16. Anne-Sylvaine Chassany y Camilla Hall, “Nicolas Sarkozy’s road from the Elysée to private equity”, Financial Times, Londres, 28-3-13.
17. David Callhan y J. Mijin Cha, “Stacked deck: How the dominance of politics by the affluent & business undermines economic mobility in America”, Demos, http://www.demos.org
18. “Le FMI et Berlin imposent leur loi à Chypre”, Le Monde, 26-3-13.
19. RMC, 10-4-13.
20. Matthew Dalton, “Europe’s institutions pose counterweight to voter’s wishes”, The Wall Street Journal, 28-2-13.
21. RTL, 8-4-13.
22. “A Bruxelles, la grande déprime des eurocrates”, Libération, París, 7-2-13.
23. Véase Joseph Stiglitz, “Aprender del ‘caso’ Etiopía”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, abril de 2002.
24. Bernard Arnault, La Passion créative. Entretiens avec Yves Messarovitch, Plon, París, 2000.
Traducción: Florencia Giménez Zapiola
Lo que Alemania hizo fue tratar de digerir la reunificación y le costó más de 15 años. Recortó todos los aspectos sociales por necesidad, no por previsión. Y ahora está llevando la economía europea a la ruina por culpa del austericidio que impone a los «socios» de la UE. Si las cosas no cambian llegaremos a revueltas sociales en cualquier momento y al fin de la UE.