larriquetaUn testimonio que deja constancia de la profunda capacidad de mediación y serena reflexión que distinguieron a Carlos Floria a lo largo de su carrera intelectual.Me encontré con Carlos Floria por los tempranos años sesenta en la bullente redacción de El Cronista Comercial que Rafael Perrota procuraba convertir en un diario de primera línea. Yo ocupaba una secretaría y Floria se incorporó como columnista político. Enseguida se destacó por su cordialidad, su espíritu compañero y la mesura de sus opiniones.

Al poco tiempo, Perrota lo comisionó a Chile, donde asumía la Presidencia el demócrata cristiano Eduardo Frei, con la razonable expectativa de que Carlos tuviera, por sus ideas socialcristianas y sus relaciones, un acceso privilegiado. De aquella misión, a más de las correspondientes notas publicadas, Floria trajo una anécdota que nunca se difundió en homenaje a la discreción y que ahora merece ser conocida. Preguntado el Presidente Frei por nuestro Carlos Floria sobre “cuál es su principal complicación al asumir el cargo”, Frei contestó: “Mis compañeros de colegio”. A lo largo de los años he tenido presente esta respuesta cabal como la mejor metáfora de los compromisos personales que siempre acarrean los hombres públicos en sus encumbramientos.

Tiempo después, Floria me invitó a colaborar con la revista CRITERIO, que por entonces lucía un equipo de colaboradores jóvenes y con ánimo innovador. Allí estaban Jorge Mejía, Carmelo Giacquinta y Fermín Fevre, entre otros. Siempre por mano de Floria envié varias colaboraciones que fueron muy bien recibidas y de este modo me sentí parte de aquel equipo. La buena integración dio por resultado que se me confiara la redacción de algunos editoriales. A principios de 1966 se publicó el titulado “El fin de la tregua”, que prevenía sobre los riesgos de un golpe de Estado contra el presidente Arturo Illia. Al parecer, el editorial molestó en algunos estratos de la jerarquía de la Iglesia y esto puso fin a mis colaboraciones. Carlos me transmitió la noticia con su personal pesar y solidaridad. Pero el percance no percudió mi amistad con Floria ni mi buena llegada a la revista.

Cuando los años del Proceso se hicieron insoportables y decidí radicarme en Francia por un tiempo, Floria me prodigó una excelente apertura a Raymond Aron, cuyos consejos y conversaciones me alentaron y me orientaron en aquellos tiempos de extrañamiento. De esas conversaciones, de las contemporáneas con Alain Rouquié y de mis trabajos docentes en la Escuela de Estudios Superiores de Comercio (HEC) surgió la convicción de que era necesaria una revisión de la historia argentina usando las categorías de “muy largo plazo” que me habían enseñado los discípulos de Fernand Braudel. Escribí entonces un extenso artículo que una vez  consultado con mis amigos franceses tuve la intención de publicar en Buenos Aires. Otra vez, el mejor oasis para hacerlo en aquellos tiempos amargos fue CRITERIO. Carlos me renovó el puente para que la nota se publicara íntegramente con el título “Para otra visión de la Argentina”, que fue el anticipo de mis libros La Argentina Renegada y La Argentina Imperial.

El florecimiento de la democracia en 1983 nos llevó a todos hacia otros sueños. Al volver al país me reencontré con Floria y renovamos una relación de aprecio, diálogo y disensos que se extendió sin rupturas y con diversos encuentros en todos estos años. Uno de los festejos de aquel tiempo fue motivado por la publicación de la sólida Historia de los argentinos que Carlos firmó con César García Belsunce y que reunía una larga y madura meditación sobre el país y sus problemas. Para él, fue como construir una plataforma donde podían apoyarse otros análisis y todos los diferendos.

En esos encuentros estuvo presente una convicción: habíamos trabajado siempre por la casa común, buscando con tenacidad los mejores instrumentos y ofreciéndonos, recíprocamente, afecto, respeto y salvaguardia.

Compañero y amigo Carlos Floria, adiós.

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