guasta-victoria_ocampoDiscurso completo de Eugenio Guasta en el Jockey Club sobre tres escritoras emblemáticas, tres mujeres excepcionales con quienes tuvo trato en torno a la revista Sur.guasta2 Un día de abril de 1960, Victoria Ocampo, María Rosa Oliver, y Carmen Gándara, coincidieron, tal como se cuenta en las páginas de un diario, en una misma casa de Buenos Aires:

La invitación a un cocktail era de Victoria, en casa de su hermana Angélica, para agasajar a una nuera de lady Astor. Al abrirse la puerta del ascensor en el palier, veo de pronto ante mí una extraña escena. Una estilizadísima figura femenina, envuelta en una gran robe manteau de velours vert de la que solamente tenía puesta la manga derecha, ya que la izquierda caía en pliegues sobre su espalda, conversaba con un grupo de hombres mientras se quitaba unos largos guantes negros. Superado el desconcierto inicial, reconocí en aquella extravagante sin extravagancia a la Nena Gándara. Todo sucedía entre el palier y los primeros tramos de la casa; no se sabía si quienes la rodeaban le impedían el paso o querían escoltarla como un séquito. Ellos eran: Pepe Bianco, Eduardo Mallea, Enrique Pezzoni, Adolfito Bioy, Borges y Ernesto Sabato.

Victoria aparecía y desaparecía, invitándolos a entrar, si mayor éxito. Alguien comentó después  haber oído a Victoria diciéndole a Adolfito: “Estas son horas de traerme a Borges…”

Me interné en el telescópico living. Casi en el extremo pude saludar a la dueña de casa, Angélica.

Retrocediendo hacia el centro de aquel ámbito, en medio de otras muchas caras conocidas, descubrí a María Rosa Oliver, instalada en su silla de ruedas y acompañada en ese momento por Josefa, Pepa, su asistente galaica.

Me senté junto a María Rosa. Victoria, al pasar junto a nosotros, me dice: “Cuidado con las cosas que le dice esta.” Ante el llamado de atención de Victoria, María Rosa  respondió con un apelativo nuevo para mí: “A san Ignacio no le va a pasar nada”. La “grande-sorcière”, capaz de una infinita seducción, me hizo reír con sus picantes observaciones, me encandiló con su conocimiento de cuanto tema surgía. Mientras conversábamos, entreví a Marietta Ayerza, apenas descendida del retrato que le hizo Anglada Camarassa, y a su marido, el petiso González Garaño, que recordaba conversaciones chez Adrienne Monnier, con Picasso, Diaghilev, Léon Bakst y Stravinsky, a lo que Pepe Bianco acotó: “ Sacra conversación…”

También vi a Vera Makarov, la tolstoyana y gran emigrada rusa, que antes de llegar a Buenos Aires pasó por Sofía, Roma, y París, ocupada ahora en averiguar las circunstancias de las últimas conversaciones telefónicas de Victoria y sus amigos: “¿Tú la llamaste, o ella te llamó?”, preguntaba.

El atardecer se prolongaba cuando dejamos la casa. Quise ayudar a Pepa empujando la silla de ruedas en la cuesta de Rodríguez Peña. Antes de llegar a la Avenida Alvear, le pregunté a María Rosa: “¿Qué pasaría si alguien tirase una bomba ahí dentro, y desapareciese la mitad de la intelligentsia porteña?”. Su respuesta fue instantánea: “Nadie se daría cuenta”. Divertidos, seguimos hasta Parera, y por Parera hasta Guido 1521. María Rosa me invitó a que comiese con ellos. Los Oliver viven en un segundo piso de un caserón con anchísima fachada. Sentados al pie de un “Hijo Pródigo” atribuido a Murillo, tomamos un primer whisky, al que sumó Pepe Bianco, habitué de la casa.

Fui presentado a Pancho Oliver y a su mujer, Leonor. La mesa estuvo presidida por Pancho y por María Rosa. Las discusiones entre los comensales se enardecían. Comí por primera vez “el arroz con leche Oliver” que, según Pepe Bianco, es el mejor de Buenos Aires.

