garcia-monge-3Es crucial actuar contra el calentamiento global, pero este problema es una externalidad global de la economía: su causa está en la falta de comprensión del sistema terrestre como un todo interrelacionado, dentro del cual la racionalidad económica es sólo un subsistema.garcia-monge-2En el Discurso del Método, René Descartes plantea una afirmación que se ha constituido en acción programática de la humanidad, al menos de la cultura occidental, desde su época hasta el siglo XX: “Es posible llegar a la adquisición de conocimientos utilísimos para la vida y, en lugar de la filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, se puede encontrar una filosofía eminentemente práctica por la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todo lo que nos rodea tan distintamente como conocemos los oficios de los artesanos, aplicaríamos esos conocimientos a los objetos adecuados y nos constituiríamos en señores y poseedores de la naturaleza”.

En los últimos tres siglos y medio, los progresos alcanzados en el control y dominio sobre la naturaleza son enormes y los resultados, sorprendentes. Baste citar el descifrado del misterio de la vida con el descubrimiento del ADN y el posterior secuenciamiento del genoma humano, e incluso la síntesis en laboratorio de un ADN y su introducción en una célula capaz de reproducirse. En cierta manera, pareciera que nos hemos constituido en “señores y poseedores de la naturaleza”. Sin embargo, existen experiencias que se suceden con cierta recurrencia y que nos recuerdan en forma elocuente que la aspiración de ésta no es más que una quimera inalcanzable. El sismo del 27 de febrero de 2011, que sacudió Chile con una secuela de muerte, destrucción y dolor, y cuya recuperación tomará un tiempo considerable, es una muestra.

No somos señores ni poseedores de la naturaleza y, lo más probable, es que nunca lo seamos. Esta tiene manifestaciones duras, muchas veces violentas, frente a las cuales no poseemos capacidad de control. Pero el esfuerzo por dominar la naturaleza ha sido persistente a partir de la era moderna. Esto se refleja en la Revolución Industrial, con la que tiene una relación particular. Un cambio sustantivo de la época industrial fue la capacidad de aprovechar fuentes de energía, abundantes y baratas, en forma masiva. Los cambios gatillados por esta verdadera revolución energética, basada en el uso del carbón y del petróleo, generaron transformaciones significativas en el mapa geopolítico de Europa y los Estados Unidos de los siglos XVIII y XIX, y produjeron una acumulación de riqueza no conocida hasta entonces. La mayor disponibilidad energética permitió el despliegue de una era ligada a grandes desarrollos industriales, como lo testimonian la preeminencia del acero en la  construcción de infraestructura, la introducción de la electricidad, los cambios radicales en los medios de transporte y el desarrollo de la industria química, por nombrar los más importantes. Actualmente, seguimos dependiendo de estos energéticos para sostener nuestra economía. Tan así es, que el 80% de la producción primaria mundial de energía proviene de combustibles fósiles y se espera que este escenario se mantenga relativamente estable durante los próximos veinte años.

 

Despliegue tecnológico industrial

Las tecnologías nos facilitan la vida, haciendo los procesos más rápidos y ahorrándonos tiempo, o posibilitando opciones que surgen como nuevas realidades que transforman nuestro espacio. Sin embargo, las tecnologías no son neutras ni ingenuas.

Según Marshall McLuhan, los procesos de cambio tecnológico implican cuatro fases. Por una parte, “(a) intensifican algo en una cultura mientras que, al mismo tiempo, (b) vuelven obsoleta otra. También (c) recuperan un (…) factor dejado de lado desde tiempo atrás y (d) sufren una modificación (o inversión) cuando se los lleva más allá de los límites de su potencial”.

La adopción de mejoras tecnológicas produce efectos colaterales sobre nuestro entorno, nuestra sociedad, nuestra cultura y nuestras formas de relación, que no vemos ni anticipamos y ni siquiera sospechamos. Además, en algunas ocasiones, estos efectos pueden ser nocivos.

Mirando con este enfoque metodológico los cuatro aspectos asociados a la tecnología, podemos analizar lo que ocurrió con el cambio energético de la revolución industrial. La irrupción de los combustibles fósiles, abundantes y baratos intensificaron las capacidades productivas y de transporte, llevando a la cultura occidental a niveles de desarrollo insospechados hasta entonces. Además, reemplazaron y en algunos casos prácticamente eliminaron los modos tradicionales de obtención de energía, como la fuerza animal o ciertas energías renovables (eólica, biomasa e hidráulica). Por otra parte, al acelerar las comunicaciones, recuperaron la conectividad de las comunidades alejadas, facilitando los intercambios entre las personas en un mundo que comenzó a experimentar un aumento demográfico incitado por la misma disponibilidad de fuentes de energía. Finalmente, llevadas al extremo, han producido un fenómeno de escala global y de persistencia secular, como lo es el cambio climático, que se ha transformado en la preocupación principal de la agenda internacional y cuyas consecuencias para la humanidad pueden ser graves.

La utilización de energías fósiles genera externalidades de diversa índole. Algunas de ellas bastante complejas y nocivas que afectan la salud de quienes están expuestos directamente a las emisiones.

