Los cristianos y el mundo esperan que los primeros gestos del Papa preanuncien los urgentes cambios que se le demandan. En unas pocas semanas los católicos de todo el mundo nos hemos visto conmovidos por la renuncia –no por todos esperada– de Benedicto XVI, quien cerró de un modo valiente su difícil y controvertido pontificado, la inminente preparación de un cónclave y la elección por vez primera de un cardenal latinoamericano perteneciente a la orden jesuita. Se trató nada menos que del cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio. Una sorpresa no tan sorpresiva. Con esto quiero decir que si bien Bergoglio no aparecía entre los papables con más posibilidades para este cónclave, no debía haberse subestimado su excelente performance en el que antecedió la elección del cardenal Joseph Ratzinger y su gran prestigio al interior del colegio cardenalicio.

Sin embargo, en lo personal debo reconocer que al escuchar su nombre experimenté sensaciones encontradas, una mezcla de estupor y de alivio, tal vez por aquello de “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Me costó estabilizar mis sentimientos y tratar de ordenar mis ideas porque para un católico no hay instante más emotivo que los momentos posteriores al anuncio del Habemus Papam, aún para aquellas católicas que, como yo, mantienen desde hace años una posición muy crítica de su jerarquía en general y que se encuadran dentro de una línea en tensión permanente con los últimos papados de Karol Wojtyla y su sucesor, “el gran Inquisidor” y perseguidor de la Teología de la Liberación, devenido Papa en 2005 para decepción de todo el arco progresista de la Iglesia católica.

Considero necesario hacer esta aclaración pues es evidente que para alguien que se identifica con un catolicismo liberal siempre combatido al interior de la institución y que se alinea cerca de posturas como las de Catholics for Choice no ha sido ni es fácil mantenerse dentro de una comunidad religiosa cuyas autoridades se han alejado hace tiempo de los valores evangélicos, han incurrido en escándalos sexuales, hechos de corrupción financiera inadmisibles y se han pertrechado en un comportamiento retrógrado y sectario a contracorriente de las necesidades y de las realidades cotidianas que viven sus fieles, y también pretendiendo ejercer una hegemonía ideológico-cultural absurda que un mundo plural y secularizado ya no admite.

Ciertamente la Iglesia católica está atravesando desde hace años una de las crisis más profundas de su historia y sus reacciones para salir de ella han sido hasta ahora un fracaso rotundo. La elección de Bergoglio es a mi criterio una vía intermedia para intentar salir de esta situación. La corrompida curia romana no tuvo otra chance que negociar y reconocer que su desprestigio es enorme y que otorgar el mando a un jesuita  conservador moderado no era tampoco el peor de los escenarios. Sí fue un gran acierto desplazar el eje del gobierno de la Iglesia católica de su matriz eurocéntrica y pasar al “continente de la esperanza” que, aunque ya no sea tampoco el reservorio moral de un catolicismo en alza, equilibrará al menos la relación de fuerzas en materia de representatividad y peso cultural-religioso de la región. Una región con asignaturas pendientes enormes en su agenda pública pero cuyas realidades de pobreza y exclusión pueden llevar a recordar a los poderosos del planeta que la ortodoxia económica y los planes de ajuste inhumanos no son la receta esperada para aplicar en las sociedades en crisis.

Francisco, con dotes de gran pastor, tiene el desafío inmenso de comenzar a reconstruir la Iglesia, pero una Iglesia que se vuelva a abrir al mundo y a la humanidad que sufre, poniendo más el acento en la misericordia y la inclusión que en la condena moral y las certezas absolutas.

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?