(Hasta aquí la cita de mi diario.)

Dentro del tiempo que abarca una década, y en un mismo reducido segmento de la ciudad, nacieron en Buenos Aires Victoria Ocampo, María Rosa Oliver y Carmen Rodríguez  Larreta de Gándara.

Victoria nació en abril de 1890, María Rosa en noviembre de 1898 y Carmen, la Nena, en julio de 1900. Las casas en las que nacieron estaban las tres en torno al convento de las Catalinas. Una en Viamonte, la vieja calle del Temple; las otras dos en la calle San Martín. Lazos de parentesco o de amistad vinculaban  a aquellas tres familias, los Ocampos, los Romeros y los Rodríguez Larretas, con las monjas del vecino convento.

Todavía Buenos Aires conservaba huellas de la gran aldea. Habrían de pasar varios años para celebrar el centenario de la Patria.

Ramona Victoria Epifanía Rufina,  Victorita, Victoria, en un texto que escribió en 1978, “El aire y las campanas”, recordaba las idas infantiles a Palermo, a la Avenida de las Palmeras, “para tomar aire”. Las campanas eran las campanas conventuales, vecinas, que ella empezó a oír, desde su primera infancia, en la casa natal.

La señora de Oliver, María Rita Romero, había donado su vestido de novia a las monjas catalinas. La priora, a su vez, le regaló un antiguo Niño Dios, al que vistió con raso de aquella prenda, cubierto de bordados, encajes y aljófar. Fue durante años imagen de devoción para la familia de María Rosa Lucía.

La fachada dieciochesca de la iglesia de Santa Catalina, obra de Giovanni Andrea Bianchi, fue abatida para construir otra, más de acuerdo con los gustos de principios del novecientos. Carmen Agustina Rodríguez Larreta decía textualmente que

“los culpables” de aquel cambio fueron su madre, Carmen Marcó del Pont, y monseñor Miguel D´Andrea, por entonces capellán del convento.

A mediados de 1978 hacía ya varios meses que Victoria se había recluido en San Isidro y no se dejaba frecuentar por nadie a causa de su enfermedad.  Cuando se llegaba a  San Isidro, para tener noticias de su salud, el visitante se encontraba con una barrera infranqueable; Victoria había establecido un sistema de mensajes, una especie de diálogo escrito que sustituía al encuentro personal. Subía el papel garabateado por el visitante y luego regresaba la respuesta de Victoria. Este ir y venir se repetía a lo largo de un tiempo prolongado, hasta que el mensajero confiscaba esas páginas pues Victoria no quería que nadie conservase sus jerémiades. Pero aquel ostracismo voluntario no podía durar. Hubo siempre en Victoria una honda necesidad de comunicar, participar, compartir. Empezaron una vez más a llegar los reconocibles sobres celestes con los mensajes que invitaban a ir a San Isidro la tarde del sábado o del domingo. “Ahora que me decidí a que me vieras como estoy, vení  cuando quieras”. Recibía en su cuarto. Un sofá y dos sillones, junto a una de las ventanas, con renovadas fundas de floreado chintz, reunían al pequeño grupo de amigos. Allí se proyectó el número de SUR dedicado a la memoria de Fryda Schulz de Mantovani, amiga muy querida de Victoria. A la izquierda de la puerta del cuarto, sobre una pequeña biblioteca, había un crucifijo de bronce y sobre el respaldo de la cama, una tabla primitiva, ¿toscana, umbra?, con una imagen de la Virgen. Aquí y allá, desperdigados libros.

