Reproducimos el discurso completo de monseñor Eugenio Guasta al recibir el Premio Gratia Artis, otorgado por la Academia Nacional de Bellas Artes. Se le reconocen los múltiples méritos a un hombre que transitó por igual los caminos de la cultura, del arte y de la fe.Señor Presidente de la Academia de Bellas Artes:

Quiero decirle a usted y a todos los miembros de esta institución mi más verdadero agradecimiento. Sí, agradecimiento, verdadero y sentido. La suma de palabras expresa lo que siento. Se nos ha dicho siempre que no abusemos de los adjetivos. Al padre Dante no lo arredró decirnos que la “selva oscura” en la que se perdió cuando mediaba su vida era selvaggia e aspra e forte. Gabriel Miró, el contemplativo, en un libro todavía juvenil, al describir la subida hacia Jerusalén de las tribus que iban a celebrar la Pascua dijo: “y va pasando la caravana pascual, lenta, apretada, ruidosa”.Ambos, en tiempos distintos, emplean recursos estilísticos que dicen su sentir más hondo. Se me permita entonces a mí, cuando el meridiano de mi vida ha quedado muy lejos, usar un doble adjetivar que me ayuda a traducirme.

Recuerdo cuando Basilio Uribe, amigo fraterno y maestro generoso, quiso que se instituyese este premio, Gratia Artis. La primera en recibirlo fue Chiquita Oliveira, de memoria inolvidable. La nomina de quienes lo recibieron a lo largo de los años suma  numerosos amigos y personas a las que he admirado y admiro. Recibirlo me honra, alegra y sorprende.  Honrado por provenir de quienes proviene. La alegría nace de lo inesperado. Y la sorpresa, y creo parafrasear a alguien que ya dijo algo parecido en una circunstancia como ésta, es porque se me premia por haber hecho lo que simplemente traté de hacer toda la vida: vivir como discípulo y comunicar a otros lo que otros me brindaron.

Puedo afirmar que mis padres me enseñaron a ver. No lo advertí entonces, pero desde mis infancias fueron ellos quienes despertaron curiosidades por lo que nos rodeaba. La palmera phoenix, los rosales, los jazmines y las rosas chinas de un jardín se unen a la voz materna que deletrea todo aquello. También ella fue quien abrió ante los ojos infantiles álbumes con fotos de Florencia y de Roma y fue ella, con sus recuerdos, quien me preparó para el encuentro con el asombro de esas ciudades y ella también, llegado el momento, la que puso en mis manos el primer Quijote. A mis padres les debo -¿fue en 1932 o 1933?- el conservar todavía hoy en lo hondo de la memoria la figura imborrable de Antonia Mercé, la Argentina, atravesando sola la inmensidad del escenario y colmando con el repiqueteo de las castañuelas el prodigio del teatro Colón. 

Poco después el deslumbre de las coreografías de Bronislawa Nijinska, el todavía joven Bolero de Ravel, la arrebatadora música y escenas del Pájaro de fuego de Igor Strawinsky y las escenografías de Héctor Basaldúa.

En mi colegio, donde se seguía una vieja tradición romana, quizá sin saberlo, no teníamos clases los jueves por la tarde. A partir de mis diez años, en torno a las cuatro, iba al escritorio paterno en San Martín al 200. Salíamos a caminar por Florida. Me llevaba a visitar exposiciones. Una primera etapa era la galería Witcomb, entonces en Florida entre Sarmiento y Corrientes. Después van Riel y luego ya en Florida al 900, del lado de los impares, en una vieja casa de planta baja, la galería Muller. Allí en los pequeños cuartos desfilaban los paisajes cordobeses de Fernando Fader, allí, donde pasado un tiempo, se albergarían las muy figurativas esculturas de Lucio Fontana, pero eso pertenece ya a una época de independencia adolescente. Don Federico Muller, en pequeña tertulia, recordaba un Picasso que deseaba hubiese quedado en algún museo porteño. Mi padre admiraba también la pintura española, la que abarca el espacio que media entre los dos siglos pasados, y así he visto numerosos Zuloagas y Sorollas. Las marinas de éste último estaban presentes, según mi padre, en las obras de su amigo, el pintor chileno Benito Rebolledo Correa. Yo reconocía ese mar de Rebolledo: era el mar de mi niñez, el mar que me bautizó, según el decir de María Rosa Oliver, el mar de Cartagena, de Viña del Mar, el mar de las Ventanas de Quintero, el mar de Aconcagua. La mano paterna me condujo por los altos del Cerro Alegre, con toda la hondura de Valparaíso a nuestros pies y el subir y bajar de los ascensores pintorescos. Hubo que aprender a mirar todo eso. “Mira, fíjate…”. De sus labios escuché relatos de Lima, La Paz, Valparaíso y Santiago. El me regaló un poncho pampa que ya era viejo en la década del veinte, un genuino tolomiro pascuense; él me descubrió las alturas andinas, el valle de Uspallata, los Penitentes, Punta de Vacas, la quebrada del Toro y las acequias mendocinas, “mira, fíjate…”, los tejidos aimaraes y quechuas, los sustantivos mapuches, el sabor del caldillo de congrio, de las humitas en chala, de los “pequenes”, puro jugo y “harta” cebolla, del pastel de choclo, de las empanadas “calduas”…

