El lugar actual y futuro del gigante asiático en la discusión académica y política de los Estados Unidos.A lo largo de la historia de la política exterior norteamericana, China siempre tuvo un status relevante en la lista de prioridades de las autoridades de la Casa Blanca. Al respecto, Walter Russell Mead (Special Providence: American Foreign Policy and how it changed the world, New York, Routledge, 2002: 112) nos recuerda que el primer barco bajo bandera norteamericana que arribó a China zarpó de Nueva York en el cumpleaños número 52 de George Washington y menos de un año después de que Gran Bretaña reconociese la independencia estadounidense. Asimismo, mucho antes de ser presidente, cuando era gobernador de Virginia, Thomas Jefferson impulsó los contactos comerciales con China, una nación que le ofrecía especias y un mercado para colocar productos estadounidenses, pero también una ventana de oportunidad para comerciantes, hombres de negocios y misioneros interesados en cristianizar a la exótica nación. En las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, las diversas administraciones norteamericanas, combinando este doble interés por mantener su presencia económica pero también espiritual en China, proclamaron la política del Open Door, defendiendo la integridad de una nación asiática que a lo largo del siglo XIX sufrió amputaciones territoriales por las presiones económicas y militares de los colonialismos europeos (cabe recordar al respecto las guerras anglo-chinas del opio de 1839 a 1842 y de 1856 a 1860).
En la conflictiva década de 1930, la diplomacia norteamericana intentó –sin éxito– frenar sólo verbalmente el avance japonés sobre China iniciado con la invasión de Manchuria en 1932. Durante e inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, pretendió –otra vez sin éxito– mediar entre las facciones nacionalista y comunista en pugna e incorporar a la China nacionalista como uno de los cuatro policías o vigilantes globales del orden internacional de posguerra. Intento fallido de concierto de poderes de cuyo fracaso y ruinas surgió un orden basado en el balance de poder entre dos bloques ideológicos en pugna, liderados por los Estados Unidos y la Unión Soviética, ex aliados de tiempos de guerra y devenidos rivales geopolíticos a partir de 1946. Con el inicio de la Guerra Fría entre Washington y Moscú y el colapso del régimen nacionalista chino y su reemplazo por uno comunista en 1949, China pasó rápidamente de posible contrapeso para contener a la URSS –camino tibiamente ensayado por el secretario de Estado de la administración de Harry Truman, Dean Acheson– a ser, tras el estallido de la Guerra de Corea (1950-1953), un rival percibido por los medios académicos y políticos norteamericanos más sensibles al clima anticomunista, un rival aún más temible que el representado por Moscú. A diferencia de este último, que retrocedió ante cada presión diplomática y/o militar de los Estados Unidos y sus aliados de Europa Occidental, la China gobernada por Mao no lo hizo ante el avance de las tropas norteamericanas hacia el río Yalu en el conflicto de Corea, y provocó dos crisis sucesivas en los estrechos de Taiwán (1953-4 y 1958) que preocuparon a las autoridades de la Casa Blanca. Desde el explícito acercamiento a Beijing de la administración de Richard Nixon (1969-1974) –que sentó las bases de la política de reconocimiento diplomático norteamericano de “una China”, la comunista– y de la de Jimmy Carter (1977-1981), el debate académico y político en torno al lugar de China en la agenda externa norteamericana no ha disminuido su intensidad, aun a pesar de la desaparición de la Unión Soviética en 1991, tendencia que puede comprobarse cuando se examina dicho debate durante las décadas de 1990 y del 2000. Queda claro que, desde el inicio de la administración Nixon hasta hoy, el debate es teórico pero con claras implicaciones políticas en torno a tres ejes analíticamente diferenciables pero interconectados entre sí:
a) el vinculado a la discusión, cuyas raíces se remontan a la segunda mitad de los años 1960 y principios del decenio siguiente, sobre el status de los Estados Unidos en el orden liberal capitalista que contribuyó a edificar con el aporte de sus aliados europeo-occidentales desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Como nos recuerda John Lewis Gaddis (Strategies of Containment, Oxford University Press, 2005: 280), en 1973, el entonces presidente Nixon y su secretario de Estado Henry Kissinger vislumbraron que el orden internacional de fines de la década de 1960 y principios de la de 1970 seguía siendo liderado por dos superpotencias desde el punto de vista militar, pero que en el ámbito económico existían al menos cinco polos –uno de ellos era China–. La derecha norteamericana en general y