Pero hay otra externalidad menos notoria, que no causa problemas en el corto plazo y que se ha ido acumulando lentamente en nuestra atmósfera. Gracias a la geología, sabemos que el carbón que consumimos hoy en día se formó hace unos trescientos millones de años (en el período carbonífero, es decir, 354 a 290 millones de años atrás). El problema es que en la época actual, a partir aproximadamente de mediados del siglo XVIII, hemos estado quemando en forma masiva y creciente los combustibles que estuvieron guardados en la corteza terrestre durante decenas y centenas de millones de años. Con ellos, el carbono almacenado durante todo ese lapso se está liberando en un espacio de tiempo demasiado corto, medido en la escala geológica. Dicho en  términos simples, estamos quemando en unos 200 a 300 años, combustibles que estuvieron guardados hasta por 300 millones de años en la corteza terrestre, es decir, lo hacemos en una millonésima del tiempo. Esto significa un desequilibrio colosal.

La acumulación de fenómenos climáticos extremos en los últimos quince años es formidable. Citemos sólo algunos casos: la ola de calor de 2003 en Europa –con una estimación de 34 mil muertes–, la temporada de huracanes de 2005 en el Golfo de México –la más violenta de la que se tenga registro– y, en 2011, la ola de calor en Rusia y las inundaciones en Río de Janeiro (las peores en un siglo), Pakistán (las peores en 80 años) y China, con centenares y hasta miles de muertos en cada caso.

Hoy nos enfrentamos con un problema mayor que se ha constituido en la principal preocupación de la agenda internacional. Las conclusiones del cuarto informe del IPCC son elocuentes: “El calentamiento del sistema climático es inequívoco, como resulta ahora evidente de las observaciones del aumento del promedio global de las temperaturas en el aire y el océano,  derretimiento generalizado de nieves y hielos, y aumento global del nivel medio del mar”. Y añade: “La mayor parte del aumento en la temperatura global promedio observada desde mediados del siglo XX se debe, con alta probabilidad, al incremento observado en las concentraciones de gases de efecto invernadero de origen antropogénico”.

 

Solución tecnológica y respuesta ética

En nuestra cultura, cada vez que una tecnología ha producido efectos negativos indeseados, la tendencia ha sido solucionar esos problemas con nuevas tecnologías. Sin embargo, el problema del cambio climático es que se plantea como una externalidad global de la economía y persistente en el tiempo. Su causa está en la relación que hemos establecido como humanidad con la naturaleza y en la falta de comprensión del sistema terrestre como un todo interrelacionado, dentro del cual la racionalidad económica es sólo un subsistema. Es difícil imaginar que este problema se pueda solucionar únicamente con más tecnología.

Actualmente, son muy pocos los que discuten que nuestra aspiración al desarrollo, medido sólo en términos monetarios (PIB u otros indicadores), pueda estar en el meollo del problema. En este sentido, los escenarios para la primera mitad del presente siglo no son muy halagüeños. Se espera que la población mundial alcance al menos a nueve mil millones de habitantes para 2050, en un contexto donde actualmente unos 2.000 millones de personas no tienen acceso a la electricidad. Dotar de energía a niveles mínimos de calidad de vida, manteniendo los estándares de bienestar de los que nos hemos favorecido, significa más que duplicar la generación de energía entre hoy y 2050. Si se considera que cerca del 60% de las emisiones de gases de efecto invernadero provienen de la generación y uso de energía para transporte, electricidad y procesos industriales, pareciera que estamos en un callejón sin salida. Los Estados Unidos, con un 5% de la población mundial, consume el 20% de la energía del planeta. Si todos los habitantes del mundo viviéramos como un estadounidense promedio, las emisiones de CO2 aumentarían de 29 mil millones de toneladas año a 120 mil millones. Esto es absolutamente imposible cuando se habla de que, para estabilizar la temperatura promedio del planeta a 2°C por sobre la temperatura preindustrial –es decir, estabilizarla en un nivel alto–, se requiere bajar las emisiones globales al menos a 10 mil millones de toneladas por año.

Claramente se requiere una reducción drástica de emisiones. La pregunta que surge es si es posible mantener la expectativa de elevar el nivel de vida para los 9 mil millones de habitantes que seremos en 2050 a estándares de países súper desarrollados y, al mismo tiempo, disminuir las emisiones a un tercio del nivel actual.

Muchas de las posibilidades de solución que se plantean asumen esa postura con algún matiz. Es decir, no se pone en duda que para lograr el desarrollo universal se requiere mantener los niveles de desarrollo y de servicios energéticos actualmente disponibles. Parte de esto se puede lograr con eficiencia energética, es decir, mediante la capacidad de producir los mismos bienes y servicios con menor consumo de energía. Sin embargo, esto no es suficiente para cubrir la demanda proyectada, por lo que –en términos absolutos– se necesita aumentar la generación de energía.

En este sentido, se han propuesto tres soluciones tecnológicas: generación con energías renovables cuyas emisiones de carbono son muy bajas o nulas; generación con energía nuclear, y captura y secuestro geológico del carbono emitido.

