En qué punto se encuentra la doctrina social de la Iglesia o –como sería mejor llamarla– el pensamiento social católico, que en rigor es plural.¿Es posible que la doctrina social de la Iglesia (en adelante, DSI) esté sumiéndose en una crisis capaz de amenazar su misma existencia? Se diría que no, si en sentido amplio, la consideramos una forma de reflexión sobre la realidad social (es decir, las esferas política, económica, cultural, histórica y familiar) a la luz de la razón y de la fe. Los cristianos nunca podremos dejar de preguntarnos por las implicancias sociales del Evangelio. Pero, como es sabido, se entiende por DSI en sentido más específico, al cuerpo de enseñanzas que se inició con la encíclica Rerum novarum (León XIII, 1891) y que se extiende hasta la reciente Caritas in veritate (Benedicto XVI, 2009). Lo que caracterizó este largo proceso de construcción doctrinal, más allá de los acentos de cada época, fue la convicción de que la Iglesia, a partir del Evangelio y como parte de su misión, podía y debía pronunciar una palabra autorizada y significativa ante los desafíos concretos e históricos de la sociedad humana (la llamada “cuestión social”), para contribuir a la realización de la justicia social, o como se la denomina hoy con más frecuencia, la solidaridad o la caridad social.
Algunos signos, sin embargo, llevan a sospechar que esta convicción se ha debilitado. No sin cierta melancolía se advierte, por ejemplo, la rapidez con que se disipó el entusiasmo inicial por la esperada Caritas in veritate. Se cumplían 18 años desde la última encíclica social, Centesimus annus (1991), cuyo impacto público fue incomparablemente superior.
En nuestro país, salvo pocas y honrosas excepciones, la DSI sólo sobrevive en el nivel universitario en la humilde forma de cursos de extensión. La llamada “pastoral social” en cierto sentido ha tomado la posta, cumpliendo un buen servicio en la reflexión práctica sobre temas sociales muy concretos y urgentes, pero al estar más alejada de los fundamentos teóricos corre el peligro de pasar por alto las mediaciones racionales necesarias para traducir la fe en orientaciones de acción política y social.
¿A qué atribuir esta situación? Es probable que la DSI haya cosechado adhesiones más entusiastas mientras representó la ilusión de una “tercera vía” frente al capitalismo y al socialismo, vale decir, un proyecto alternativo e integral de sociedad. Pero, ya en la época del Concilio Vaticano II (1962-1965), esta pretensión algo ingenua comenzó a ceder ante una nueva “figura” de DSI, más humilde y realista.
En su carta apostólica Octogesima adveniens (1971) Pablo VI asigna a la DSI una nueva función: dada la imposibilidad de que la Iglesia pronuncie una palabra única o proponga soluciones con valor universal sobre las cuestiones sociales, cada comunidad cristiana, bajo la guía de sus pastores y en diálogo con todos los hombres, debe deducir de la enseñanza de la Iglesia “principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción” para orientar su propio discernimiento y su praxis social.
Sin embargo, el paso a esta nueva forma de entender y practicar la DSI, en la cual el sujeto no es ya exclusivamente la jerarquía sino la comunidad cristiana en su conjunto, no pudo concretarse aún de modo satisfactorio, salvo por algunas fugaces (aunque prometedoras) experiencias1.
En primer lugar, para llevar esta transformación a la práctica, hubiera sido necesario reconocer mayor autonomía a las Iglesias locales, y éstas hubieran debido estar más dispuestas, a su vez, a ejercerla en todas sus posibilidades2. Lo que se verificó, en cambio, fue un marcado proceso de centralización, que impide que las enseñanzas necesariamente genéricas y universales del magisterio pontificio sean adaptadas adecuadamente a los diferentes contextos vitales. En segundo lugar, esta nueva visión de la DSI hubiera requerido una mayor participación de los laicos, promovida a través del estímulo a su formación, y su incorporación en puestos de asesoramiento y dirección, con un recurso amplio y plural a sus competencias profesionales, particularmente en el ámbito de las ciencias humanas y naturales.