republicana en particular nunca aceptó esta lectura pentapolar del mundo, porque en ella dos actores comunistas –Moscú y Beijing– aparecerían como partners de Washington y entonces este último pasaba de ser actor hegemónico a ser un primus inter pares. El fin de la Guerra Fría, la desaparición de la Unión Soviética y los cambios de los regímenes comunistas de Europa del Este alentaron a los voceros de un rol hegemónico para los Estados Unidos, que se vieron representados en la política de seguridad del primer mandato de la administración de George W. Bush (2001-2005), consistente en ofrecer al resto de la comunidad internacional el rol hegemónico de global security provider de tiempo completo, a cambio de una lealtad absoluta de los ex aliados de la Guerra Fría. Lealtad incondicional que incluía la tolerancia de los “coaligados de buena voluntad” a los privilegios especiales del ordenador global que mantiene y que contradicen las reglas e instituciones multilaterales: inmunidad funcional de las tropas norteamericanas en violación al Estatuto de Roma, minas antipersonales en la zona desmilitarizada en la frontera entre Corea del Norte y Corea del Sur frente al tratado multilateral de prohibición de minas antipersonales y persistencia de emisiones de cinco gases de efecto invernadero por parte de la economía norteamericana en contra del Protocolo de Kioto sobre Calentamiento Global. Como sostiene G. John Ikenberry (Liberal Leviathan. The origins, crisis, and transformation of the American World Order, Princeton, 2011), el rol de Leviatán conservador propuesto por Bush no fue aceptado por la mayoría de los aliados europeo-occidentales –a excepción de Gran Bretaña–. ¿Aceptarán los aliados el nuevo acuerdo que parece proponerles la administración de Barack Obama? Si bien es menos unilateralista en su dirección que la ofrecida por Bush hijo en su primer mandato, retiene la voluntad de liderazgo en el capítulo de seguridad de la agenda internacional, a cambio de necesarias concesiones en los apartados político y económico y de seguras reestructuraciones en los privilegios especiales que ha gozado Washington durante la mayor parte de la década de 1990. Más allá de las diferentes respuestas de académicos y políticos norteamericanos a este interrogante y de las también divergentes estadísticas sobre crecimiento económico y gasto militar que abonan o cuestionan tanto la idea de declinación relativa de los Estados Unidos como la de ascenso relativo de China e India, queda claro que ni Japón, entre los años 1970 a 1990, ni China con sus tasas de crecimiento en este último decenio, fueron (ni son) candidatos potenciales a poseer recursos y/o voluntad política para asumir el oneroso rol de global security provider que Washington ejerce a través de su presencia militar con bases y fuerzas en todos los rincones del planeta;
b) el ligado a la naturaleza del orden liberal capitalista edificado por Washington con el consenso de las naciones europeo-occidentales. ¿En qué medida la emergencia de Japón y de China –o de la India, o de las naciones congregadas en agrupaciones como el BRIC– podrían llegar a afectar en el futuro las reglas de juego de dicho orden? Y hablamos de futuro porque al menos hasta el momento estos actores emergentes no han demostrado intenciones de cambiar las reglas de juego del orden internacional vigente. Por el contrario, y tal como nos advierte Mariano Turzi, Mundo BRICS. Las potencias emergentes, (Buenos Aires, Capital Intelectual, Colección Claves para Todos, 2011), quieren reformarlas para que sean más afines a sus intereses nacionales y a los del conjunto de actores emergentes. Como señala Ikenberry, la apuesta personal de Obama a jerarquizar el G-20 como foro de negociación evidencia una crisis de autoridad en el orden capitalista liberal. Un intento de barajar y dar de nuevo ante el traspié de la Doctrina Bush, y un reconocimiento de lo que Fareed Zakaria (The Post-American World, New York, W.W. Norton & Company, 2008) llama “el ascenso del resto” en la estructura de poder global; y
c) el vinculado a las intenciones de China como actor ascendente en el mapa internacional. ¿Es un rival estratégico y económico que amenaza el liderazgo norteamericano del orden capitalista liberal globalizado (como lo percibió la administración de Bush hijo en los ocho meses previos a los ataques terroristas del 11-S)? ¿Es un posible partner pero limitado al campo estrictamente estratégico de los Estados Unidos en la “guerra contra el terror”, y, por ende, renuente a cooperar con Washington y el resto de Occidente en temas sensibles a su integridad territorial como el de los derechos humanos? (lectura efectuada por el gobierno de Bush hijo a partir del 11-S) ¿Acaso pretende China reemplazar a los Estados Unidos en su rol de gerente del directorio