Al regreso de uno de sus frecuentes viajes trasandinos, en la estación del ferrocarril  Pacífico de Retiro, mi padre me presentó a Jorge Romero Brest, con quien había conversado a lo largo del trayecto desde Mendoza. Romero hacía visitas guiadas al Salón Nacional de Bellas Artes en el Palais de Glace. Creo haber ido a todas. Allí estaban los árboles quemados en las pinturas acusadoras y testimoniales de Raquel Forner, los tibios soles geométricos y los sifones rotundos de Petorutti,  los retratos monumentales de Berni, las islas sentimentales de Butler. La palabra de Romero fue el puente por donde llegué a esos mundos nuevos.

Puesto a hablar de maestrosrecordaré a Hugo Parpagnoli, luminoso e iluminador, con aquel no se qué de condottiero, como alguienalguna vez dijo, secularmente romano, diciéndonos a los aspirantes de la Compañía de San Pablo un texto bíblico del segundo libro de los Reyes, en el que se cuenta lo que pidió una mujer sunamita a su marido, para poder hospedar al profeta Eliseo: “edifiquemos en la azotea un cuartito; pongamos una cama, una mesa, una silla y una lámpara”. Así debían ser nuestros cuartos. Creo que aquella simplicidad funcional le hubiese gustado a Le Corbusier.

Il catalogo è questo…Catálogo de agradecimientos.  Catálogo de maestros que abarca personas, casas, ciudades, lugares. Una tarde de 1948 el aula magna de la vieja facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires estaba colmada. Dámaso Alonso, el buceador de textos, iniciaba su curso sobre los poetas de la edad de oro española: Garcilaso o la palabra en trance de ritmo.  Aquello fue un coup de foudre. Aquí teníamos la sabiduría de Ángel Battistesa, capaz de hacer literaturas comparadas. Ambos enseñaban a leer. Maestro también, que hacía gozosa la lectura del Mio Cid, fue Alonso Zamora Vicente; para muchos, “el maestro”. En otro ámbito, MilanKomar, conocedor del viejo mundo cultural de Europa Central, oteaba los horizontes del este y frecuentaba el latín y el griego como si fuesen su lengua materna: poseía una sabiduría inmensa atravesada a veces por ventarrones de intransigencias eslavas. Adolfo Sauze, mozartiano, contaba que se había convertido al oír por primera vez, en Colón, Rosenkavalier de Richard Strauss. Mantenía un tempo implacable al enseñar a decir le recit de Théramène de Phèdre de Racine. El paso fugaz por Buenos Aires de Bruno Zevi congregó una multitud en el aula magna de Derecho. Allí mostró cómo en la planta basilical romana la andadura de las columnas llevaba la mirada hacia la zona absidial. Fácil era deducir entonces el cristocentrismo de aquellas fábricas.

Viajar con Damián Bayón era más que un aprendizaje, un discipulado. Los caminos municipales de Toscana, Provenza o Borgoña no tenían secretos para él. En el camino iba dando los datos esenciales para mirar lo que estábamos por ver y llegados a la abadía, al claustro o a la catedral o a la plaza o al fresco, una concentrada y sabia introducción a la obra de arte, un paréntesis de un par de horas libres para devorar a solas aquello y luego, con puntualidad, el reencuentro, los comentarios, las preguntas. El espaldarazo era un risueño: Increvable…En París, una vez, Damián me llevó a un caserón de rue de Varenne donde Pierre Francastel dictaba su curso de historia del arte. Nada simpático, ni tampoco hacía ningún esfuerzo por parecerlo, sus clases eran un prodigio de lucidez, de conocimiento de la obra que destripaba ante un auditorio que bebía cada una de sus palabras. El tema abarcador era el paisaje en la obra de Claude Lorraine. Después de oírlo, hubo necesariamente que leerlo. Y así se sumaron diversos títulos: Peinture et Société; Etudes de Sociologie de l´art y otras guías suyas sobre la pintura francesa y los inicios de la iconografía cristiana. Una biblioteca de un cuarto romano, en 1950, escondía otro descubrimiento: Sapervedere, de MatteoMarangoni. Descubrir los valores figurativos, la inmediatez del encuentro con la obra, eso que tanto pedirá después George Steiner, fue la enseñanza del crítico plástico, musicólogo notable también, desdeñoso de lo temático. Ayudaba a descubrir la belleza de la desgarbada Venus de Lorenzo di Credi o de la res colgada de Rembrandt. Un libro de 1927 que tiene vigencia pedagógica en el siglo XXI.