María Renée Cura, Miné, amiga y colaboradora de Victoria, encontraría después, en una de las mesas de luz, a la izquierda de la cama, una edición de La Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, y una libreta verde, con breves notas escritas durante el último viaje europeo de Victoria (1975) y en el transcurso final de su enfermedad. Es una traducción francesa del Kempis, con una encuadernación todavía decimonónica, y que lleva impreso en letras doradas el nombre de su propietaria. Es un regalo que recibió en la adolescencia. Al hojear el pequeño libro pueden verse numerosísimas señales verticales en los márgenes, de diferente intensidad, que los años fueron acumulando. Es evidente que Victoria nunca abandonó esa lectura. La Imitatio Christi, obra clásica de la ascética cristiana, parece haberse difundido a comienzos del siglo XV. En ese devocionario abrevaron durante los siglos siguientes sinnúmero de hombres y mujeres cristianos. Recordemos que a partir de fines del XVI  la lectura de la Biblia no fue frecuente entre los seglares. Debería señalarse que para una mirada contemporánea el libro de Kempis tiene un fuerte carácter voluntarista. Victoria no ha citado a Kempis como ha citado sí a Teilhard de Chardin, en quien sin duda halló una apertura a un humanismo que coincidía con sus más hondas aspiraciones. El texto monástico no obstante está presente en su obra de un modo tácito. Hubo siempre en Victoria un anhelo de perfección moral. Las marcas del Kempis quizá sean testimonios de un combate interior nunca resuelto. Lo que Victoria admiró en Gandhi o en T.E. Lawrence, fue la coherencia entre el pensamiento y la vida y por lo tanto la subyugó la ascesis encarnada por cada uno de ellos. En alguna parte se confesó violenta y por ello deseosa de no violencia. ¿Identificó a Kempis con sus deseos de un alto vivir ético y espejo de un batallar por lo inalcanzable, que deja las más de las veces un sabor a derrota? Guías para un entendimiento de los itinerarios de Victoria son las páginas escritas por Roger Caillois sobre ella y también otras de Enrique Pezzoni en torno a los Testimonios victorianos.

Dice Caillois: “Dotada para la santidad,  por lo abrupto de su naturaleza,  podría haber apostado a eso, si alguna fe la hubiese sostenido –la apasionaba en T.E. Lawrence la posibilidad de una santidad sin fe–, si la vivacidad de sus apetitos no hubiera cada  vez quebrado las aspiraciones renacientes. Por apetitos entiendo no solo los físicos sino también los de la inteligencia y la voluntad, es decir, las tres concupiscencias teologales, sentiendi, sciendi, dominandi; la última en ella, la menos intensa, a pesar de las apariencias pues esa fogosidad no soporta ser intermitente.”

Dice Pezzoni, verdadero zahorí: “Victoria Ocampo admira a Gandhi, a T.E. Lawrence, que son por ello ‘su’ Gandhi, ‘su’ Lawrence. Pero también es capaz de apartarse de ellos dolorosamente para verlos como ideales. Lo ‘mío’ ya no indicara entonces un aspecto de su alma, ni siquiera en lo más alto, sino la elección de una posibilidad de vida. Y Victoria Ocampo se siente en deuda con los hombres que le han descubierto esa posibilidad y en quienes la pureza, la veracidad absoluta son más una gracia que una conquista, de la cual, por otra parte, se siente humanamente incapaz.”

Asomémonos con cuidado extremo a lo que en el último tiempo Victoria fue anotando en la libreta verde. Se siente sin fuerzas. Escribe: “Perdón, perdón, perdón”

Hay palabras ilegibles. Habla “de temblor y de angustia.” Y añade: “No es usual en mí”. Más adelante dirá: “Me resulta doloroso no poder leer bien ni escribir con mano segura”. En la página siguiente se lee: “Rezo en francés y la enfermera cree que estoy trastornada. Rezo sin creer porque son las palabras de siempre”.

¿No habrá necesitado Victoria una amical exégesis del cordial léxico joánico, para acceder al shalom y a la eirene, fuentes de confiada y gozosa alegría, respuesta a la urgencia que nos dice a cada uno: Xaire, alégrate?