mundial e incluso utilizar su poder económico creciente para conducir al resto del mundo en una visión iliberal? Así lo sugieren desde el ángulo académico representantes como Martin Jacques, When China Rules the World: The End of the Western World and the Birth of a New Global Order, New York, Penguin, 2009 o Steven Weber y Bruce Jentleson en su The End of Global Arrogance: America in the Global Competition of Ideas, Cambridge, Cambrige University Press, 2010). ¿Podría ser que siguiera una ley recurrente histórica de reestructuración de balance de poder por declinación del poder hegemónico (mirada que tienen realistas estructurales como Kenneth Waltz, Christopher Layne y John Mearsheimer, quienes, en distintos artículos de la década de 1990, presagiaron con el colapso del sistema bipolar el advenimiento de uno multipolar (con China como uno de estos polos) pero no pudieron adivinar el advenimiento y sostenimiento en el tiempo de un orden unipolar, de una Pax Americana, en tanto firmes creyentes del mecanismo de balance de poder que considera al unipolarismo una anomalía estructural que sólo puede ser transitoria? ¿O China es, como sostiene Turzi, un actor reformista que solicita mayor representación acorde con su ascenso relativo de poder pero no busca desestabilizar las reglas de juego de un sistema del cual se ha beneficiado claramente en los últimos años? ¿O, finalmente, China permitirá al resto del mundo “supervisar” su conducta para confirmar el no recorrido por el sendero de la hegemonía y a la vez afirmar su “ascenso pacífico” en un orden mundial poli céntrico, como afirma Henry Kissinger en su último libro dedicado a China (China, Buenos Aires, Debate, 2012), tomando las declaraciones del consejero de estado chino Dai Bingguo y del “Pequeño Timonel” Deng Xiaoping? ¿Se configurará entonces un mundo que marcha hacia múltiples polos y balances de poder entre distintos actores estatales y no estatales? ¿Uno cuya garantía de estabilidad sería, como sugiere Mead a través de la imagen de Sansón derribando el templo de los filisteos en un último hálito de fuerza concedido por Yehová, la mutua dependencia de dos gigantes que no pueden hacerse daño mutuamente porque con ello colapsarían ambos y el templo del conjunto de la economía mundial?
La apuesta de Obama, al menos durante su primer mandato, renovado en 2012, ha sido la de considerar a China un partner en un mundo multicéntrico en el cual los Estados Unidos podría seguir reteniendo funciones de liderazgo, pero con anuencia del resto del directorio global (incluyendo a emergentes como China). Ya no es “la nación indispensable” de los tiempos de Bill Clinton. Ni tampoco el global provider security al que el resto de la comunidad le debe fidelidad del primer mandato de George W. Bush.
De consolidarse en el tiempo, la opuesta obamista aseguraría la consolidación de la ruta iniciada por Nixon y Carter. Pero esta ruta pragmática, al menos a corto y mediano plazo, seguirá encontrando voces académicas y políticas de cuestionamiento. La lentitud de la recuperación económica norteamericana tras la crisis de 2008 coloca palos en la rueda a la grand strategy de Obama y alienta las voces nacionalistas y hostiles a China. Los conservadores tradicionales lo hacen repitiendo el viejo axioma de los tiempos de guerra de Corea y del maccarthismo de los ‘50, el que definía a China como un rival geopolítico sin frenos aparentes. Los neoconservadores lo hacen en comunión con los conservadores tradicionales exigiendo al gobierno de Obama el fin de la política de “una China” –de reconocimiento a Beijing– y su reemplazo por el compromiso con la otra China –con el gobierno de Taiwán, el ex nacionalista, el no comunista. Del extremo opuesto, los liberals de izquierda objetan el sesgo iliberal de la nación asiática y el pragmatismo obamiano de considerar a China como un posible aliado en un mundo policéntrico –un pragmatismo notablemente similar en lo estructural al que inspiró la Realpolitik kissingeriana de la administración Nixon y su acercamiento a China–.
A su vez, el grado de continuidad y firmeza en este sendero pragmático provocará del lado chino comportamientos hacia los Estados Unidos que retroalimentarán –o, por el contrario, debilitarán– dicha opción. Es el tiempo y las circunstancias políticas de los Estados Unidos –pero también el y las de China, con voces divididas en su propio debate interno acerca del lugar de los Estados Unidos y del resto de Occidente en su agenda externa– los que evidentemente marcarán el ritmo, el marco y el resultado de este zigzagueante debate.
El autor es doctor en Historia (Universidad Torcuato Di Tella), Master en Relaciones Internacionales (FLACSO/Programa Argentina) y Profesor en la FLACSO y las Universidades de Buenos Aires, San Andrés y Torcuato Di Tella