Después de un tiempo de academia, en la redacción de reseñas literarias para Criterio, la presentación, de la mano de Basilio Uribe, en la sede de SUR. Pepe Bianco, y a su regreso de un viaje europeo, Victoria Ocampo. La mirada certera y la erudición inagotable de Bianco hicieron SUR. Con Victoria, lo que empezó siendo una relación literaria con los años se transformó en una entrañable amistad. Sus casas tuvieron también un influjo sobre quien las frecuentaba. Ante todo, aquelmaravilloso silenciocervantino, el de la casa del caballero del verde gabán. Y la seguridad de un buen gusto, sabiduría cordial en el elegir y colocar, como la canasta frutera de mimbres, con la leña, junto a la chimenea de depuradas pilastras de mármol. Las arboledas en torno a Villa Ocampo, a Villa Victoria, entraban por puertas y ventanas,  y los pasos iban y venían por aquellos ámbitos en una continuidad de vida que era el estilo de esos lugares.

La penumbra, los olmos de la calle, el oro apagado de los tejuelos de algún libro de las bibliotecas que cubrían los muros de aquel cuarto, el hablar pausado de la dueña de casa, rico de modulaciones, daban el clima a la tertulia de unos pocos en casa de Carmen Gándara, la Nena. Eso mismo se respiraba en el caserón criollo, abierto a muchos horizontes, no lejos del Salado, el Salau en el decir de ella, en la llanura en que estaba arraigada con una pertenencia dicha en lo que escribió. El país, la preocupación por la tierra carnal, como hubiese dicho Charles Peguy, a quien ella admiró, era tema recurrente.

A la casa de los González Garaño –Alfredo, “el Petiso” y Marietta– se entraba por un pequeño vestíbulo donde recibía al visitante una tropilla de caballos criollos pintada por Figari. Se abría después la gran sala de paredes blancas y piso de anchas tablas tarugadas. Todo estaba ubicado con una maestría perfecta, que no se advertía hasta haberse adentrado y contemplado aquel todo. La casa más linda de Buenos Aires, había dictaminado Manucho Mujica. Los tejidos nazcas, las pinturas tibetanas,  los huacos norteños,  el floreal retrato de Marieta pintado por AngladaCamarasa se armonizaban, comunicados unos con otros, en una polifonía sabia y calma. Jamás podría haberse dicho que era una casa decorada; era una casa vivida y con obras que alguien había escogido con natural buen gusto. Cuando se le elogiaba al Petiso la imaginería y los sillones coloniales, respondía con cierta añeja sorna porteñísima: “Hemos vuelto a comprar lo que hace unos años vendimos”.

Lo de Alba Parpaganoli era un departamento suspendido en el aire, en Juncal, entre Cerrito y Pellegrini, a unos pasos del terreno donde funcionaba un local de Emaús. Desde una de las ventanas se podía seguir el avanzar de la avenida Nueve de Julio. Casa hospitalaria si las hubo. Para facilitar los horarios de todos, convidaba a desayunar. Las manos sensibles interpretaban Bach, Mozart, Schubert. La mata de pelo, color “de avellana mucho madura”, sostenida por horquillas de carey, evocaba los retratos romanos que pueblan las repisas de los museos capitolinos y vaticanos. Podía haberse llamado Alba Flavia  Domitila Augusta. Vivió el amor de amistad, con la naturalidad de quien respira. Si se permitía una corrección fraterna, se sabía que no juzgaba, ni condenaba. Había en ella una comprensión, una compasión inagotables. Sabía querer a la gente sin cosificarla. Con su buen humor de siempre, solía preguntarse cuándo descolgaría su ventana el avanzar de la Nueve de Julio. Ya no habría marco para el lejano obelisco.

