Hasta hace algunos años excluida o ignorada, la publicación de La promesa le da a Silvina Ocampo nueva visibilidad.La obra de Silvina Ocampo estuvo silenciada durante mucho tiempo. La edición de su novela póstuma, La promesa, que Lumen acaba de realizar –y que forma parte de un plan de publicación de textos inéditos y la reedición de otros–, resitúa a la autora en un espacio central en la literatura argentina. No resulta difícil de entender esta revaloración tardía: a la crítica se le plantearon severas dificultades para acceder a su obra, marginal para los cánones de la época1. No es un dato menor para interpretar esta dificultad que sus dos colecciones “centrales” de cuentos, La furia (1959) y Las invitadas (1961), se publican en el momento en que las narradoras –que, en general, escriben en clave muy diferente– irrumpen en la literatura argentina. Desde su lugar marginal, Silvina Ocampo siguió escribiendo. Trabajó en La promesa durante un extenso período, alrededor de veinticinco años; al mismo tiempo, casi, publica una importante cantidad de cuentos con los que la novela guarda profunda vinculación. En el prólogo de esta obra, Ernesto Montequin anota que, acuciada por la enfermedad, su trabajo para concluirla se tornó febril entre 1988 y 1989. También urgida por el tiempo, la protagonista de la novela, ya cerca de su fin, hace una declaración en la que late la voz de la autora: “Estoy mirando el mundo que se aleja, que me abandona… No sé cómo haré para no morir, para no desintegrarme…”
No me gusta que una novela tenga final
La pregunta acerca de cómo se escribe una novela atraviesa el texto completo; la autora propone una respuesta en la praxis de la escritura. El texto desafía abiertamente las normas canónicas de representación realista y verosimilitud de los hechos, que fueron los pilares del género a partir de su afirmación definitiva en el siglo XIX. Imposible, entonces, –como en toda la obra de Silvina Ocampo– buscar en estos elementos una clave de lectura.2
La negativa al realismo y la verosimilitud se marca desde el título: la promesa a la que alude es la que hace la narradora, que ha caído al mar, de “escribir este libro y terminarlo para mi próximo cumpleaños”. Sólo que en la primera frase declara: “Soy analfabeta”. Para poder cumplir con Santa Rita, “abogada de imposibles”, encuentra una forma: confeccionar un “diccionario de recuerdos” para lo que se impone “un orden a mis pensamientos, una suerte de itinerario que ahora aconsejo seguir también a los presos, a los enfermos que no pueden moverse o a los desesperados que están por suicidarse”.
Los recuerdos –hilvanados apenas por la voz de la narradora o por recurrencia de algunos personajes– postulan una estética del fragmento, de tal modo que la mayoría permite una lectura independiente. No existe, en consecuencia, un argumento en el sentido tradicional del término. Verónica, una joven que escribe una novela, aclara este aspecto al responder a la pregunta de otro personaje acerca de cuál es el argumento: “–No tiene argumento– contestó Verónica. ¿Y se puede escribir una novela sin argumento? Es natural. Todo lo que uno siente no bastaría.”
Conté cuentos a la muerte
Otro elemento que establece una estrecha relación entre La promesa y los cuentos que publicó Silvina Ocampo –especialmente su producción a partir de La furia– es que comparten el efecto de exceso. De hecho no sorprende, por acostumbrada, la sobreabundancia de ficción que despliega y que otros autores hubieran utilizado en textos distintos o más largos. Como en sus relatos –vale recordar, por ejemplo, La casa de azúcar, uno de los más conocidos de Silvina Ocampo– hay una profusión de gérmenes de historias que a veces son apenas una mención; otras tienen algún desarrollo y en ocasiones quedan inconclusas. Así sucede con la de Gabriela / Gabriel, de su madre Irene y de sus amores con Leandro, que es la que reaparece en distintos momentos del texto, al punto no sólo de crear uno de los hilos narrativos más fuertes, sino que se constituye en un verdadero subtexto en el que se reiteran temas recurrentes en la autora: la duplicidad, los amores infelices y clandestinos, la infancia.
No sorprende tampoco el exceso en el despliegue de personajes que transitan los múltiples fragmentos que conforman la novela. Como siempre, responden a nombres curiosos y sonoros: Marina Dongui, Aldo Bindo, El Gusano. Entre ellos circula el habitual ejército de subalternos: vendedora, modista, sastre, corsetera. Leandro es, ineludiblemente, médico. También, como siempre, la mayoría de ellos, especialmente las mujeres, desafían todo tipo de convenciones. Entre los excesos señalados como rasgo característico de la escritura de Silvina Ocampo, el exceso sintáctico que se despliega en la enumeración caótica tampoco está ausente en este caso: “…luego pensé desordenadamente: acudían a mi mente maestras, tallarines, films cinematográficos, precios, espectáculos teatrales, nombres de escritores, títulos de libros, edificios, jardines, un gato, un amor desdichado, una silla, una flor cuyo nombre no recordaba, un perfume, un dentífrico, etc.” Como en esta mezcla que no obedece a ningún orden, tampoco existe una jerarquía en las historias que se van sucediendo, en un abierto desafío a cualquier límite: la necesidad de contar los excede. Porque como la protagonista de Las mil y una noches, a la que alude la narradora, en el acto del relato está la posibilidad de escapar a la muerte.
Afirma Roland Barthes en El placer del texto que existen dos formas de lectura: una que consiste en seguir la anécdota y otra, más aplicable al texto moderno, al “texto límite”, que no “devora” el texto sino que lo recorre lentamente, que se detiene, saboreándolo. La promesa invita a este tipo de lectura: novela erótica en su sentido más amplio, no
solamente por las reiteradas escenas en que la memoria de la narradora acumula recuerdos eróticos, sino por todo lo escondido y velado que sostiene el deseo de lectura.
1. La teoría literaria feminista posibilitó una nueva lectura de la obra de Silvina Ocampo a partir de sus aportes. En este sentido son muy esclarecedores los trabajos de Nora Domínguez y Andrea Ostrov, entre otros.
2. En Criterio 2286, de septiembre de 2003, publiqué el artículo “Silvina Ocampo, la subversión del orden”, en el que se desarrollan aspectos para orientar la lectura de su obra.
Genaro Vino
Genaro Vino tenía cara de liebre. Los ojos
rubios, del color del pelo, parecían siempre
inquietos. Miraba de reojo y jamás de frente.
La boca diminuta, de labios finos, masticaba
siempre una brizna de pasto, hojas de
tabaco o un escarbadientes quebrado en
tres partes. Era quintero, docto en cultivar
tomates y lechugas. Su apellido inducía a la
equivocación.
Genaro Vino…
Antes de terminar la frase mi madre
interrumpía al interlocutor:
¿Dónde está?
No sé.
¿No dijiste que había venido?
Yo no dije que había venido –contestaba el
interlocutor.
Ah, Vino, el quintero –decía mi madre–.
Siempre me olvido de su apellido. No me
acostumbro a esos nombres raros.
Finalmente el interlocutor se olvidaba del
motivo por el cual había nombrado a Genaro
Vino.
Genaro Vino trabajaba en una chacra donde
mi madre compraba verduras. Genaro
enfermó y estuvo a punto de vender la
chacra, pero descubrió en Magdalena un
curandero que lo curó de sus males.