La casa de los Oliver estaba en Guido y Juncal, frente a la plazoleta entonces sin nombre y hoy llamada Pedro Miguel Obligado. La generosidad de la fachada parecía anunciar  la abierta hospitalidad de aquel segundo piso, habitado por una familia de muchos  hermanos presididos por una madre matriarcal, la Mamá Grande. Las conversaciones en torno a la mesa se transformaban a veces en enfervorizados torneos verbales. Las opiniones y los entusiasmos más opuestos podían alcanzar niveles belicosos. La presencia materna amainaba los enfrentamientos. María Rosa, “la tía Roja”, según el decir de una sobrina, había ejercitado desde siempre, en medio de aquellas escaramuzas, una notable habilidad dialéctica, una certera visión del antagonista y un talante de humor irresistible. Aquella casa fue también una palestra para conocer al otro. La enseñanza paterna la inició en intereses diversos. Una innata simpatía y un gozoso modo de vivir borraban a los ojos de quienes la frecuentaron las limitaciones que la enfermedad le impuso. María Rosa recibía en una amplia sala con dos ventanales que daban a  la calle, con grandes bibliotecas, algunos grabados chinos y amplios muebles que provenían del caserón de la calle Charcas, donde antes vivió la familia, en casa del abuelo materno. Por aquel cuarto pasaron Pablo Neruda, Danilo Dolci, Pepe Bianco, Tota Cuevas, Arturo Paoli, Raimundo Ongaro, Rafael Alberti, Sara Jorge. Presidía desde el muro testero, un murillo que representaba el regreso del hijo pródigo. El relato lucano suele conducir a identificarse con el hijo que vuelve, pero la escena la domina la figura paterna que espera, que corre al encuentro del que regresa, que nada pregunta, que devuelve con el abrazo la filiación perdida, la dignidad del hijo, del hombre libre, que festeja y llama a los otros a recibir y celebrar juntos al que estaba perdido y ha sido recuperado.

Los tres tomos de las memorias de María Rosa son lectura indispensable para conocer un cierto Buenos Aires: Mundo, mi casa; La vida cotidiana; Mi fe es el hombre. Muestran la historia de un tiempo, de una sociedad, de una cultura. Y se descubre en ellos un itinerario, una vida argentina. Mi fe es el hombre nos comunica un credo. Define una vida entera. Lo que ha orientado esa vida. El descubrir progresivo de una  vocación de servicio. Lo político fue un ámbito esencial para María Rosa, como lo fue su interés incesante por la cosa pública, la res pública, el bien para todos. Sumemos la busca de la justicia, el deseo hondo de que todos pudiesen ser quienes son en plenitud.

Ese hombre, abarcador de la humanidad entera, orientó los diferentes itinerarios de María Rosa, sus diferentes opciones; las luchas contra la injusticia, el compromiso encarnado siempre. Cuando lo sintió y creyó necesario dejó la tarea en la que estaba bregando, para encaminarse a algo diferente en la acción práctica y eso significaba coherencia con aquel credo suyo. Los grandes itinerarios son largos, según Eduardo Mallea. Hagamos un paralelo. Visto en lo inmediato, el vivir de Charles de Foucauld podría parecer errático, inestable; contemplado desde el final se descubre la honda fidelidad de su obediencia. Así María Rosa fue fiel a sus intuiciones más profundas. Conservó siempre la libertad de su adhesión a una causa. Cuando descubrió en la Iglesia definiciones y programas que coincidían  con su batallar ningún prejuicio le impidió adherir con entusiasmo a esos planteos, que consideraba nuevos y valiosos como para hacerlos suyos también. En 1967, al leer la encíclica Populorum progressio, de Pablo VI, en la que el papa exhortaba a trabajar por el desarrollo pleno de los pueblos, con entusiasmo convocó a un azorado grupo de amigos a celebrarlo con un buen whisky de malta que le habían regalado.

Etapas diferentes la condujeron a descubrir que su compromiso social podía ser también un compromiso evangélico. Cuando le diste de comer a un hambriento me diste de comer a mí, cuando vestiste a un desnudo me vestiste a mí, cuando le diste casa al sin techo me la diste a mí. Comprendió que aquello no era lirismo retórico sino experiencia vivida. Y así encontró las raíces de todos sus empeños. Por eso decía que no quería que se dijese que se había convertido. Recordaba alguna literatura propia de las décadas de los años veinte y treinta del siglo pasado que presentaba la conversión como una ruptura absoluta con la vida personal anterior. No quería renegar de lo vivido. Lo que vivía era un regreso, un reencuentro. En la primer carta joánica el vidente nos dice que no podemos decir que queremos a Dios, a quien no vemos, sino queremos a nuestro prójimo, a quien vemos. La fe en el hombre fue camino para la fe en Dios. Y la fe se plenifica en el agápe, en la caritas. El querer al hombre es un atajo para querer a Dios.

