charentenay_11¿No es acaso la ecología una cuestión suficientemente impactante como para volverse el fundamento de una nueva ciudadanía, la de la Tierra, de la que sólo tenemos un ejemplar?charentanay_41Los idealistas soñaban superar las fronteras y afrontar los problemas comunes del planeta con una gestión mundial de las decisiones. Pero el nacionalismo vuelve con fuerza y sostiene que la legitimidad de la acción política sólo puede desplegarse en el contexto nacional.  ¿Cómo escapar a este dilema que paraliza y deja sin resolver los problemas universales, en particular los ambientales? 

 

Federalistas y ciudadanos del mundo

Los intentos de asociación cosmopolita florecieron en los siglos XIX y XX para construir un orden moral universal que no dependiera de los Estados. Se criticaba la insuficiencia de las soberanías nacionales y se les denegaba el derecho de erigirse en la única instancia legislativa. Si existe un orden en la humanidad, debe ser definido a partir de lo universal y no del particularismo nacional. De allí los proyectos de gobierno mundial y de parlamento universal.

El cosmopolitismo tiene una larga historia. Sin remontarnos a la Antigüedad o al Medioevo, insistamos sobre los proyectos de paz perpetua que florecieron a partir de las Luces, en particular el del Abbé de Saint Pierre en 1793. El cosmopolitismo kantiano se apoya en la ley moral que debe extenderse a todo hombre de este planeta. Pero no logra imponerse porque olvida la particularidad de las culturas, la fuerza de las tradiciones y de la historia. En esta línea universalista se desarrollaron, en los años 1945-1948, asociaciones de ciudadanos del mundo y diferentes organizaciones federalistas mundiales.  Después de la Segunda Guerra, era necesario buscar estructuras universales que permitiesen superar el concepto de nación. En 1945, en la Universidad de Chicago, se reunió un  comité para la promoción de una Constitución del mundo. En octubre de 1946, los federalistas internacionales se volvieron a encontrar en Luxemburgo bajo el nombre de “Movimiento por un gobierno federal  mundial”. En 1947, en Montreux, Suiza, 51 organizaciones  fundaron el Movimiento universal para una confederación mundial.

El cosmopolitismo contemporáneo ya no busca negar los Estados, sino que propone reglas comunes a escala universal y el respeto de las leyes internacionales. Se ha desarrollado hacia fines de la Guerra Fría, cuando el mundo parecía desprenderse de las oposiciones de ideologías nacionales que habían amenazado con un cataclismo nuclear y llevado a los Estados Unidos a guerras desastrosas, como la de Vietnam. Esta coyuntura desembocó en una nueva cuestión mundial. Se interrogaba acerca de la construcción de la paz por la justicia, por la solidaridad entre los pueblos, por lazos de intercambio cada vez más fuertes. El mundo se abría a todos, en la libre circulación general. La mundialización ponía a todo lugar del planeta en dependencia con otros, a través de los lazos comerciales vitales para el mantenimiento de la actividad económica.  Los intercambios parecían haber logrado el universalismo que la política no había sabido realizar.

Pero la mundialización de la producción y del consumo, ¿era suficiente para garantizar el futuro del planeta, en una interdependencia que evitaría los conflictos?  Ciertamente impedirá las guerras demasiado costosas que interrumpirían los intercambios comerciales, pero no ofrece una garantía en el plano de la justicia o del medio ambiente, porque impulsa la búsqueda de economías de producción y el aumento del rendimiento que ocasionan tantas desigualdades sociales y la destrucción del medio ambiente.

 

Lecciones europeas

En Europa, cierto federalismo busca superar los Estados sin negarlos, en lo que Jacques Delors llamó una “federación de Estados-naciones”. Pero JuergenHabermas propone ir más allá con un “patriotismo constitucional” para plantear a los ciudadanos una pertenencia jurídica europea: vincular a los ciudadanos del continente con una ley común.

La historia de sesenta años de construcción europea muestra los altibajos de este proceso de superación de las soberanías nacionales, que resultó muy abstracto y desencarnado. El reflejo nacionalista de los dirigentes, impulsados por poblaciones  preocupadas ante el futuro, torna la construcción continental particularmente caótica y muchos rechazan delegar la soberanía y perder el control. 

El federalismo europeo avanza por el miedo al fracaso. Sopesando ventajas e inconvenientes, los miembros terminan decidiéndose por el federalismo. La crisis del euro, provocada en parte por la crisis griega, obligó a una federalización, prudente y limitada pero real, de las decisiones económicas y de presupuesto.

La ciudadanía europea supranacional avanza bajo la obligación del interés colectivo inmediato, pero sin una dinámica a largo plazo, no comprendida por el ciudadano.

