La poesía inglesa se acerca al misterio insondable del Resucitado. Tras el altar mayor de la catedral anglicana en la calle 25 de Mayo hay una suerte de tríptico con imágenes de dos santos: san Jorge, un robusto soldado romano, patrono de Inglaterra, a la izquierda, y, a la derecha, la figura delgada y ascética del Bautista, patrono del templo. Pero los ojos se enfocan en la escena central de las tres mujeres que, según el evangelio de Marcos, llegan a la tumba vacía la mañana de la resurrección. Dentro se vislumbra un ángel iluminado que les anuncia que Jesús no está allí.
Extraña escena como señal del evento más importante de la historia, ya que significa la irrupción de la vida del mundo venidero en el mundo presente. No es una escena de triunfo y victoria; por el contrario, predomina un clima de silencio y temor. Sin embargo, la confusión y la consternación de las mujeres transmiten su propio mensaje, más poderoso que meras palabras, de la realidad sobrecogedora de la resurrección. No hacía falta que la imaginación humana inventara cosas impactantes porque los evangelistas presentan la resurrección con tanta mesura que se crea la sensación de una extraordinaria porosidad entre lo conocido y lo totalmente desconcertante.
La imaginación humana juega un rol importante en la percepción de la presencia de Jesús resucitado entre nosotros. El autor del Apocalipsis, por ejemplo, en el primer capítulo da rienda suelta a su imaginación en la visión de Jesús: el Señor glorificado y triunfante en el cielo. No obstante dudo que haya ayudado a muchos creyentes en el acercamiento de
la mente y el corazón al Salvador. Como imagen tiene las características de un ídolo estático, con una rigidez que marca distancia, y convierte a Jesús en un ser deshumanizado.
La naturaleza de la resurrección de Cristo condiciona la manera en la cual podemos acercarnos con nuestra fantasía a Él porque las imágenes que más nos ayudan no serán plasmadas según conceptos doctrinales, sino por actos interiores de fe. La resurrección
no es un milagro como los realizados por Jesús durante su ministerio porque Él no es el autor de la resurrección, sino el sujeto pasivo de una obra del poder del Espíritu de Dios. No tiene el propósito de las “señales y maravillas” que anunciaron la llegada del Reino y su Mesías; por el contrario, la resurrección podía ser reconocida solamente por las personas que supieron responder a un nuevo nivel de existencia que les fue revelado.
Los textos que tratan de las manifestaciones de Cristo resucitado reflejan la vacilación y la incertidumbre de los discípulos frente a un orden de existencia que es nuevo, desconocido y trascendente. Tenemos la impresión de que sus experiencias eran tan inesperadas y sin precedentes que no cabían las tentaciones de inventar o exagerar; fue más que suficiente el desafío de entender lo que les estaba pasando. Frente a este tremendo misterio, el instinto natural de los testigos de la resurrección habría sido el de retroceder y volver a lo conocido y lo predecible.
Pero no pueden. Algo ha cambiado de forma irreversible y los creyentes en adelante tendrán que vivir tratando de asimilar lo que su fe les ha manifestado: que van a participar de la muerte y resurrección del Señor porque ella es la primicia de lo que se promete a todos los que se unen a Cristo. Innegablemente la resurrección comporta una nueva intimidad entre Dios y nosotros, pero sin perder el asombro y la dependencia porque, por más íntima que sea la relación, la distancia entre la criatura pecadora y el Creador permanece. El clima que combina la intimidad con la estupefacción, las exclamaciones de fe con el silencio frente al misterio de su presencia, es un denominador común en los relatos, pero mi favorita es esa escena en el último capítulo de san Juan en la que Jesús invita a los pescadores a comer a orillas del mar de Galilea. Según el texto de san Juan, Jesús dice: “Vengan a comer’. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Quién eres?’, porque sabían que era el Señor”.
Todo esto, por supuesto, se dio en el contexto de una comida fraternal, un eco de las que Jesús solía compartir con los discípulos y prenda de la comunión eucarística en la que volverían a experimentar la presencia del Señor resucitado.
San Juan crea un clima de temor reverencial y de silencio que da un marco a la invitación de acercarse para comer; de igual forma, en el relato de san Marcos, el ángel invita a las tres mujeres a tener fe diciéndoles: “Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí”. Huyen aterradas porque dos días antes habían sido testigos oculares de una terrible muerte y su imaginación no podía asimilar el anuncio de una “resurrección”. Los evangelistas relatan las invitaciones de Jesús resucitado a tener fe en Él y las comprensibles reacciones de hombres y mujeres iguales a nosotros que se encontraron superados en la imaginación. Pero, con el tiempo, los cristianos que querían conocer íntimamente a su Salvador aprendieron que la mejor manera de acercarse a Él era el camino de la reticencia, la deferencia y la espera paciente en oración. Descubrieron que Jesús toma la iniciativa, que Él se acerca a nosotros y nos invita a poner nuestra fe en un hombre crucificado y resucitado.
Tal vez en toda la poesía religiosa inglesa no existe mejor ejemplo de esta invitación que el poema “Love (III)” del sacerdote anglicano George Herbert (1593-1633). Mi versión en castellano no puede transmitir la extraordinaria fineza lingüística del original, pero tal vez algo de la imaginación del poeta:
AMOR (III)
El Amor me dio la bienvenida, pero mi alma se retrajo,
culpable de polvo y pecado.
Pero el Amor, tan alerta, al notar que me había desganado
después de mi ingreso inicial,
se me acercó, preguntando dulcemente
si necesitaba algo.
Un huésped –contesté– digno de estar aquí;
el Amor me dijo: serás tú.
¿Yo, el poco amable, el desagradecido? ¡Ah! querido,
no puedo contemplarte.
El Amor me tomó de la mano, y sonriendo contestó:
¿quién hizo los ojos, sino yo?
Es verdad, Señor, pero los he echado a perder; deja que mi vergüenza
vaya a donde merece.
¿Acaso no sabes –dice el Amor– quien soportó la culpa?
Querido, entonces serviré yo.
Tú debes sentarte, dice el Amor, y probar mi carne;
entonces, me senté y comí.
LOVE (III)
Love bade me welcome: yet my soul drew back,
Guilty of dust and sin.
But quick-ey’d Love, observing me grow slack
From my first entrance in,
Drew nearer to me, sweetly questioning,
If I lack’d anything.
A guest, I answer’d, worthy to be here:
Love said, You shall be he.
I the unkind, ungrateful? Ah my dear,
I cannot look on thee.
Love took my hand, and smiling did reply,
Who made the eyes but I?
Truth Lord, but I have marr’d them: let my shame
Go where it doth deserve.
And know you not, says Love, who bore the blame?
My dear, then I will serve.
You must sit down, says Love, and taste my meat:
So I did seat and eat.
George Herbert
Después de Pentecostés la imaginación cristiana se nutre con el fuego del Espíritu porque nos permite ver las cosas como realmente son a los ojos o la mente de Cristo. “El Espíritu Santo”, dice el arzobispo Michael Ramsey, “mantiene la luz de Jesús ardiente en nosotros; es así que podemos ver tal como un cristiano debería hacerlo”. Cuando nuestras mentes y ojos espirituales están penetrados por el Espíritu iluminan la imaginación humana, que se torna un medio para acercarnos al Señor crucificado y resucitado.
El autor es presbítero de la diócesis anglicana de la Argentina y autor del libro Historia de la Iglesia Anglicana de la Argentina, 1825- 1994.