Análisis de las inundaciones recientes y de la fisiología del poder que no pudo impedir, una vez más, la tragedia. Al final, una luz de esperanza.
Ya sabemos: toda tecnología trae “colado” un accidente, más tarde o más temprano: derrumbes, asfixias, envenenamientos, accidentes aéreos y terrestres. No hay seguridad absoluta en ningún sistema desarrollado por el hombre, y esto vale especialmente para la “máquina-ciudad”, al decir de Lewis Mumford, complejo organismo vivo que requiere energía, alimentación, edificación y mantenimiento de circuitos.
Pero también la gestión y la tecnología pueden poner límites a la inseguridad. Y los límites serán tanto más estrictos cuanto más eleve la comunidad a un lugar relevante al tema. En este sentido, vale tanto el aspecto de la prevención como la eficiencia en el alerta y despliegue de los medios de auxilio y remediación. Nada califica tanto a una sociedad y a sus gobernantes como la reacción frente a la desgracia colectiva.
Las recientes inundaciones revelan el bajísimo grado en que el tema se mantiene en nuestro entorno inmediato, tanto en el aspecto preventivo cuanto en el paliativo. Por sólo nombrarlos, estos son algunos puntos de lo que “hizo demasiada agua” en estos eventos:
- Pronósticos meteorológicos
- Plan de evacuaciones mandatorias
- Educación y acción en Defensa Civil
- Ocupación del territorio y ordenamiento de la infraestructura de servicios
- Prestación y control de los servicios públicos (empresas y entes reguladores)
- Recolección de residuos y mantenimiento de desagües
- Seguridad pública general.
Común denominador de todas: la atención precaria y hasta el abandono en amplias zonas, donde prima el “Sálvese quien pueda…”
Fisiología de un sistema de poder
Las inundaciones dejaron a la vista el funcionamiento de nuestro sistema de organización social, la fisiología de este sistema de poder que tiene por característica principal el cortoplacismo y la respuesta al “tema del día”, no siempre el más relevante. Esto vale en primer lugar para todos los ciudadanos y luego para sus emergentes, el Estado administrador y el Gobierno en todos los niveles: nacional, provincial y municipal. Sociedad y autoridades se enfrascan en vidas casi autistas, cada vez más distantes. La corrupción pública promueve la indiferencia privada y medra con ella.
Aceptamos a nivel comunitario decisiones que jamás aceptaríamos en el orden personal y familiar. Hay un abismo creciente, y, en él, también se impone una especie de pensamiento mágico en el que todo lo soslayado día a día será eventualmente resuelto por el Estado. Y eventualmente, el Estado fracasa siempre, y la sociedad lo olvida, lo niega, una y otra vez…
Cuando ocurrió la tragedia de Cromañón dijimos: “Esto no va a volver a suceder, pero cualquier otro desastre sigue quedando a mano…”. Y se sucedieron las tragedias, más grandes y más chicas. Las inundaciones de estas semanas son sólo el último caso.
El fuerte reclamo por la falta de presencia del Estado ante la catástrofe se vuelve hasta exagerado, y desnuda que la sociedad ya está preparada de antemano para el reclamo porque consiente un sistema de desprotección permanente, anestesiado por la vida de todos los días: desprotección física, policial, social, sanitaria, y hasta cultural teniendo en cuenta el desprecio de los mensajes del poder y de los medios.
En este marco, a la población se le ofrece y ésta acepta un rol cómplice en políticas de “abaratamiento” de servicios que terminan siendo caras, muy caras. Se instala el reflejo de demandar servicios de calidad sin pagar lo que cuestan. Esto es especialmente sensitivo en temas de energía, saneamiento y transporte, en lo que las obras requeridas son realmente muy importantes y costosas.
Esta fisiología patológica, que tiene una exhibición dramática en los accidentes catastróficos, es pan de todos los días para la población en general, y para la más pobre y excluida en particular. Si sumamos los miles de muertos y heridos en el tránsito, en asaltos y agresiones físicas, por la inseguridad laboral, o por el accionar de grupos mafiosos relacionados con la droga y la trata de personas, o el abandono de personas en el sistema de salud, caeremos en la cuenta de que todos los días se inunda la Argentina.
Decía el personaje de Julio Chávez en Un Oso Rojo, la película de Caetano: “A la gente hay que cuidarla, hermano…” El sistema de poder en el que vivimos está en las antípodas.
Grajeas de esperanza
Frente al dolor y la desesperación, sorprende y emociona la movilización social. Hay en el cuerpo social una reserva que requiere ser llamada a la conciencia y a la acción. Es más, es una conciencia que lo pide a gritos. Pero para que deje de ser una grajea y se convierta en un salto social, en la curación del tejido dañado, es preciso convocar a un nuevo proyecto que supere los mezquinos ademanes de la política. Este sistema debería ser una revolución como la promovida por el papa Francisco: una sociedad que privilegie la protección de la vida hoy, mañana y siempre; que anteponga el afecto, el amor y la ternura por los individuos a las triquiñuelas del poder.
La instalación y el mantenimiento de sistemas de seguridad, salud y educación de nivel adecuado requieren un consenso social que dejaría sin recursos a la política y al poder. Quedarían sin presupuesto muchos Fútbol para Todos, despachos y chequeras, mucha nómina de ñoquis militantes, punteros y barras bravas. Debería ser una renovación de modos y prácticas, de lógicas y estrategias. No nos equivoquemos: el proceso requerido es muy arduo, ya que la inseguridad social es la contracara de un sistema injusto e insensible generalizado. Y que, para colmo, cuenta con la prescindencia de muchas de sus propias víctimas.
Ha sonado una hora importante para nuestro país. Hora de reconstrucción. De los hombres. De las estructuras e instituciones. De la política. Es una oportunidad de oro para correr el eje de la vida pública argentina y acercarlo a las necesidades y a la felicidad de los argentinos.
El autor es experto en temas de servicios públicos. Fu subsecretario de Energía de la Nación (1998-1999) y director Nacional de Planificación Energética (1989-1991).
1 Readers Commented
Join discussion100% de acuerdo con el ante último párrafo. …»requieren un consenso social…» He aquí la cuestión.