Tal ha sido el itinerario de María Rosa Oliver.

Quien la hubiese visto un anochecer del mes de mayo de 1951, durante la celebración de la liturgia en una parroquia de Dock Sur, más allá de la Isla Maciel,  al final de una misión, alto el perfil de estirpe vasco catalana y criolla, cantando con entusiasmo los cantos populares, envuelta en un amplio abrigo, hubiera tenido quizá dificultad en ubicar después a la misma Carmen Gándara en un piso de la calle Posadas mientras en la penumbra del cuarto iluminado por lámparas bajas, de pantallas de pergamino, recibía en un cocktail a unos pocos amigos y se movía entre los convidados con una natural, acostumbrada elegancia, con el prestigio que le daban la belleza y la inteligencia.

Tenía entonces la edad del siglo. En 1943 publica el ensayo sobre Kafka, El pájaro y la jaula, y en 1948 su primer libro de cuentos, El lugar del diablo; en 1951 publicará  Los espejos, la única novela católica escrita entre nosotros, según opinión del cardenal Quarracino. La temática que recorre aquellas páginas es la contrición por lo cometido durante el propio vivir.

Antes, al mediar sus años había sentido un profundo vacío, un vivo sentimiento de omisión, “una tristeza  de no servir”, como ella misma decía. Nacida en una casa donde lo político y lo literario poblaban las conversaciones y suscitaban el interés de todos, descubrió en una tardía vocación por las letras el modo de responder a aquellos anhelos. Eso significó para ella una verdadera conversión. En este trance fue estimulada de manera decisiva por María de Maeztu, por entonces exiliada en Buenos Aires. Lectora voraz desde siempre, encontró en sus lecturas autores de los que hizo sus maestros. Uno de ellos fue Charles Péguy. Al haber frecuentado a José Ortega y Gasset, durante la permanencia del filósofo en Buenos Aires, con espontánea naturalidad asumió su discipulado y se la puede contar entre los grandes discípulos del maestro, Xavier Zubiri, Julián Marías, María Zambrano. Su palabra era socrática, como la de santa Teresa de Ávila, como la de Cervantes, como la de Ortega, como se dio en la más alta tradición hispánica.

Sus aproximaciones a la realidad, el modo de escrutarla y de decirla y luego trasponerla a un texto escrito, tienen sin duda una impronta orteguiana, pero con un acento de aquí, surero. Pepe Bianco admiraba la “facilidad” de su prosa. Esa supuesta facilidad, la diáfana claridad de lo escrito, era fruto de un largo meditar, y lo espontáneo de su decir suponía la maceración contemplativa. Hubo paisajes familiares que nutrieron su capacidad de meditación; la profundidad y la altura de un lago patagónico; el abierto horizonte del pago en el que  prefirió transcurrir gran parte de sus días. El Rincón de López, el Rincón de Noario y el Rincón de Miguens, los horizontes del Sanborombón y del Salado, Salau, para ella, constituyeron el paisaje con el que se identificó y se nutrió.

Se complacía también en caminar Buenos Aires. Mañanera, visitaba librerías, anticuarios, galerías de arte, casas de moda. Era certera al ubicar la alta copa azul donde pondría el contraste naranja de las caléndulas. Un crucifijo de tiempos coloniales, con una ancha base que soportaba la cruz, se sumó a la casa de la calle Aguado, “porque podrá ser necesario más adelante”. Se refería a las misas a celebrarse en su casa cuando alguien muriese. Había en aquella casa varios fanales con pájaros rioplatenses, alguna pequeña garza, tijeretas, benteveos. Y también una guala, ave acuática, cuya queja lastimera, en las horas de silencio, atraviesa las lejanías del Nahuel Huapi. La meseta patagónica, la precordillera, los bosques de coihues y lengas, los nevados filos andinos, las honduras del lago, los silencios de los pobladores, estaban muy presentes en el recuerdo, en la conversación y en el presente de aquella casa. Un ascético cuadro de Ballester Peña, un rancho, un geométrico cubo, trasponía la severa soledad, en medio de los horizontes.

