Por tratarse de una cuestión es sumamente compleja y aún pendiente, el Papa necesitará de una cuota de prudencia, coraje e inspiración espiritual extraordinaria para avanzar en el diálogo con otras religiones. La elección del papa Francisco ha desatado emociones, entusiasmos y esperanzas en todo el mundo. Ya es difícil abarcar siquiera cuántos temas están en danza, cuántos análisis, proyecciones al futuro, temores y deseos que estaban contenidos desde hace tiempo relativos a las tantas urgencias de la Iglesia. Más vale entonces tratar concisamente uno de los temas que será, creo, de la mayor relevancia: la relación de la Iglesia, o más precisamente, del papado, con otras confesiones religiosas. Dentro de ese vastísimo asunto se destaca la relación con el judaísmo y con el Islam.

La relación con el judaísmo tiene ya una intensa historia reciente –postconciliar– riquísima espiritualmente considerada y con altibajos, políticamente hablando. Los antecedentes, los hombres expertos en la cuestión, de ambas partes, son tantos y están tan involucrados que de seguro ayudarán al papa Francisco a jugar un rol relevante, como pienso que querrá hacer. Desde el primer instante hubo señales positivas: los mensajes entrecruzados con el rabino mayor de Roma, Riccardo Di Segni, y la invitación del presidente de Israel Shimon Peres a visitar el país. Además, la historia de las relaciones que llevó el nuevo Papa en su sede de Buenos Aires con los judíos –una de las mayores del mundo y la más numerosa en América latina– es de por sí la mejor carta de presentación de Francisco ante ellos, en Israel y en todo el mundo.

Por cierto que el hasta hace pocos días cardenal Jorge Bergoglio mantuvo aquí, en nuestro país, una positiva relación con la comunidad islámica y que ello es relativamente conocido como para haber despertado reacciones favorables su elección en el mundo islámico. Pero no menos cierto es que el grado de desarrollo de la relación entre la Iglesia católica en su conjunto, y el papado en particular, es todavía harto insuficiente y que no tiene, ni remotamente, la profundización que podría tener, si no hubiesen prevalecido rémoras que debieron ser tan superadas como lo fueron las que existían, hasta el Vaticano II, con el judaísmo.

En estos días todos los medios en el mundo se han ocupado de recordar la comparación demográfica entre las religiones. Claramente, el Islam es la confesión más numerosa del mundo: alrededor de 1.600 millones. Sólo unificando todas las diversas ramas del cristianismo, sumando a los católicos, los ortodoxos, los evangelistas, las diversas denominaciones mal llamadas “protestantes”, se alcanza una cifra mayor –casi 2.000 millones– que la que suma el Islam. Pero más allá del dato estadístico, de indudable peso  político en sí mismo, lo importante es que el Islam tiene una difusión universal no inferior a la cristiana, que vive un período histórico en ascenso, en cuanto a su relevancia en el mundo y sobre todo, que en su seno perduran sentimientos de recelo, de resentimiento, de sospecha y de distanciamiento que, justificados o no, necesitan ser abordados francamente, resueltamente, con coraje e inteligencia.

El papa Francisco cuenta con un bonus excepcional: proviene de una nación, la nuestra, donde esos sentimientos negativos no han prevalecido. Además de su positiva relación personal con los islámicos en nuestro país, la convivencia de las religiones en la Argentina es uno de los mejores créditos que puede exhibir ante el mundo. Pero en el salto a nivel universal, ya como el Santo Padre, la cuestión es sumamente más compleja, ardua, peligrosa y aún pendiente. Necesitará de una cuota de prudencia, coraje e inspiración espiritual extraordinaria.  Al respecto, un último dato muy actual del que no podemos prescindir: en los últimos años el martirologio de los cristianos es masivo, cruel, muy extendido geográficamente y que se verifica en países de mayorías musulmanas. Por ende, Francisco –que eligió el mejor nombre posible para encarar esta candente cuestión– no podrá dejar de tener presente todo este delicado y complejo escenario. Es de esperar, rogando al cielo, que sea iluminado en esa tarea.

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