En cambio, la jerarquía eclesiástica, lejos de resignarse al rol de guiar el discernimiento comunitario, optó en muchos casos por retener el monopolio en la elaboración de los documentos. Ello incide, entre otros efectos, en la pérdida de nivel científico y de prestigio académico del pensamiento social. En el contexto del pragmatismo al que es proclive la cultura actual, esta situación es potenciada por una tendencia a considerar el bagaje teórico de la DSI como un lastre del pasado, del cual es posible prescindir para ir directamente “a las cosas”, no ya con la pretensión de elaborar un nuevo modelo de sociedad pero sí, al menos, con la esperanza de dar respuestas prácticas a problemas concretos. De este modo, sin embargo, la reflexión social queda privada de rigor metodológico, y se expone a previsibles manipulaciones, ya que no se explicitan ni critican los presupuestos ideológicos del propio pensar. En nuestro país, el perceptible desinterés en el ámbito eclesial por los temas políticos en la reflexión social puede ser un signo inquietante de la pervivencia de ideologías que parecían superadas3.
La posibilidad de un desarrollo pasa entonces, en primer lugar, por una renovación de la DSI como disciplina autónoma, con su propio objeto formal, principios, fuentes y método. Sólo así dejará de ser vista como un “depósito” de textos para refrendar tesis adquiridas de antemano, o peor aún, como un catálogo de soluciones “listas para usar”. Pero de nada serviría este esfuerzo sin una reforma de las estructuras eclesiales4 conforme a las líneas trazadas por el Concilio Vaticano II. Ante todo, por un motivo de coherencia: ¿cómo puede hablar con autoridad de subsidiariedad y participación una Iglesia que ha avanzado tan poco en este camino?5 Pero también esta reforma se torna indispensable como único modo de hacer posible un discernimiento realmente eclesial de los problemas sociales, tal como lo prevé la figura postconciliar del pensamiento social.
En tal sentido, cabe señalar que algunos episcopados están ensayando un nuevo estilo, incluyendo en sus documentos no sólo enseñanzas, sino también pautas de reflexión o interrogantes para debatir en las distintas comunidades cristianas, estimulando así la participación6. Son ejemplares, a este respecto, las orientaciones periódicas a los votantes cristianos7 por parte de los obispos católicos de los Estados Unidos y otros episcopados. Ello nos muestra que, como sucede con frecuencia en otros ámbitos, también para la DSI una crisis puede ser una oportunidad.
[1] “En los años ’80, los obispos americanos adoptaron las ideas del Concilio y del Papa Pablo VI. Publicando varios documentos mayores relativos al análisis social, ellos cumplieron con el llamado del Papa a las comunidades locales para que colaboren más en la formulación de la enseñanza social católica. Adoptando esta metodología, al menos respecto a las cartas pastorales The challenge of Peace (“El desafío de la paz”), y Economic Justice for All (“Justicia económica para todos”), que incorporaron audiencias abiertas llevadas a cabo en las distintas diócesis y por el mismo comité de redacción, los obispos tomaron en serio la asunción del Vaticano II y de Pablo VI de que no sólo la jerarquía sino todo el Pueblo de Dios debe involucrarse en los procesos centrales del discernimiento eclesial. Al final de los ’80, los obispos americanos comenzaron el proceso de formular una nueva carta pastoral sobre la mujer. Iniciaron ese proceso empleando la misma metodología (es decir, borradores ampliamente distribuidos y audiencias) usadas para las dos cartas pastorales precedentes sobre temas sociales. En medio de ese proceso, sin embargo, los obispos fueron notificados por el Vaticano que todo el proceso que estaba siendo empleado era inaceptable y debía ser abandonado. Los documentos episcopales posteriores elaborados por la Conferencia abandonaron la anterior metodología”, R. Gaillardetz, “The Ecclesiological Foundations of Modern Catholic Social Teaching”, en K. Himes (ed.), Catholic Social Teaching. Commentaries & Interpretations, Georgetown University Press, Washington, D.C., p. 85.