Sobrina de Enrique Larreta, su educación recibida de institutrices inglesas y francesas, no la apartó de sus raíces; supo poner un acento ibérico en el caserón hispano criollo que levantó en la llanura bonaerense, en el partido de la Magdalena. Al abrigo de aquellos techos se acumularon los recuerdos familiares; la fotografía del fundador, don Ramón Santamarina, junto con hijos, nueras, yernos y nietos, bajo una galería ancha y espaciosa; un grabado que representaba la partida de Oribe y sus orientales. Y también los cuadros que traducían  preferencias: unas primerizas azoteas porteñas de Josefina Robirosa; un empastado Daneri, un bodegón y una ventana boquense; la picardía de un patio de morenos de Figari, porque recordaba la casa de la abuela, en el viejo barrio sur. Arboledas en torno del caserón encalado; la calle de tilos plantados en la década del veinte; los canteros de las rosas; y no demasiado apartados –“es un campo de trabajo” decía-  el corral, el brete, la matera, los galpones, la casa de los peones con la secular espadaña; ese era su mundo.

Allí, en el cuarto con ventanas orientadas hacia la salida del sol, escribió, sentada en un viejo sillón amarillo limón, junto a la chimenea donde ardía un humoso fuego de talas y espinillos. La rodeaban  destartalados  diccionarios de sinónimos y americanismos; el Covarrubias, el de la Real Academia Española, el Corominas, los autores preferidos, Mauriac, Sarmiento, Quevedo, san Juan de la Cruz, El aleph borgeano, Maritain, Claudel, Ortega, Péguy, Nietzsche, Kierkegaard, Unamuno, el inconcluso Roca de Lugones, Birds of La Plata de Hudson; vistas de los rascacielos neoyorquinos, recuerdo de un primer viaje, durante los “treinta”; fotografías de familia, la casa junto al lago patagónico. Sobre la austera desnudez encalada de los muros se dibujaban las oscuras siluetas de los muebles heredados. En esos mismos muros, un rancho achaparrado en el paisaje serrano, acuarela de Enrique Larreta, una muerte de don Quijote de Torres  Agüero, un Marcel Proust en el acto de enarbolar su magdalena, ángel literario pintado por Norah Borges, unas tintas de Horacio Butler, con figuras y quintas del Tigre finisecular, una bendición papal impartida por Pio XI, una cerámica blanca y azul, mariana, a la manera de los Della Robbia. Un par de cueros de venado, algunas matras y el desvaído color  de un poncho de fina urdimbre alfombraban el piso de gruesas  tablas  olorosas de cera. En unos cuadernos de rústica tela gris fue estampando su letra decidida y clara. Los borradores se sumaron a las largas enumeraciones de plantas, de árboles, de cantos de pájaros. Fue aquel su taller. Allí escribió esa admirable elegía sobre el campo y el tiempo, donde evocó una estancia de Soto Acebal y abrió caminos hacia la esperanza y el reencuentro con la tierra y  la memoria; a ese cuento lo llamó “La Habitada”. El patio del aljibe y los naranjos, el monte ancho y azul, la huella tendida hacia lo ilimitado, el tijeretazo del hornero, el ruido de las ruedas del sulky, el mugido orquestal de la hacienda encerrada en los corrales, fueron traspuestos a otra dimensión, a esa realidad diferente del cuento. “La novela es un mundo al que se entra y se transita —afirmaba—; el cuento, un fragmento para contemplar.”

Supo decir: “…la tristeza de no servir comenzó a pesar sobre mí en un momento dado. ¿Para qué habíamos nacido sino para dar? Vivir –o escribir— significa en último término, dar. Escribir no es, pues, para mí, un medio de expresar mi propio ‘yo’ particular. Mis diferencias, mis rasgos diferenciales no me interesan ni me importan. Me importa el gran drama del hombre, el gran drama de la mujer y la medida en que participo de ese drama. Quiero comunicar, sí, pero no quiero hacer llegar mi monólogo sino establecer una correspondencia con las otras soledades. Crear una obra de arte es, para mí, hallar un nuevo aspecto de la verdad divina.” La podemos imaginar acuclillada en un bajo asiento de osamenta y tientos, mirando las brasas que iban apagándose junto con el atardecer.

