En el transcurso del Año del Bicentenario, Eudeba publicó esta Historia Diplomática que, puede decirse, nos lleva de la mano a lo largo de los dos siglos de nuestra vida como nación, y en rigor, desde que fuimos engendrados por obra y gracia de las bulas del papa Alejandro VI apenas las carabelas de Colón trazaron el arco imaginario de los dos continentes.El embajador Sanchís Muñoz tiene larga trayectoria en el servicio exterior y es autor de valiosos estudios sobre la Argentina y la II Guerra Mundial y sobre las relaciones con Japón. Quizás la razón principal por la cual el autor emprendió esta obra es su propia experiencia en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN), del que fue director entre 2000 y 2004. Este organismo de la Cancillería fue creado en 1962 por iniciativa del ministro Carlos M. Muñiz, cuyo nombre queda, tal como sucede con el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI), muy ligado a su recuerdo.
En un país marcado por la improvisación y en el que el favoritismo tiene cabida demasiado a menudo en la res publica, el ISEN ha sido durante casi medio siglo la cantera de la que salen los diplomáticos argentinos de carrera, que en su gran mayoría honran y sirven con excelencia a la República en el vasto mundo, con sacrificio y, muchas veces pese a ser postergados y maltratados por mezquindades y politiquerías. A ellos el autor dedica “con respeto y afecto” este libro que, al menos desde que se dobla el codo del siglo XX, en muchos casos se confunde con la historia de sus vidas.
Con orden impecable, poder de síntesis, precisión y encomiable objetividad, recorremos lo que es prácticamente la historia argentina, tan íntimamente ligadas están sus relaciones exteriores con las distintas etapas de la vida nacional, hasta el final de la segunda presidencia de Carlos Menem, en 1999. El autor señala los objetivos de la política exterior argentina, entre los que se encuentran la defensa de la integridad territorial sin guerras para ampliar sus fronteras, apertura inmigratoria, oposición a la intervención externa en los países latinoamericanos (Doctrina Drago) y, desde 1983, la promoción de la democracia y de los derechos humanos en el nivel multilateral.
Es bueno recordar, como hace el autor, los roles que la Constitución reserva al Poder Ejecutivo, “jefe supremo de la Nación”, y al Congreso, que en ocasiones se convierte en protagonista decisivo, como cuando en su seno se debate la aceptación o rechazo de tratados tales como el de Versalles, el TIAR y el del Beagle. El auxiliar indispensable del Presidente para ejercer las atribuciones que le confía la Constitución es el Ministro de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto (denominación establecida por el canciller Domingo Cavallo, el primero de la era Menem). La extensa nómina de quienes desempeñaron esa cartera despiertan por comparación con el presente toda clase de sentimientos, desde la tristeza hasta la ira. Sí, la Argentina tuvo allí sentados a Bernardo de Irigoyen, Rufino de Elizalde, Norberto Quirno Costa, Amancio Alcorta, Luis María Drago, Estanislao Zeballos, Honorio Pueyrredón, Ángel Gallardo, Carlos Saavedra Lamas, Jerónimo Remorino, Mario Amadeo, Luis Podestá Costa, Miguel A. Zavala Ortiz, entre otros. Abismal diferencia entre ayer y hoy, que ayuda a comprender por qué, pese a los esfuerzos de los diplomáticos, la Argentina ya interesa poco en el mundo mientras Brasil ingresa al club de las grandes potencias. En una línea aparte, merece un agradecimiento la Asociación Profesional del Cuerpo Permanente del Servicio Exterior de la Nación (APCP-SEN) por su apoyo para que este libro fuera posible.
La noble estampa del Palacio San Martín, símbolo de nuestra Cancillería, desde la cubierta del libro, nos recuerda que algo mejor es posible y que mirar atrás no nos debe convertir en estatuas de sal sino comprometernos en una esperanza activa.