padilla-sta-ifigeniaUn recorrido hacia el interior, a la montaña, al esplendor del barroco brasileño.padilla-2Desde Belo Horizonte rumbo a Ouro Preto son cien kilómetros de ruta ondulada, de vegetación con variadas tonalidades de verde a las que el otoño evidentemente no afecta. Ouro Preto se llamó en tiempos de la dominación portuguesa Vila Rica. Tiene su razón en las pequeñas piedras negras descubiertas a principios del siglo XVIII, en realidad oro fino, que surgía al raspar el negro, “preto”, que las cubría. De ahí las minas del nombre del estado, y lo “mineiro” de la región, la cultura y hasta la cocina, y a ellas fueron enviados los esclavos africanos en condiciones infrahumanas.

Ouro Preto, de la que se obtiene una estupenda vista panorámica desde la universidad, está en la montaña y rodeada de montañas. Subir por sus calles flanqueadas por casas multicolores es arduo, de modo que la mejor opción es ascender en un vehículo y no a pie.

Fueron las terceras órdenes, compuestas por laicos, ante la forzada ausencia de los frailes por desconfianza de la Corona, quienes erigieron las iglesias, como las que son obra de Manuel Francisco Lisboa, arribado en 1724; la matriz de la Inmaculada Concepción, San Francisco y el Carmen; y las del Pilar y del Rosario, así como Santa Ifigenia, la monumental iglesia de los esclavos. El oro refulge en los interiores como testimonio de las épocas más prósperas pero también del agotamiento del metal precioso, que obligó a sacar provecho a la madera. Las imágenes tienen la expresividad radiante o dolorosa de la época, como los Cristos sangrantes de rara herida alrededor del cuello. Las tallas de los sagrarios y las hornacinas hacen las veces de cortinados del gran escenario donde se desarrolla la magna obra salvífica; los púlpitos a cada costado se explican por las predicaciones en latín y portugués.

La religión multiplica su presencia en Ouro Preto, iglesias, capillas, “passos” donde se detenían, como hasta hoy, las procesiones en Semana Santa y las del “triunfo eucarístico”.

En el museo adyacente a la espléndida iglesia del Carmen se despliega la colección de oratorios portátiles de variadas advocaciones, a menudo en dos pisos, la Natividad abajo, la Crucifixión arriba, algunos con forma de bala para insertar más fácilmente en el equipaje. Fue valiosa compañera de viaje la novela de Abelardo Arias, Inconfidencia (El Aleijadinho) (1979), cuyo protagonista es Antonio Francisco Lisboa, hijo natural, mulato, del ilustre Manuel Francisco. Una enfermedad, lepra quizás, hizo estragos en él, a tal punto que en sus últimos años, negándose a renunciar a su labor creadora, se hacía atar soportes a las manos para poder seguir golpeando la piedra jabón o tallando la madera. Se ganó así el apodo con que pasó a la historia: Aleijadinho, el lisiadito, quien se dedicó de manera exclusiva al arte religioso hasta su muerte en 1814, en tanto que en las pinturas fue complementado por Manuel da Costa Ataide.

En 1789, en paralelo con la Revolución Francesa, una dura represión aborta el movimiento de la Inconfidencia, que aspiraba a la independencia bajo la forma republicana. Su líder, un militar, José de Silva Xavier, Tiradentes, fue ahorcado mientras que los otros fueron desterrados a Mozambique, salvo los clérigos, confinados a conventos en Lisboa.

El Museo de la Inconfidencia, en el palacio municipal, majestuoso edificio erigido en 1784 sobre la plaza Tiradentes, centro de la ciudad donde en su tiempo se expuso la cabeza de éste, permite en su planta principal revivir ese momento y detenerse ante las lápidas de los restos de los “inconfidentes” llevados allí, algunos durante la presidencia de Getulio Vargas. Es de destacar lo didáctico de la rica muestra, incluidos elementos audiovisuales. Una historia romántica y desgraciada, que Abelardo Arias entreteje con la del Aleijadinho, fue la del maduro Oidor Tomás Antonio Gonzaga, que dedicó inflamados poemas a su joven amada y vecina Maria Dorotea Joaquina de Seixas. Toda Vila Rica recitaba esos versos, pero ella tuvo que verlo partir aherrojado a Río de Janeiro donde fue juzgado y condenado si no a muerte, al destierro en Mozambique. Dirceu casó allí con una rica heredera, Marilia murió soltera en Ouro Preto; hoy los reúne una misma lápida y sus nombres, que identifican un clásico de la literatura portuguesa.