2 En 1998, Juan Pablo II dio a conocer la carta apostólica Apostolos suos referida al tema de las conferencias episcopales, su función y su autoridad. En él, se reconoce a las mismas la facultad de elaborar documentos doctrinales vinculantes, pero bajo condiciones muy restrictivas. En particular, el documento debe ser aprobado por unanimidad por la totalidad de la conferencia, o ser aprobado por una mayoría de dos tercios, y recibir luego una recognitio papal. Requerir un consenso ampliamente mayoritario para emitir documentos doctrinales vinculantes responde a un principio tradicional y teológicamente fundado. Pero exigir absoluta unanimidad excede totalmente las reglas aplicadas en la historia de la Iglesia para cualquier otra reunión de obispos, sean sínodos regionales o universales. De esta manera, las conferencias episcopales no tienen otra autoridad que la de sus obispos individualmente considerados, ya que se requiere el consenso de todos y cada uno de ellos. La otra alternativa, alcanzar los dos tercios y solicitar la recognitio papal, desplaza la autoridad doctrinal de las conferencias al papado. Cf. R. Gaillardetz, ibid., p. 86; A. Sullivan, “The Teaching Authority of Episcopal Conferences”, en Theological Studies 63 (2002) pp. 472-493; L. Orsy, “Episcopal Conferences and the Power of the Spirit”, en Jurist 59 (1999) pp. 409-431.
3 El documento “Iglesia y Comunidad Nacional” de la Conferencia Episcopal Argentina (1981), afrontó de modo sistemático el tema político, largamente relegado en la enseñanza social católica universal y local. Desde entonces, sin embargo, este documento no ha sido reelaborado, ni siquiera con motivo de los 25 años de su publicación. Sobre los límites del citado documento y la importancia de dicha reelaboración, cf. G. Irrazábal, “Iglesia y Comunidad Nacional: los próximos pasos”, Criterio 2304 (2005) pp. 251-254, escrito en vistas a aquella recurrencia.
“Algunos ciudadanos, a menudo incluso cristianos, tienden a pensar que las mencionadas instituciones y reglas (del Estado Constitucional Democrático) son sólo “formales”; que sería más importante que fuera practicada una política de contenidos “justos”, lo cual podría darse quizás mejor con un gobierno fuerte que no estuviera tan atado y controlado. Es preciso precaverse contra este menosprecio de las reglas formales. Ellas son más que una forma exterior; son la expresión de valores de la libertad y del derecho. Una praxis política que los respeta, aunque sea un camino difícil y que exige mucha paciencia, tiene más posibilidades de encontrar lo mejor, incluso en cuanto a contenidos, que gobiernos autoritarios menos limitados” (B. Sutor, Politische Ethik. Gesamtdarstellung auf der Basis der Christlichen Gesellschaftslehre, Paderborn, Ferdinand Shönning, 19922, 148).
4 “Prever correctivos contra el abuso de poder. (…) Puesto que la existencia y el problema del poder es ineliminable en la Iglesia, es necesario afrontar también la cuestión del abuso de poder. (…) Para que los legítimos derechos humanos sean respetados y la voz de los creyentes sea adecuadamente escuchada son necesarios contrapesos intraeclesiales verdaderamente eficaces. No hay argumento teológico que pueda excusar a la Iglesia de asumir algunas de las adquisiciones humanistas de nuestra época en relación a las instituciones y, en particular, a la imprescindible limitación del poder. Si comprendo bien una expresión del cardenal Kart Lehmann, tal actitud o tipo de argumentación constituiría: “un abuso del «origen divino»”. Este aprendizaje en nuestras sociedades ha costado sufrimientos y vidas humanas. La advertencia de P. Valadier, formulada en otro contexto temático y que representa bien las aspiraciones de otras iglesias cristianas, no debería desdeñarse rápidamente: “Hay que sustituir la monarquización excesiva del papado por una diversidad de poderes, la cual impida que, tanto en materia doctrinal como disciplinar, demasiadas cosas esenciales dependan de la voluntad de uno solo.” En este marco de ideas, la concepción de una relación entre primado y episcopado ausente de conflictos no hace justicia a la experiencia histórica. Además, la unidad del colegio episcopal con el papa no debería excluir toda forma de oposición leal. Si se quiere que la constitución de la Iglesia no sea, en definitiva, absolutista, la colegialidad debe representar, también, un elemento crítico y limitante. Análogamente, el testimonio de fe de los diversos estratos del pueblo de Dios e, incluso, de aquellos que no perteneciendo visiblemente a la Iglesia de Cristo, el Espíritu de Dios los ha hecho portadores de una palabra, divinizante y humanizante, que jamás la Iglesia encontrará sólo escuchándose a sí misma” (C. Schickendantz, Cambio estructural en la Iglesia como tarea y oportunidad, EDUCC, Córdoba 2005, pp. 152-156).
