El padre Aldo E. Martini rememora una experiencia de ecumenismo poco común en la diócesis de Reconquista, en el norte santafecino.
Aldo E. Martini fue ordenado sacerdote hace 56 años, poco antes de la creación de la diócesis santafesina de Reconquista. Su primer destino fue como vicario de la Inmaculada Concepción, durante cinco años. Luego fue designado párroco del Sagrado Corazón, la parroquia de Villa Guillermina en plena Cuña Boscosa, hasta que se lo envió a la recién erigida parroquia de Santa Catalina, en Alejandra, donde vivió 22 años de valiosas experiencias ecuménicas. “Junto a toda esa buena gente aprendí el camino de mi sacerdocio”, dice quien ahora se desempeña como emérito de una parroquia de Reconquista. En su vida pastoral también se encuentran el Instituto de Cultura Popular (Incupo) y radio Amanecer, del obispado de Reconquista.
–¿Cómo inició el contacto con otras iglesias cristianas?
–Entre 1965 y 1987, en mi estadía en Alejandra, en el norte de Santa Fe, a unos 90 kilómetros al sur de Reconquista. Es una zona bastante retirada, lejos del asfalto en aquel entonces.
–¿Cómo fue su arribo?
–Fui con bastante temor y me sorprendió la gran presencia evangélica; anglicanos, primero y luego metodistas. Nunca había tenido experiencia de trabajo pastoral junto a cristianos de otras denominaciones. Una de las primeras personas a quien saludé fue al pastor de la comunidad metodista. Me ofreció su casa para mis momentos de “soledad”. Tenía una familia preciosa.
–¿Qué actividades compartían?
– La relación era, diría, distante. Teníamos actos en común para las fiestas patrias y para el aniversario de la fundación del pueblo, pero ellos no participaban siempre en los eventos. En la parroquia teníamos un grupo formidable de jóvenes con los que nos comprometimos a trabajar en los barrios, ayudando a las familias. Las chicas colaboraban en la limpieza de los hogares y con los chicos ayudábamos a arreglar los ranchos o a puntear la huerta, pero siempre con los dueños de casa. Muchas veces los hombres dejaban tareas a sus esposas para que las hiciéramos nosotros y ellos se iban por ahí, a tomar una copa o a charlar. Si no se quedaban, los varones no les hacíamos ningún trabajo.
–Había que poner el cuerpo, eran trabajos duros…
–Sí, en muchas ocasiones levantábamos algún rancho para abuelos solos o mujeres con varios hijos, abandonadas por sus maridos. Íbamos de noche, después de que los jóvenes salían de sus trabajos, generalmente comerciales, y nos quedábamos unas tres horas. Los hermanos cristianos nos miraban extrañados, pero con ganas de colaborar. Nos mandaban tortas para después del “laburo”. Como visitaba a algunas familias metodistas, les empecé a urgir que dejaran participar a sus hijos. Al tiempo reuníamos a 180 jóvenes, que además iban a las reuniones de formación y esparcimiento en el salón del club local.
–¿Cómo creció la relación?
–Como comunidad, tuvieron la desgracia de quedarse sin pastor. Venía uno desde San Javier o Santa Fe, siempre que no lloviera, porque los caminos eran de tierra. Fue entonces que algunos domingos me invitaron a participar de la celebración en su templo, cuando no había pastor.
–¿Qué opinaba su comunidad católica?
–Les expliqué que era importante construir un camino de unidad, y lo aceptaron. De manera que cuando debía asistir a la comunidad metodista ponía un cartel en la puerta de nuestro templo para que la gente se llegara hasta el evangélico. Luego comenzamos con la celebración de la Palabra una vez en cada templo. Sinceramente fueron días de gracia por parte del Señor. En el campo Los Corralitos, donde no había capilla católica, yo celebraba misa en un templo protestante. Participaban más los evangélicos que los católicos. Después de la predicación y las intenciones invitaba a los hermanos evangélicos a retirarse, si es que querían hacerlo. Y con seriedad me contestaban: “Estamos identificados con su misa”.
–¿Cómo era la relación con la jerarquía?
–Me hice muy amigo de sus obispos, Federico Pagura y Carlos Gattinoni. Mi obispo, Juan José Iriarte, siempre bromeaba con que en cualquier momento me iba a ver como un pastor más de los metodistas. Pero en el fondo le gustaba lo que hacíamos.
–¿Qué sucedió luego de la partida de monseñor Iriarte del arzobispado de Resistencia?
–Cuando el obispo Fabriciano Sigampa sucedió a Iriarte y me cambió de parroquia, los evangelistas fueron los primeros en pedirle que me quedara en el lugar. Me dolió mucho tener que dejar la parroquia, pero para mí era la voluntad de Dios y debía hacerse el proyecto del Señor.
–¿Qué experiencia lo marcó?