 

Dos crisis mundiales

A nivel mundial las crisis financieras fueron originadas por la multiplicación de actores con diferentes intereses. Las dos recientes son un ejemplo. Surgida en los Estados Unidos con la crisis de las subprimes, la de 2008 se reprodujo en 2011 con la crisis griega, agravada por la de las deudas soberanas de los países europeos y la del euro.

Después de 2008, se establecieron algunas nuevas regulaciones sobre la dimensión de los bancos o sobre los fondos propios, pero no fue suficiente. En las finanzas internacionales, el mundo podría haber avanzado hacia algunas reglas comunes: tasas para las transacciones financieras, recapitalización de los bancos, separación de las actividades de depósito y de inversión. Sin embargo no han sido los Estados los que impidieron la formación de esos principios, sino el mismo mercado financiero, que  escapa a toda regulación internacional y pasa por la malla de la red del Estado. En los paraísos fiscales se refugia la mitad de los fondos disponibles en el planeta, incluso los de los grandes bancos internacionales.

En 2011 bastó el riesgo de un desmantelamiento del euro para que las decisiones fueran tomadas por los políticos. Salvando el euro, las naciones europeas se salvaban a ellas mismas. Pero no fue gracias a la opinión pública. A la pregunta: “¿Están dispuestos a hacer sacrificios personales para salvar el euro?”, el 80% de los sondeos respondían que no. Esa es la distancia que hay entre la preocupación individual y el mercado que mueve millones y que no parece funcionar en beneficio de todos.

Pero hay que evocar otra crisis menos perceptible: la del medio ambiente. Los responsables políticos saben que hay que frenar el calentamiento climático, proteger la biodiversidad, limitar el uso de las energías fósiles en beneficio de las energías renovables. Ahora bien, hay evoluciones perceptibles que plantean preguntas para la salud inmediata de las poblaciones (sin hablar de las catástrofes naturales). La contaminación alcanza en las ciudades tasas peligrosas, los ríos llevan al mar productos tóxicos y plásticos que llegan en gran densidad a los océanos. 

La urgencia de la crisis financiera  ha ocultado la del medio ambiente y las medidas a las que se habían comprometido muchos países, Francia entre ellos.  En los Estados Unidos, Barack Obama tuvo que abandonar sus pretensiones ambientales por razones económicas. Cumbre tras cumbre, los objetivos no se han mantenido: el calentamiento climático superará 2° C en todo el planeta, con su secuela de consecuencias, y no sabemos dónde se detendrá. Por la crisis financiera la población parece haber olvidado la preocupación ambiental.

Las crisis financiera y ambiental muestran cómo se construye un desorden mundial que acerca a todos los ciudadanos del mundo en la sumisión a movimientos económicos o financieros cada vez más incontrolados, pero también frente a una incertidumbre profunda sobre las condiciones ambientales futuras de la vida cotidiana.

 

Demandas de autoridad mundial

De las crisis financiera y ambiental se desprende la exigencia de un gobierno mundial.  A las cumbres de los G8 o G20, o a las reuniones de la ONU sobre el clima, se les pide que aporten respuestas. Se celebraron en junio los cuarenta años de la primera cumbre de la Tierra que tuvo lugar en 1972 en Estocolmo (segunda en Nairobi, Kenia, en 1982; tercera en Río de Janeiro, en 1992; cuarta en 2002, en Johannesburg).  Esta serie de cumbres ¿produjo frutos para el gobierno del ambiente?

La cuestión de orden mundial está claramente planteada porque ningún Estado puede hacer frente al carácter universal de los nuevos problemas por afrontar. La ONU no propone nada fuera de las negociaciones complejas limitadas a sujetos especializados.  Además, las negociaciones climáticas de la ONU no avanzan sino en razón de la buena voluntad de los Estados, es decir según la capacidad de la opinión pública de comprender lo que está en juego. Ahora bien, esa capacidad está desigualmente repartida, sobre todo en el país que más contamina, los Estados Unidos.

La OMC se ocupa del comercio pero con el límite del voto soberano de cada miembro, por lo tanto sin poder supranacional. El Banco mundial o el FMI aportan, a su manera, a una solidaridad financiera. La FAO, la Unesco y otros organismos de la ONU brindan servicios evidentes, pero no construyen un orden mundial.

Numerosos intentos de gobierno mundial han sido hechos, tras el ensayo de moral política sobre la paz perpetua de Kant. Se citará en particular la publicación en 1948 de un esquema preliminar para una Constitución mundial. Esta República federal mundial se apoyaría sobre instituciones elegidas indirectamente; tendría un ejército mundial y numerosas competencias. Pero el proyecto, como muchos otros, fue una utopía diseñada desde lo alto.

