Muchas veces he utilizado la expresión “más largo que esperanza de pobre” cuando me convidan un mate largo. Sabemos que este tipo de frases encierran cierta sabiduría popular, y entonces me pregunto: ¿Por qué la esperanza del pobre es larga? ¿Qué sucedería si fuese corta? El pobre está acostumbrado a esperar en muchísimas situaciones: a que lo atiendan en el hospital público, en la calle con calor para inscribir a sus hijos en la escuela, en la puerta del poli para anotarse en alguna actividad deportiva o recreativa, que pare de llover para que no se le inunde la casa o la calle de tierra, esperando que baje la sudestada, esperando que el patrón le pague, muchas veces ni en tiempo ni en forma, esperando que se cumplan sus derechos.
Entonces recuerdo la famosa y pésimamente utilizada frase de Carlos Marx: “La religión es el opio de los pueblos”. Imagino que este pensador se habrá cansado de ver a los pobres esperar sin reclamar o sin luchar por sus derechos, o de ver a los líderes de las religiones (pastores, sacerdotes, rabinos, no importa) predicar a los feligreses la esperanza como contraria a la búsqueda y a la lucha por una vida digna, la conquista de derechos básicos. Pero observemos un detalle: Marx no dice jamás que el Evangelio es el opio de los pueblos, sino que las religiones lo son.
Dejando de lado la frase, quiero ahondar en este paso (Pésaj) que dio Jesús en Semana Santa. Él pasó de la muerte a la Vida, inaugurando en medio de nosotros el Reino de vida del Padre (Aparecida 143). La resurrección tiene dos aristas: la esperanza, que es certeza de que Yahvé transforma lo muerto en vivo, y la Buena Noticia de que con la resurrección de Jesús el Reino del Padre ha sido inaugurado. ¿Por qué entonces hay quienes no se sienten dignos de recibir a Jesús si él transforma lo muerto en vivo, la miseria en presencia, lo indigno en digno? ¿Qué estamos haciendo nosotros como Iglesia argentina y latinoamericana para plasmar este Reino de vida del Padre que ya ha sido inaugurado?
La Pascua es siempre una oportunidad para volver a poner la mirada en la misericordia del Padre y no en nuestros méritos; no es en ellos donde Jesús elige nacer, no es por ellos que Jesús da la vida y resucita. Hay que decirlo con claridad: nuestros peores defectos son el pesebre de Jesús, nuestras mayores pobrezas son el tesoro de Jesús, nuestros pecados más secretos son el abrazo más tierno de Jesús. Si no lo reconocemos, nuestra comunión con el Padre será siempre incompleta; no podemos acercarnos a él desde nuestros méritos y aciertos, porque él vino a amar principalmente nuestra parte enferma. Y he aquí el enorme ejemplo del pequeño hermano Francisco de Asís, un hombre que, siguiendo las palabras de Pablo, fue grande desde su debilidad. Pienso entonces en los muchos que abandonaron la Iglesia por sentirse débiles, pequeños, indignos, impuros, que se fueron de nuestros templos y de nuestros salones parroquiales heridos. ¿Es que acaso ellos no deberían ocupar los primeros bancos en las celebraciones? ¿No deberían ser los principales testigos del paso de la resurrección de Jesús, como lo fue María Magdalena en su momento? ¿Qué hicimos como Iglesia para que estén afuera? ¿Qué Jesús vivimos y predicamos? ¿Es realmente el Evangelio lo principal de nuestra Iglesia?
La Pascua es la inauguración del Reino de vida del Padre, en palabras de nuestros obispos latinoamericanos. Y este Reino de vida no puede abandonar la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América latina y del mundo y, mucho menos, una fuga de la realidad hacía un mundo exclusivamente espiritual (Aparecida 148). El Padre inauguró un Reino donde aún vemos rostros sufrientes, personas que viven en la calle en las grandes urbes, migrantes que muchas veces son tratados como la escoria de la sociedad, los enfermos, los adictos, los detenidos en cárceles y comisarias, las esclavas sexuales, etcétera. El papa Francisco nos ha recordado que la Iglesia está convocada a ser “abogada de la justicia y defensora de los pobres” ante “intolerables desigualdades económicas y sociales” que “claman al cielo” (Aparecida 395).
El Resucitado nos trae un mensaje de esperanza: ya hemos sido salvados, no por nuestros méritos sino por su misericordia. Una alegría inmensa invade nuestras almas, pero también una profunda tristeza. El Evangelio, lejos de ser el opio del pueblo, debe ser el gran motor de los cristianos, para que ninguno de nosotros descanse hasta ver volver a la Iglesia a quienes se fueron heridos, hasta reconocer que nuestra pobreza es nuestra mayor riqueza, y poder amarla genuinamente, hasta que los marginados y vulnerados conquisten sus derechos y participen de una vida digna.
Junto al Resucitado y a los obispos debemos comprometemos a trabajar para que la Iglesia latinoamericana y caribeña siga siendo, con mayor ahínco, compañera de camino de nuestros hermanos más pobres, incluso hasta el martirio (Aparecida 396).
El autor es estudiante de Ciencias Políticas, docente y coordinador de la Fundación Oficios en Benavídez.
2 Readers Commented
Join discussionMuchas gracias por esta excelente nota. Confío que bajo nuestro Papa Francisco la Iglesia se acerque al ideal evangélico.
Hace falta nombrarlos, tal como hizo Francisco, para que todos seamos capaces de detenernos, de ver el sufrimiento y de comprometernos con nuestros hermanos.
«Marx no dice jamás que el Evangelio es el opio de los pueblos, sino que las religiones lo son». Brillante. El hermano Roger, de Taizé, solía decir: «Cristo no vino a fundar una religión, sino una comunión». El artículo es muy claro y esperanzador, respira testimonio. Felicitaciones.