5 El principio de subsidiariedad, en esencia, consiste en la afirmación de la prioridad de la persona como origen y fin de la sociedad, de modo que toda comunidad existe para proveer ayuda (subsidium) a sus miembros, para que éstos puedan desplegar su autonomía y colaborar con los demás a través de la responsabilidad y la participación. Este principio vale no sólo para la sociedad civil sino también para la Iglesia, aunque de un modo analógico (no idéntico). Se opone a la centralización y el autoritarismo, que privan a los individuos y a los grupos de su iniciativa, y niegan su carácter de sujetos de la vida social.
“…W. Kasper recuerda que mediante el bautismo, que funda la pertenencia a la Iglesia, no se opaca la dignidad del individuo, sino que, por el contrario, la gracia de la filiación lleva tal dignidad a la plenitud. La teología escolática formuló el célebre axioma: la gracia supone la naturaleza y la perfecciona. De allí se deduce lo siguiente: el carácter de misterio propio de la Iglesia no anula su carácter social, más bien lo supone y lo lleva a su perfección. Por tanto, el contenido de lo afirmado por el principio de subsidiariedad tiene validez en una medida semejante a la que posee en el plano de la sociedad humana, o incluso mayor en la medida en que en la Iglesia debe realizarse de un modo ejemplar. (…)
Los campos de aplicación práctica de este principio son múltiples. En primer lugar la subsidiariedad reclama el respeto de la dignidad y de la libertad del individuo en la Iglesia. Ella debe ser un lugar y una institución de la libertad cristiana. Esto significa que el cristiano tiene derecho, con un adecuado discernimiento, a que se reconozcan sus cualidades y carismas, a elegir su estado de vida, a formar grupos, comunidades e instituciones. (…) El principio tiene una aplicación concreta e importante para los fieles cristianos laicos en su misión específica en la Iglesia y el mundo. Precisamente en una situación en la cual las relaciones sociales se vuelven progresivamente más complejas y plurales, es cada vez más difícil (y menos posible) para el ministerio eclesial formular orientaciones para los casos concretos. De allí que en muchas situaciones deban ellos mismos decidir conforme a sus conciencias formadas. El Vaticano II ha reconocido explícitamente la libertad y la autonomía de las realidades temporales. El principio de subsidiariedad encuentra otro campo peculiar de aplicación en la relación entre Iglesias locales e Iglesia universal, incluso porque no se refiere al hombre abstracto sino al que existe en situaciones históricas concretas caracterizadas por costumbres propias, por tradiciones, formas de pensamiento, etcétera. Estas pertenecen a la identidad del hombre que la Iglesia universal debe respetar, más aún ayudar a proteger. Desde el Vaticano II esta problemática se discute bajo el concepto de “inculturación”. Lo que está en juego es la libertad de la Iglesia” (C. Schickendantz, ¿Adónde va el papado? Reinterpretación teológica y reestructuración práctica, Ágape, Buenos Aires 2001, pp. 121-122).