La Iglesia católica ha seguido las mismas líneas desarrollando el principio de una autoridad mundial desde hace décadas, exactamente tras la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII en 1963. Durante la Guerra Fría, la Iglesia no retomó el discurso porque lo sentía demasiado débil y alejado de la realidad del mundo bipolar. Pero Benedicto XVI lo hizo en Caritas in Veritate, donde diseña, más allá de una visión puramente interestatal de la mundialización, una sinergia más realista de los esfuerzos emprendidos por todas las instancias internacionales nacidas de los Estados, pero también de las agencias internacionales especializadas, de las asociaciones, de los sindicatos y de las Iglesias. Su reflexión está precisada recientemente por el texto del Consejo Justicia y Paz, de octubre de 2011: “Para una reforma del sistema financiero y monetario internacional en la perspectiva de una autoridad pública con competencia universal”.

 

Pertenencia a la Tierra

La Iglesia plantea la cuestión de una autoridad mundial que no se aplica solamente a las realidades financieras, sino también a las cuestiones ambientales. Benedicto XVI lo ha recordado en la encíclica citada, poniendo en perspectiva la defensa del hombre y la de la naturaleza.  El Papa no cae en la trampa de una “ecología profunda” que olvida que la naturaleza está al servicio del hombre. Pero el medio ambiente debe ser defendido porque es condición de la vida humana. No es un simple material del que podemos disponer a nuestro antojo, sino que es la obra admirable del Creador, que lleva consigo una “gramática” que indica finalidad y criterios que permiten utilizarla con inteligencia y no explotarla de manera arbitraria. El Papa propone una manera teológica de pensar la pertenencia a la Tierra.

Invita a una solidaridad que los cristianos comparten con muchos. Podemos interrogarnos sobre lo que dejamos en herencia a las generaciones que nos siguen. Este planeta, ¿será vivible para los niños que nacen hoy y que estarán en la plenitud de la edad en 2050?

El argumento de la solidaridad intergeneracional debería ser más fuerte que la reflexión sobre el derecho o el bien común mundial, que suenan muy abstractas. No se trata sólo preparar un buen organigrama de una autoridad mundial, sino de saber cómo sensibilizar las poblaciones al apego a su Tierra. Un organigrama no crea pertenencia. 

Así, se pasaría de una ciudadanía del mundo a una ciudadanía de la Tierra. Un pasaje central que amerita una explicación. Permite pasar de lo abstracto a lo concreto, sin caer en la trampa nacional. La Tierra da derechos y exige deberes; el derecho a un medio ambiente que respete al hombre y la naturaleza para favorecer su desarrollo, pero también el deber de respetar esa naturaleza. Las preguntas sobre el futuro del planeta desplazan así el debate: se trata de pasar del tratamiento, en la urgencia, de los diferendos internacionales a una aplicación de las cuestiones importantes en el largo plazo como plantea el medio ambiente. Hay que poner la prioridad en las cuestiones importantes antes de tratar las cuestiones urgentes.

La importancia del largo plazo en las cuestiones ecológicas obliga a cambiar la dinámica política que se aplica, sobre todo a corto plazo, en el marco nacional.

¿Cómo sensibilizar a los ciudadanos a la necesidad de una autoridad mundial si no mostrándoles que su futuro sobre la Tierra depende de ello? La ecología nunca parece urgente. Podemos postergar al año próximo medidas que deberíamos haber tomado este año. Pero su consideración es a todas luces importante por cuanto la Tierra tiene recursos limitados, tanto en el mar como en el subsuelo. Tiene también una capacidad limitada de absorber las contaminaciones que producimos. 

A nuestra Tierra, la única que tenemos, la estamos desfigurando con la actividad humana; se ha vuelto invivible. Muchas ciudades de Asia figuran entre las más contaminadas del mundo y se tornan una trampa para sus habitantes.

La cuestión ecológica nos cuestiona, por lo tanto, a todos, y exige un respeto de la naturaleza que le permita al hombre vivir. Pero es verdad que no se plantea en los mismos términos en las orillas de los ríos contaminados de China o en el corazón de ciudad de México, que en una aldea corsa. Las desigualdades marcan las diferencias profundas entre las poblaciones. Unas están sometidas a contaminaciones masivas o deben luchar por responder a su necesidad mínima de agua, otras viven todavía en grandes espacios naturales protegidos con todos los recursos necesarios a su disposición.

También es difícil explicarle a un habitante del Middle West americano que su país es uno de los grandes contaminantes del planeta. Para vivir el sentimiento de pertenencia a la Tierra hay que tomar conciencia de los límites de este planeta y mirar el vínculo de humanidad entre sus habitantes.