A principios de la década del treinta un joven secretario de Hacienda del gobierno municipal de Mariano de Vedia y Mitre, Atilio Dell´OroMaini, le escribía a un no menos joven arquitecto: “¿Qué le parece Prebisch si le damos a Buenos Aires un obelisco?”. Junto con César Pico, Tomás Casares y otros soñó la Universidad Católica, fundó los Cursos de Cultura Católica, el Ateneo de la Juventud, la revista Criterio. Su conciencia de laico cristiano lo llevó a la función pública. Con los años su espíritu de servicio lo llevaría a ser elegido por el voto unánime de todos los estados miembros de la UNESCO, presidente de la conferencia general y del consejo ejecutivo del organismo de Naciones Unidas,  para la educación, la ciencia y la cultura. Preparaba junto con Pablo VI el viaje del pontífice a la sede de Place de Fontenoy, en París. Ninguno de los dos pudo realizar ese proyecto. Lo haría después Juan Pablo II. Atilio Dell’OroMaini, el repúblico, alcanzó así  un nivel mundial, coherente con su vocación de hombre cristiano.

 

Porteño, soy de aquí;  he estado y estaré siempre en Buenos Aires. Recuerdo a Corrientes angosta. La construcción de la costanera norte, cuando la calle, con las tipas transplantadas de Las Heras y de Cabildo, era una estrecha cinta entre el río y unas lagunas que iban rellenando, donde ahora está el aeroparque. Extraño la Florida por la que caminaba José Luís de Imaz. Me falta la costanera sur, esa balconada sobre el río a la que iba todo Buenos Aires. Acompañaba una vez una caminata paterna por aquel ancho veredón. En dirección contraria a la nuestra caminaba un matrimonio, acompañado por un par de perros pekineses. Ella casi menuda; él, muy alto. Ambos señores se saludaron con gran sombrerada. Unos pasos después oí: “Ese señor era presidente de la República cuando tú naciste…” Eran Regina Pacini y Marcelo Alvear.

Buenos Aires es el lila de los jacarandaes y el amarillo de las tipas en alguna fotografía de Aldo Sessa, la telescópica distancia de la Villa 31, el silencio monumental de los altos muros taladrados de Clorindo Testa en la solitaria tarde de un sábado en Bartolomé Mitre y Reconquista, los ombúes que permanecen en una de las entradas a la avenida Nueve de Julio, las prolongadas y silenciosas colas de quienes  esperan su transporte después del trabajo, cada atardecer, bajo las recovas de Leandro Alem; los que dormían bajo los arbustos de la plaza Colón y los que duermen sobre cartones en los zaguanes abiertos de tantos locales del micro centro; los chicos de la calle en los subterráneos; los manteros de Florida; la dolorosa presencia de los cartoneros, cada noche; injusticias que corroen y duelen. Algo nos está diciendo que somos responsables de la viuda, del huérfano, del pobre, del migrante.

           

París y Roma. París, donde hasta los árboles son inteligentes, ya está dicha. Roma, cantada por Du Bellay y por Quevedo: “Buscas a Roma en Roma, oh peregrino y en Roma misma a Roma no la hallas”. La enseñanza barroca es clara: “Sólo lo fugitivo permanece y dura…”.Borges eligió este soneto para una antología de Quevedo. Francastel dijo en alguna parte que se puede querer a París y a Roma a un mismo tiempo. La frase tranquilizó la conciencia de quien sentía traicionar a una u otra de esas ciudades que lo dan todo y que lo exigen todo. Llegué por primera vez a Roma el 16 de marzo de 1950; exactamente veinticinco años después,  el 16 de marzo de 1975, fui ordenado sacerdote en Roma. De mis largos años, más de diez los he vivido en Roma. Allí frecuenté las aulas de la Pontificia Universidad Gregoriana y viví en el Pontificio Colegio Mexicano. Tuve el privilegio de asistir a los cursos de hombres tan notables como Juan Alfaro, ZoltanAlszeghy, MaurizioFlick y Josef Fuchs, todos ellos jesuitas. Le oí decir al padre Alfaro que aquel grupo de catedráticos, después del Concilio Vaticano II, debieron “convertirse”  y renovar el modo de enseñar teología, de acuerdo a los tiempos nuevos de la Iglesia. Junto a ellos tuve la presencia de un verdadero hombre de Dios, de espíritu joánico, el padre DonatienMollat, bretón, traductor del evangelio de san Juan en la Biblia de Jerusalén. El rector del Mexicano, don Carlos Torres, de Aguascalientes, cuando le pregunté cuál era el reglamento del colegio, tomó el Nuevo Testamento que tenía sobre su escritorio y mostrándomelo, sonriente, me dijo: Es este…