Su solidaridad era práctica. Puso empeño en que se publicase la primera novela de Sara Gallardo, Enero. Contribuyó a  construir el colegio parroquial de San Martín de Tours; con rigor responsable e imparcialidad notoria integró, durante varios años, los jurados de los concursos de cuento y novela de Emecé y La Nación; como comitente encargó a Juan Antonio Ballester Peña la vía crucis para la capilla de la Asunción, de Villa la Angostura. Acuciada por el deseo de ver empotradas, en los muros de piedra, las admirables placas de cerámica, visitaba a diario la capilla y le preguntaba al chileno que picaba la piedra cómo marchaba aquella tarea. La respuesta era: “Es piegra, ´iñora”. Los dibujos originales colgaron después a lo largo de los muros de la galería interior de Espadaña.

Visitaba con frecuencia a Enrique Larreta. Una vez, el viejo escritor, le habló de la muerte. Para apartarlo de aquel vórtice le dijo: “Enrique, la muerte es un tema literario…” Sin duda lo fue para ella, como lo fueron la soledad, la omisión, la memoria, el amor por la tierra carnal, como hubiese dicho Charles Péguy. Se puede afirmar que la idea de la muerte, en la vida y en la obra de Carmen Gándara, se transfiguró en anuncio pascual.

El suplemento literario de La Nación publicó, en abril de 1958, un poema suyo titulado “Sueño” y escrito y fechado en Espadaña, el día de Epifanía de aquel año:

Duermo.

Como un círculo de luna

me rodea el olvido.

Pero el olvido sabe que en el centro del círculo quieto

esperanza y memoria construyen su invertido edificio

bajo las aguas proféticas.

Oh, Dios. Quizá no debiera  pronunciar tu Nombre.

No me mires, Señor, pero mira mi sueño.

Mi sueño es humilde, es desnudo y es pobre;

Tiembla en el puro temblor de Tu ausencia.

Dormida o despierta, soñando, soy un río que fluye

hacia el  día nupcial que convierta

el agua de mi sueño en el vino de mi muerte.

Hubo días en que nos parecía sencillo y natural que las tres, Victoria, María Rosa y Carmen, la Nena, compartiesen nuestro vivir cotidiano, como nos parecía natural y sencillo abrir unas páginas dominicales y leer, por ejemplo, “Límites”, de Borges:

Creo en el alba oír un atareado

rumor de multitudes que se alejan;

son lo que me ha querido y olvidado;

espacio y tiempo y Borges ya me dejan.

La perspectiva del tiempo pasado nos da otra proporción y justifica nuestro asombro presente. Las tres, cada una según su estilo, supieron confiar en la esperanza, la esperanza paulina, que confía en Alguien.

1. María Rosa Oliver, Eugenio Guasta; Correspondencia 1960-1976. Buenos Aires: Editorial Sur, 2011, pp.17-20.

2 Incluido en Testimonios sobre Victoria Ocampo. Buenos Aires: La Fleur, 1962.

3 “Los Testimonios de Victoria Ocampo”,  recogido en El texto y sus voces, 2da. Ed, Buenos Aires: Eterna Cadencia Editora, 2009.

4 “Límites” fue publicado por primera vez en el suplemento literario del diario La Nación, el 30 de marzo de 1958. Luego fue incluido en El otro, el mismo (1964).

2 Readers Commented

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  1. Elma Espisua on 11 marzo, 2013

    Fascinante relato, retrato de una época y de un estilo. Se disfrutaba de la palabra, del buen decir y de la compañia, enriquecida por el conocimiento.

  2. maria eugenia fonseca guecha on 10 diciembre, 2013

    DEFENDER LOS DERECHOS DE LAS MUJERES, ES ESTUPENDO

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