6 Un buen ejemplo: cf. Conferencia de los Obispos Católicos de los Estados Unidos, Responsibility, Rehabilitation, and Restoration: A Catholic Perspective on Crime and Criminal Justice (1990). Se puede acceder por Internet a la versión inglesa: http://www.usccb.org/sdwp/criminal.shtml.
7 Cf. Conferencia de los Obispos Católicos de los Estados Unidos, Forming Consciences for Faithful Citizenship, A Call to Political Responsibility from the Catholic Bishops of the United States (2007). En Internet: http://www.usccb.org/faithfulcitizenship/FCStatement.pdf
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Join discussionEstimados Hermanos en Cristo: Soy profesor secundario de psicología, entre las materias que tengo a cargo está la formación religiosa de los sextos años de una escuela secundaria católica de la diocesis de Lomas de Zamora. El tema fundamental es la DSI. Estoy de acuerdo con vuestra reflexión en tanto se trata el tema como depósito de documentos. En mi caso los voy acompañando con la búsqueda de aciones concretas. Las ideas que surgen desde los adolescentes son muy buenas, pero difíciles de llevar a cabo con una hora de clase semanal. Sirven para abrir la cabeza. Por ejemplo:Si tengo la posibilidad de ser empresario, ¿cómo lo sería desde la DSI? La misma pregunta puede ser respondida desde el sindicalismo, una profesión, la familia,etc. Lo importante es que los jóvenes vean una actitud diferente de la iglesia,de la que son parte, desde el evangelio, desde los docuemtos papales, los del episcopado argentino y los de la diócesis local.
Es cierto que no pasa lo mismo en la pastoral parroquial, en la que es más difícil la formación, pero se llega con éxito a la acción comunitaria en lugares y tiempos concretos.
Felices Pascuas.
Miguel Angel Nobile
Resulta interesante leer el análisis que hace Amartya Sen (premio Nobel de Economía) donde muestra que las grandes hambrunas son exclusivas de países con gobiernos autoritarios y desaparecen a partir del momento en que se instituyen regímenes democráticos. (1)
La razón es la falta y la distorsión de la información que llega al centro de decisión concentrado, ya que las autoridades de niveles inferiores tienden a enviar mensajes no conflictivos y ocultar problemas, lo que lleva a que simplemente no sea percibida a tiempo la gravedad de los problemas.
Es esencial que en la Iglesia exista participación, disenso y oposición para que la información encuentre caminos alternativos y la jerarquía pueda comprender los problemas particulares de cada comunidad.
(1) Amartya Sen 2009, La idea de la justicia, Ed. Taurus.
Desde hace varios años, dedico un lugar destacado a la Doctrina Social de la Iglesia en dos de las asignaturas que dicto dentro de las carreras oficiales que ofrece el Seminario Internacional Teológico Bautista donde desarrollo en la actualidad mi labor docente. En el caso de «Filosofía social», le dedico una unidad para tener una visión global de la misma. En el caso de «Antropología Social y Doctrina Social de la Iglesia», le dedico tres unidades. La primera, presenta una sintética historia de la DSI, las otras dos, un análisis de los aportes del «Compendio» de la DSI. Es más, en la Jornada Académica que desarrolláramos en forma conjunta los Departamentos de Teología, Ciencias Bíblicas y Ciencias de la Religión, hace un par de años y que tuviera como escenario el aula magna de nuestro Seminario, presenté la ponencia titulada «PECADO Y SALVACIÓN. Su universalidad según la Doctrina Social de la Iglesia». El subtítulo de dicha ponencia («Perspectiva antropológica de hamartología y soteriología implícitas en el Compendio de la DSI a la luz de una somera exégesis de Efesios 2.1-3; 8-10») pretendía contar, precisamente, con la suficiente capacidad descriptiva como para indicar con claridad el enfoque específico que se aplicaba en la misma. Es por todo lo anterior, que celebro que el Consejo de Redacción de «Criterio» evalúe la crisis de la DSI como una oportunidad para que pueda desarrollar su labor en forma más relevante. Como pastor de una iglesia evangélica y como docente de una institución teológica que procura la formación integral de nuestros líderes espirituales, coincido con lo expresado por el Cardenal Angelo Sodano en la presentación del «Compendio»: «muchos de los elementos aquí recogidos, son compartidos por las demás Iglesias y Comunidades eclesiales». Sobre todo creo que católicos y evangélicos mantenemos muchas coincidencias en lo que respecta a la perspectiva antropológica del ser humano, con base en el fundamento que se desprende de las enseñanzas bíblicas. Algo que unos y otros debemos tomar muy en cuenta, ya que el diagnóstico realizado hace ya diecisiete años por Gerardo Farrell en su obra «Doctrina social de la Iglesia. Introducción e historia de los documentos sociales de la Iglesia» («La crisis en la mitad del siglo XX, no es ya crisis de la relación Iglesia y Mundo solamente, sino crisis del hombre mismo») no sólo sigue manteniendo su vigencia al ir concluyendo la primera década del siglo XXI, sino que parece ser cada vez más adecuado para describir las crisis que se estamos viviendo actualmente en diversas partes del mundo.
Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez.
Doctor en Teología.
Magíster en Ciencias Sociales.
Licenciado en Letras.
Nunca interpreté la DSI como una tercera vía ante el capitalismo y el socialismo. Incluso está expresamente aclarado en el Magisterio social que no lo es.
No sé de los cursos de extensión que incluyan la DSI. Sé que se trabaja sobre ella en el nivel medio de la enseñanza. Pero lo que conozco es su implementación dentro de un plan de formación en el nivel universitario, no por haberla enseñado yo, sino por haber sido profesora de Teología Moral (Fundamental) y de Ética Profesional. Por lo tanto, he compartido la cátedra con profesores de DSI. En mi opinión la metodología empleada me parece muy «escolarizada». Y no llega a interesar a los jóvenes. Muy distintos son los resultados que se obtienen con Moral Fundamental y Ética Profesional, si en su enseñanza se tiene en cuenta el diálogo con la cultura, la problemática de las profesiones, etc.
Quiero rescatar la referencia que aquí se hace a la Octogesima adveniens de Pablo VI, y muy especialmente al tema del discernimiento, que va unido a otro, el de la conciencia moral, y se podia haber implementado en una situación como la vivida este año electoral, con reiteradas elecciones (si no me equivoco en mi provincia votamos cuatro veces), la particular situación ofrecida por los partidos políticos, frentes, etc. y la problemática política del país. Pero eso requiere que, por ejemplo, algunos sacerdotes no se impongan a sus feligresías. Y aprendan a respetar el derecho de cada persona a formular su propio juicio de conciencia. Una cosa es ofrecer elementos para una reflexión. Y otra muy distinta señalar puntualmente a quien votar y a quien no. O dedicarse a descalificar en bloque a toda la dirigencia política, lo cual me parece que en nada contribuye al discernimiento antes mencionado.
Sí reconozco que, a nivel diocesano, se ha implementado la pastoral social. Y que las intervenciones del obispo, a través de los medios de comunicación, proporciona elementos para una formación del juicio moral, con relación a temas concretos, puntuales, como puede ser por ejemplo el funcionamiento de un casino, el tema de la minoridad, el drama del hambre, de la familia, etc. etc. Y expresado en un tono pastoral, y por lo tanto exento de confrontación.
Pienso que se requiere una mayor participación de los laicos, los que, por otra parte, necesitan tener cierto manejo filosófico-teológico para no convertir la DSI en una especie de «recetario». En esta línea, siempre seguiré sosteniendo que la «acción católica» debe replantearse su razón de ser, por lo menos donde vivo. No me gusta hablar de lo que hago, pero a título personal he sostenido mi participación en un medio periodístico, no dedicado a la DSI, pero sí a la cultura, la literatura, ética, etc. y de algún modo tangencialmente he realizado mi aporte. Gracias. Atte.
Prof. María Teresa Rearte