Cerca está la pequeña y bellísima ciudad de Mariana. Sede diocesana ya en la época colonial, es hoy arquidiócesis, con una catedral cuya importancia puede medirse en que el rey de Portugal le donó un órgano que bien podría ser de una iglesia bávara. Uno de los puntos más fascinantes es la esquina donde se codean dos iglesias, San Francisco y del Carmen; y en frente, la Casa Municipal, también de fines del siglo XVIII. Sobre una elevación, el antiguo ingreso a la ciudad, de la que se aprecia una vista deslumbrante, está la iglesia de San Pedro. Un busto recuerda al anterior arzobispo, dom Luciano Mendes de Almeida, que no obtuvo el capelo cardenalicio pero cuya causa de beatificación acaba de iniciar el episcopado, del que fue presidente.

El hito siguiente del viaje fue Congonhas do Campo. El Aleijadinho erigió en el atrio del Santuàrio de Bom Jesus de Matosinhos las estatuas de doce de los profetas, Daniel, Oseas, Isaías, Baruc…, todos con fragmentos de los libros respectivos, en latín, elegidas con ojo de conocedor. Sobre el final de su vida, el artista creó estas imágenes vigorosas,

con vestimentas orientales, con símbolos que caracterizan a cada uno, recurriendo a la imaginación para esculpir, por ejemplo, al león, especie desconocida en estas latitudes. Las emociones siguen con las capillas circulares donde están las estampas de la Pasión del mismo artista y sus discípulos. No puede sino admirarse la coherencia bíblica entre

la palabra de los profetas y su cumplimiento en el misterio de la Redención. Nos detenemos en cada estación, vemos que en la Última Cena un par de servidores permiten eludir el número trece de los comensales; en el Huerto, Jesús tiene en su mano la oreja de Malco, algo inusitado en la iconografía de la Pasión; el mal ladrón, a la espera de ser crucificado se destaca por la fiereza de su expresión respecto de quien esa misma tarde estaría en el Paraíso.

Para que la catequesis fuera clara, el realismo de las figuras, de tamaño natural, es impresionante; en cambio, los soldados son ridículos y feos, para no dejar dudas sobre la distribución de los roles. Seguimos a Tiradentes, un pueblo de siete mil habitantes, con espléndidas iglesias (en especial la Matriz de San Antonio con un órgano dieciochesco y donde, como en Mariana, se brinda semanalmente un concierto). Callecitas encantadoras, casas de variados colores, muchas tiendas de artesanías y buenos restaurantes atraen el turismo europeo, en especial francés, en inobjetable elección. A pocos kilómetros está São João del Rei, donde nació Tancredo Neves, primer presidente electo tras el régimen militar, fallecido en vísperas de asumir el cargo. Sus restos y los de su esposa descansan en el cementerio adyacente a la imponente iglesia de San Francisco de Asís, de 1774, considerada una de las más representativas del final del barroco, en cuya fachada trabajó Aleijadinho. Visitamos también la casa donde se conservan la biblioteca, archivos, insignias y vestiduras del cardenal Lucas Moreira Neves, pariente de Tancredo, arzobispo de Bahía y prefecto de la Congregación de los Obispos, que fuera legado al Congreso Eucarístico de Santiago del Estero en 1994. Viajamos en tren de regreso a Tiradentes, desde la estación a la que en el viaje inaugural arribó el emperador don Pedro II, una de las atracciones turísticas.

Última etapa: tras un paso por la cercana Sabará, que conserva otra hermosa iglesia donde trabajó Aleijandinho, llegamos a Belo Horizonte, que reemplazó en 1897 a Ouro Preto como capital del estado. Tercera ciudad de Brasil, abunda en edificios de la más reciente arquitectura y en la que acaba de inaugurarse el subterráneo. Transitando la autopista al aeropuerto está el Centro Administrativo estadual, un complejo de audaces líneas llevado a cabo en 2009 por un “profeta en su tierra”, el arquitecto Oscar Niemeyer a los 101 años. La estadía culmina en Pampulha, con la misa en otra iglesia puesta bajo la advocación del Poverello, que en 1942 diseñó Niemeyer con frescos de Cándido Portinari, sobre el lago y al borde de los jardines de Roberto Burle Marx, un conjunto de gran belleza. El alcalde de la ciudad luego presidente, Jucelino Kubistchek, quiso levantar un centro urbano, con casino, sala de baile, residencia presidencial e iglesia, pero es ésta la que ha quedado como ícono de la arquitectura contemporánea. La arquidiócesis tuvo reparos con el templo hasta 1959, en que la admitió como apta para la liturgia. En la exposición en homenaje a los 60 años de sacerdocio de Benedicto XVI en Roma, en la que se han reunido Santiago Calatrava, Arvo Pärt, Ennio Morricone, entre otros, Niemeyer exhibe el proyecto de campanario para la catedral de Belo Horizonte. Su concreción será otro motivo para emprender la rica y fascinante experiencia que, como en una conversación de amigos, compartimos con los lectores.

 

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