Testimonio de un joven tras la elección del cardenal Jorge Bergoglio como nuevo Papa. Pocos me considerarían una persona religiosa. Soy un agnóstico ferviente, valga la contradicción, y en algunos días incluso un tibio ateo. Nacido en una casa católica, infiltrado en una universidad cristiana, siempre estoy observando más que participando. Pero todavía sé todas las canciones de misa y recuerdo con afecto correr por los pasillos de una iglesia, o el nerviosismo de la primera comunión, así que hay algo en su música y en sus salmos que me sigue invitando, que siempre va a sonar nostálgico.

Me atrevo a decir que este es el perfil de gran parte de la población joven de la Argentina actual. Hijos y nietos de un conservadurismo católico y patriarcal que hasta hace no tanto era indivisible de las costumbres propias de nuestro pueblo, hoy en día no puede sino ceder terreno al matrimonio igualitario o a un feminismo indignado y galopante. Somos los que no levantan ni una bandera ni la otra en la contienda, sino que vemos cómo los distintos timoneles dividen al país en direcciones opuestas, y tratamos de encontrar nuestro lugar entre las grietas.

Nuestra falta de interés en estos asuntos es tan nociva como la indiferencia política, sino peor, y roza la apatía patriótica. Como nos advirtió el filósofo francés Henri-Benjamin Constant, la apatía de los ciudadanos amenaza la integridad del país, y escala rápidamente en un nihilismo por nuestra cultura, en el encogerse de hombros que estamos practicando diariamente, en frase como “¿Y qué vas a hacer?” y “Esto no va a cambiar”. Justo en una Argentina tan violentamente dividida entre oficialismo y oposición, entre los repetidos “él” y “ella”, entre “ellos” y “aquellos” pero absolutamente ningún “nosotros”, y menos aún un “todos”, justo cuando menos lo esperábamos, pasa esto.
En una sacudida dulce, como alguien que te despierta con firmeza y emoción, nos enteramos de que tenemos un Papa. No un Papa para los católicos, un Papa para los argentinos. Y fue tan marcado el despertar que todos se acordarán dónde estaban y qué hacían cuando se enteraron de la noticia. Y de repente me siento orgulloso de él. No por él, sino de él. Como si fuese algo que hubiésemos estado cultivando, como si su elección hablase bien de mi país, hablase bien de mí mismo, como si tuviera algo que ver con ello. Todo por haber caminado las mismas calles, crecido a la sombra de los mismos edificios, por compartir un acento y quizás un colectivero o dos.

Porque lo que no nos dijo Constant es que el patriotismo es más un sentimiento y menos un deber, que es algo que no se crea ni compra pero que sucede y se aprovecha. Como ganar un mundial de fútbol con un mérito del espíritu, como una medalla olímpica que no se va a olvidar en un estante, esto es justo lo que necesitábamos y jamás esperábamos. Nuestra victoria no llegó por el ámbito legislativo ni el judicial, sino por el moral. Lo que más necesitaba el pueblo argentino era algo de lo que estar orgulloso nuevamente, un símbolo de unión tan innegable e intachable capaz de ahogar las voces de los que sólo quieren dividir, y finalmente nos deje hablar de un “todos”.

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  1. Facundo Lopez Rivarola on 29 julio, 2013

    Siendo un joven de 14 años, en un paìs donde lo culto no abunda, la nota me encantò. Està muy buena y lo que dice sobre los jòvenes, que ya se perdio la fe en las religiones, especialmente en la cristiana. El joven cree, y siendo la naturaleza de un adolescente, empieza a discutir a los padres, y opta por dejar de ir a la iglesia. Yo se esto porque a mi me pasò y me pasa, elijo quedarme los domingos a la tarde en casa y viendo la tele.
    (perdonen por no haber puesto tildes, no hay en esta computadora)

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