–Al mes de estar en Alejandra murió mi padre y viajé a Buenos Aires. De regreso venía bastante desanimado y caído, pensando sobre todo en la tristeza de mamá. Además pensaba en mi nuevo destino. Me sentía desubicado. Los evangélicos me miraban como a la competencia y los católicos no comprendían para qué había un cura en el pueblo: se habían acostumbrado a la visita mensual de un sacerdote, suficiente para casar, catequizar, bautizar y celebrar misa. Esas ideas me atormentaban y empecé a escribirle una carta al obispo, que estaba en Roma participando del Concilio Vaticano II, donde le pedía que me sacara de ese lugar. En un paraje subió el pastor de la Iglesia metodista y se sentó a mi lado. Me dio sus condolencias y me aseguró que su congregación rezaba por toda mi familia. Lo notable es que, como ellos no aceptan la realidad del Purgatorio, no rezan por los difuntos, pues si el muerto ya está con Dios ¿para qué rezar? Y si está condenado no saldrá de allí por más que se rece. Después de un rato de amable charla le comenté mi desazón y le mostré el borrador. Lo leyó muy atentamente y me dijo “Aldo, jamás me imaginé que traicionaras a Dios de esa manera. Jesús y la comunidad católica te necesitan y vos tenés que estar”. Me quedé más tumbado que árbol viejo. De más está decir que nunca pasé en limpio ese borrador. Lo hice pedazos, o curuvica, como se dice aquí en el noreste.
–¿Y entonces?
–Me quedé como cura párroco. Y no un año: veintidós. El tiempo me fue ayudando a hacer caminos de comunión. Compartimos muchos momentos, trabajos y cultos. Fueron tiempos inigualables. Jesús abrió mi corazón gracias al aporte profundo y decisivo del pastor Moreyra, que ni siquiera sé si aún vive. Pero le agradezco con toda mi alma a quien fue un verdadero hermano y amigo, y a la comunidad metodista de Alejandra.
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Join discussionAl leer la nota sobre el P. Aldo E. Martini, que desempeñó su ministerio en la diócesis de Reconquista, uno tiene la grata certeza de ver cómo la buena nueva es anunciada a los pobres. Es el Dios con nosotros en plena Cuña Boscosa en la provincia de Santa Fe. Como lo es también en otras diócesis argentinas. Y como leía, en un número anterior, acerca del fallecido Obispo de Formosa, Mons. Marcelo Scozzina, el obispo de los campesinos.
Volviendo al P. Martini me conmovió su regreso de Bs.As. a su parroquia, luego del fallecimiento de su padre, cuando él mismo reconoce que venía desanimado, caído, pensando en la tristeza de su madre. Lo cual permite tomar conciencia de la dimensión humana de los sacerdotes. De sus sentimientos y esfuerzos. Y a la par, la buena imagen que transmite de los pastores de otras confesiones cristianas, con los que entable una relación significativa, a nivel humano y del diálogo interconfesional. Ecuménico.
Incluso la entrevista deja ver, con tanta simplicidad en el relato, cómo era la vida de esas comunidades cristianas. Francamente, una nota sencilla y diáfana. Muchas gracias por los sentimientos que muestra. También por la imagen que deja acerca de la catolicidad de la Iglesia.
Prof. María Teresa Rearte
«Que todos sean uno: como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros…» (Jn 17, 21)
Bellísima esta nota. Bellísimas esas comunidades cristianas. No podía dejar de decirlo. Gracias a Dios. Y una gracia para la Iglesia y esta Argentina que nos duele tanto.
Prof. María Teresa Rearte
Celebro la nota de Ricardo Murtagh, y ya lo creo que es una historia para recordar. Conmovedora e inteligente la acción apostólica del Padre Aldo Martini. Posiblemente hasta él llegaran recuerdos de los ráudos pasajes del Padre Carlos Mugica, a quien Monseñor Iriarte le encomendara la dirección de misiones en los veranos de los años 62 y 63, y aunque en pleno Concilio Vaticano II, ya interpretando su espíritu. A quienes participamos nos dejó como una huella indeleble algunas imágenes de aquellos días: la unción con que Mugica celebraba las misas al aire libre y en la capilla, las reuniones con campesinos bajo un Timbó, el traslado de una Virgen en botes por el río San Javier -en una noche espléndida- hasta el lugar más pobre de la costa.
Participaron también misioneros de Reconquista, que volvían durante el invierno con una zamba de Ricardo Nadalich: Somos los misioneros / que venimos a misionar / para traer a Alejandra / alegría sin par.
Diez años después ya no hubo espíritu festivo. ¿Cómo no rescatar aquellos luminosos, esperanzados días en Alejandra?
Muchas gracias por traer el recuerdo, y la noticia que el Padre Aldo Martini logró consolidar aquellas aspiraciones.