 

Soberanía

Los ciudadanos democráticos  no perciben que esa democracia en la que viven les confiere una soberanía participada, una responsabilidad que ellos deben ejercitar juntos. La soberanía está ligada a la democracia, es decir al vivir juntos, a la relación con los demás ciudadanos, más aún a la defensa de los derechos de los otros ciudadanos. Dicho de otra manera, da responsabilidades en relación a la comunidad en donde se vive. La vida buena para todos será la obra de cada uno. No es suficiente elegir buenos gobernantes, hay que realizar también en el comportamiento cotidiano el proyecto que desearíamos para todos.

Habiendo entendido esta afirmación, el debate debe prolongarse ya no sobre la responsabilidad que deriva de la ciudadanía y de la soberanía, sino sobre el espacio en donde deben desarrollarse esa soberanía y esa responsabilidad. No desaparecen las responsabilidades locales o nacionales de cuestiones que debieran ser resueltas a ese nivel, sino que se acepta el principio según el cual los problemas que conciernen al planeta deben ser objeto de debate entre todos los ciudadanos del mundo.

No se trata de obligar primero por leyes exteriores, si bien ello será necesario, sino de comprender que el ciudadano –ya que es libre, responsable e igual a todos los demás– debe pronunciarse por el bien y la justicia en la sociedad mundial. Puesto que es ciudadano de la Tierra, no puede desinteresarse de la impronta ecológica de su propio comportamiento. Esta afirmación es tan cierta que el planeta no puede soportar un desarrollo como el de Francia o el de los Estados Unidos para los 7.000 millones de hombres como somos ahora, y todavía menos para los 9.000 millones de 2050.

 

Ciudadanos de la Tierra

Una toma de conciencia tal puede ser realizada por cada uno, no sólo por una obligación moral, sino por un interés bien entendido, el propio, y el de los que están a nuestro lado y, al mismo tiempo, el de los que están lejos. Porque en las cuestiones climáticas, ya no hay diferencia entre quien está cerca o lejos. Las inundaciones golpean Nueva Orleans, pero también Bangkok. Los picos de calor tocarán París, New York o Pekín. El aumento de las temperaturas será general y no local. El crecimiento de los mares afectará tanto a Bangladesh, como a la Vendée.

Estar igualados frente al clima, la ecología y la transformación del medio ambiente nos acerca los unos a los otros. Refuerza nuestra solidaridad, antesala de la responsabilidad mutua. Nos hace a todos los hombres ciudadanos de la Tierra. La soberanía debería regocijarse en este contexto y tornar más fácil la toma de decisiones mundiales. Pero un movimiento tal no fluye sin esfuerzo pues no hay que subestimar la influencia y el efecto del individualismo, de la voluntad de decidir todo por sí mismo, de la defensa de lo adquirido y de la dificultad de aceptar los límites de la propia libertad. Internet ilumina y confunde a la vez el debate sobre estos temas. El lazo de la solidaridad muchas veces se desdibuja. La pertenencia a una común humanidad está amenazada por la limitación de nuestros horizontes. Los científicos no pueden entenderse por sí solos y no se entenderán jamás. Le toca al poder político decidir por el bien común, si cuenta con una mayoría que lo sostenga.

En una evolución lenta, impulsada por debates intelectuales y experiencias de campo, los habitantes de este planeta podrán volverse progresivamente ciudadanos de la Tierra. Acontecimientos naturales extraordinarios llegarán para devolverlos a la realidad si estuvieran distraídos con otras preocupaciones como lo han estado en el último año, que fue positivo para la democracia en los países árabes, pero funesto para las finanzas mundiales, y más para el medio ambiente que quedó como vagón de cola.

 

 El autor, jesuita francés, es director de la revista Études.

Traducción y edición de Alejandro Poirier.

2 Readers Commented

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  1. elba beolchi on 14 agosto, 2012

    «… distraídos con otras preocupaciones Si , pero lo peor «ruidos» que atolondran, pero más allá de los ruidos está surgiendo una nueva Conciencia. Pensar que la naturaleza podría vivir sin nosotros , pero nosotros no podríamos vivir sin ella.

  2. Neldo Nessier on 29 agosto, 2012

    Pienso porque las multinacionales de consumo masivo, que están desparramadas por todos los continentes, no empiezan a hacerse cargos de sus desechos, me refiero a envases plásticos, las gaseosas, por ejemplo. Que desarrollen o inviertan en tecnología para este tema. Empezar por cosas simples, pregunto, cuanto recalentamos el planeta para asistir a cada convención de «cerebros», que se mueven de un continente a otro para tratar estos temas, por supuesto, los intereses en juego son mayores.

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