Antes de adoptar cualquier opción sin más podríamos analizar las tres opciones, cada una con sus ventajas y desventajas, a la luz de los cuatro criterios propuestos por McLuhan. Sin embargo, aún con un despliegue masivo de estas tecnologías, la tarea de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero –y con ello estabilizar el clima– sigue siendo titánica. Sólo hay que notar aquí que todas estas opciones pueden ser necesarias, pero no serán suficientes.

 

Más allá de la ecuación energética

En este punto formulamos otras propuestas que intentan ir más allá del debate sobre la ecuación energética. Hay algunas preguntas de fondo que invitamos a plantearnos desde una perspectiva de cuidado de nuestra casa.

El primer punto lo llamamos sobriedad energética y se relaciona con la pregunta “¿cuánto es necesario y cuánto es suficiente?”. La respuesta a esta interrogante va desde cómo realizo mis viajes, qué tipo de luminarias uso y qué conductas asumo frente a la reutilización y el reciclaje, hasta factores que se vinculan a la cantidad y el tamaño de nuestras casas, televisores, automóviles  y otros artículos de uso cotidiano. El asunto no es menor porque finalmente somos los 6.500 millones de habitantes de este planeta los responsables –unos más, otros menos– del problema climático y, así, las acciones que hagamos a nivel individual, sumadas a escala mundial, tendrán un impacto en las generaciones futuras. Esta opción significaría sacrificios difíciles de imaginar en una civilización que nos invita permanentemente a aumentar nuestro consumo y en la que, además, las desigualdades sociales y económicas van muchas veces de la mano con las “desigualdades climáticas y ambientales”. El problema aquí es que la tentación de “viajar de polizontes” es muy grande: “Como mi aporte al problema es casi nulo, da lo mismo lo que haga individualmente; son otros los que tienen que cambiar”. Este equivocado razonamiento también se puede hacer a nivel de países.

El punto anterior no disminuye la responsabilidad de quienes más han incrementado el problema, fundamentalmente los países desarrollados, histórica y actualmente los mayores contribuidores a las emisiones. Sin embargo, hoy se suman países en vías de desarrollo, como China, India y Brasil, cuyas emisiones son muy relevantes. Una de las grandes dificultades en las negociaciones es cómo lograr que estos países controlen sus emisiones sin perjudicar su opción al bienestar y desarrollo. De hecho, hoy China es el mayor emisor de gases de efecto invernadero en términos absolutos.

Un segundo punto tiene que ver con la urgencia del problema. La modificación del clima es un hecho y ya está causando dificultades serias. Sin embargo, la comunidad política no reacciona con la velocidad necesaria, los intereses económicos detrás del modelo de desarrollo imperante son tan fuertes que imprimen una inercia a las negociaciones internacionales que es difícil de romper. Hoy en día, se están discutiendo medidas para enfrentar problemas sobre los cuales ya había información suficiente hace más de 15 años. No podemos seguir esperando que nuestras autoridades se pongan de acuerdo. Las acciones que tomemos hoy repercutirán en las futuras generaciones.

Un tercer punto se relaciona con nuestra responsabilidad con las generaciones futuras que heredarán la tierra. Nuestros descendientes no están aquí para defenderse de los problemas que les estamos dejando como legado; por ello la urgencia de actuar es aún mayor.

Quisiéramos cerrar con un mensaje de esperanza. Los esfuerzos que realicemos hoy y en los próximos años, los acuerdos que logremos en el nivel internacional y nacional para lograr un desarrollo sustentable, darán frutos a su tiempo, algunos pronto, otros en un plazo mayor. La herencia que dejaremos a nuestros hijos depende hoy de nosotros. No perdamos esta oportunidad de contribuir al nacimiento de un nuevo orden mundial, el cual nos significará sacrificios, en donde los aspectos económicos, sociales y ambientales puedan conjugarse con igual importancia de  manera que la vida pueda ser un espacio de celebración, en la cual no nos situemos como señores y poseedores de la naturaleza, sino como parte de su magnífica obra creadora, de la cual participamos junto al conjunto del universo.

 

Javier García Monge es ingeniero civil industrial y Diego García Monge es filósofo.

El artículo fue publicado por la revista Mensaje.

2 Readers Commented

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  1. horacio bottino on 16 marzo, 2012

    Creo yo que el problema es que estamos ,sobre todo en occidente en una mentalidad materialista-economicista-consumista salvaje,solo se vale por lo que se tiene y no por lo que uno es.Una codicia insaciable de cosas que NUNCA nos satisface siempre más y más moderno,por eso la crisis europea,por eso la guerra en Irak,Afganistán,Libia,los problemas de ee uu con Irán y Corea del Norte etc.

  2. EL FUTURO ES INCIERTO, PARA EL MUNDO, EL CAPITALISMO TIENE QUE CAMBIAR PUESTO QUE ESTA HACIENDO MUCHO DAÑO AL HOMBRE, HA DEGENERADO LA RAZA Y HA PRODUCIDO UNA GRAN GUERRA CLIMÁTICA. TODO POR CONSEGUIR DINERO.

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