Allá, en Roma, tuve mi primer encuentro con quien sería luego mi obispo, monseñor Juan Carlos Aramburu. Recuerdo haber acolitado una misa celebrada por él en la capilla de la casa donde se hospedaba. En el momento de la comunión partió la hostia grande que había consagrado y me dio la mitad a mí. Después de la misa, mientras desayunábamos, me dijo: “¿Viste que comulgaste de una misma hostia conmigo? Que sea siempre así, che…”

Y es la ciudad de aquel hombre de aspecto frágil y de corazón y palabra inmensos, el “hombre santo de Roma”, como dijo de él Atenágoras, patriarca de Constantinopla, ese gran papa: Pablo VI. Su pensamiento renovado y renovador continuó lo iniciado por Juan XXIII y condujo y concluyó el concilio. Fue él quien el domingo de Pentecostés de 1975 definió la urgencia de una civilización del amor, sin retórica, con la verdad de su magisterio vivificador, enraizado en la proclamación del seguimiento evangélico, de un discipulado fiel. A un romano de nacimiento, le oí describir el regreso del viaje de Pablo Vi a Jerusalén, el primero de un pontífice después de Kefas, de Simón bar Jona. La ciudad lo recibió exultante y los romanos como queriendo arrebatarlo festivamente, improvisaron una marcha de antorchas de bienvenida. “Quien no tenía otra cosa a mano, encendía La GazettadelloSport –narraba el cronista–. Era el regreso triunfante de un cónsul romano y la ciudad lo reconocía y celebraba su triunfo…”

Recuerdo durante los años romanos la cercanía de DalmacioSobrón, entrañable amigo, quien desde el Belarmino y en la cala honda de los archivos de Santo Spirito, la casa matriz de los jesuitas de Roma, fue indagando  la historia y la obra de Andrea Bianchi, para redactar la tesis doctoral  que presentaría en la cátedra de historia del arte de Giulio Argan, en la Universidad de la Sapienza. Entre otras obras de Bianchi, Dalmacio nos habló a Chiquita Oliveira y a mí de la Merced de Buenos Aires. La erudición y el saber de Héctor Schenone habían iluminado la visión del Buenos Aires colonial y el de la Independencia. Acompañarlo en sus primeros itinerarios romanos fue otro notable descubrimiento. Desde una esquina y de soslayo reconoció el perfil de un capitel y señaló: “la Magdalena”. En la plaza de San Pedro, la columnata berniniana, con las estatuas de mártires y santos que la coronan, constituye un verdadero iconostasio. Su conocimiento iconográfico le permitió identificar a cada uno de aquellos simulacros. Fue también él quien supo anticipar lo que encontraría en la parroquia de la Merced, la casa abandonada detrás del muro testero, una tapera; el Señor de la Humildad  y la Paciencia del maestro filipino que trabajó aquí en los últimos años del siglo XVIII.

 

En mis distintas funciones he tratado de comunicar lo recibido; siempre a lo largo de mi vida, me consideré un alumno a quien le tocaba conservar y comunicar lo que le fue dado. He tenido, siempre, la ayuda de gentes generosas y el trabajo que hice nunca lo hice solo. Fue y es tarea compartida. Digamos también que muchas son las veces que no se hizo lo que se hubiese deseado y querido. Muchas son las fachadas inconclusas, los esbozos que no se concretaron, los libros que no llegaron a la imprenta, las partituras que no se ejecutaron.

En la Septuaginta o Biblia de Alejandría, traducción del hebreo y del arameo al griego, realizada entre los siglos III y II a.C., se lee, en el libro del Génesis, en el primer relato de la creación (l, 25): kaiêiden ó Theòsótikalá. “Y vio Dios que aquello era  bello”. En el griego clásico kalòssignifica, en primer lugar, bello, y en una tercera acepción bueno. Para los hebreos de la diáspora, en la época helenista, el kalòsde la koiné, el griego básico de la cuenca mediterránea, en sentido estricto significaba “buenas obras”; tenía un trasfondo de caridad y limosnas.Por analogía, nuestra imagen y semejanza nos permiten llegar a un hacer bello y bueno. No nos toca a nosotros decir si lo hemos alcanzado. Un premio recibido en la juventud estimula a hacer. Un premio que se recibe cuando se adelgaza cada vez más el margen de la propia vida invita al examen de conciencia.

Les agradezco el haber contribuido a poder hacerlo y los invito a participar de un deseo y de una esperanza. Dice el salmista:“una cosa pido al Señor, vivir en la casa del Señor todos los días de mi vida; vivir en la tierra de los vivientes,  para contemplar la belleza del Señor”(Ps, 26).

 

Eugenio Guasta es escritor y ensayista, párroco de Nuestra Señora de la Merced, antiguo colaborador de la revista Sur y miembro del consejo asesor de la revista Criterio.

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