Para Virginia Woolf, una de las figuras más destacadas del modernismo literario del siglo XX, en diciembre de 1910 cambió el carácter humano. ¿Es posible conjeturar que cien años más tarde Gran Bretaña se encuentra en un momento análogo? Para el autor de How to Survive the Next World Crisis (Cómo sobrevivir a la próxima crisis global) es evidente que su país está ingresando en una nueva era.El historiador marxista Eric Hobsbawm (93 años) es el celebrado autor de una historia del siglo XIX cuyo tercer volumen se titula “La era del Imperio” (The Age of Empire). Se comenta que hace poco le preguntaron cuándo había terminado la era del Imperio. Y habría respondido: “Déjeme ver… creo que el miércoles pasado”. ‘El miércoles pasado’ fue el día de la revisión del gasto público (Comprehensive Spending Review), cuando un primer ministro británico dijo ante la Cámara de los Comunes que el país ya no podía costear los recursos militares de una potencia imperial.
La imagen más profundamente simbólica de 2010 fue una imagen televisiva de una fila de ex primeros ministros y actuales miembros del Gabinete en Westminster Hall mientras escuchaban atentamente las palabras de un Papa que les hablaba de responsabilidades morales y de una autoridad moral que supera y sobrevive a reinos e imperios. Durante cinco siglos, el Parlamento, la Iglesia y el Imperio británicos representaron el rechazo de Enrique VIII hacia la autoridad de Roma y la proclamación de que Inglaterra era “otro imperio”. Si el Imperio ya no existe y la Iglesia ya no es lo que era, cabe esperar que el Parlamento también se transforme.
Desde las elecciones generales de mayo de 2010, en la mentalidad pública británica ha ocurrido uno de esos leves cambios de humor que nos dicen que en algún lugar, tal vez más allá del filo de la conciencia, algo muy grande ha cambiado para bien –algo así como ese momento a fines de agosto boreal cuando, hacia las 16.30 de una cálida tarde, pensamos en ponernos un pulóver y reconocemos que el otoño ha llegado–. “Fue, más o menos, en diciembre de 1910 que el carácter humano cambió”, escribió Virginia Woolf, y tal vez haya acertado también el centenario de la fecha. Probablemente, la raza humana no haya cambiado demasiado, pero quizás las actitudes del pueblo británico hacia el resto del mundo y, por ende, hacia sí mismos, son hoy más realistas. Cabe admitir que los cables confidenciales estadounidenses publicados por WikiLeaks se distinguen más por lo que callan que por lo que expresan –los diplomáticos se han estado diciendo más o menos lo que nosotros pensábamos que estaban diciendo, y ellos decían–. Pero, sin duda, da que pensar el ver expuesta la insignificancia, a los ojos estadounidenses, de las inquietudes, las intervenciones y las figuras públicas británicas.
El último vestigio de que Gran Bretaña alguna vez desempeñó un rol mundial radica en que un diplomático estadounidense cree que vale la pena hacer un comentario sobre algunas necedades pronunciadas por un miembro de su familia real. Por supuesto, muchos en el mundo sienten que están sobrios cuando desearían no estarlo. La resaca
después de una comilona ha sido algo común en los países occidentales (y no solamente en Navidad). Irlanda ha probado la amargura de una quiebra doble, financiera y espiritual, aun cuando los irlandeses siempre supieron que si uno vende su alma por oro de fantasía, sus ganancias se convertirán en hojas muertas. Quizás Irlanda ha sido tan vehemente en su reacción frente a los delitos sexuales de su clero no sólo debido a la antigua arrogancia y autoritarismo de la Iglesia irlandesa, sino por un sentimiento de culpa por haber traicionado a su pasado católico durante los años del Tigre Celta (1996-2001).
Del mismo modo, la creciente estridencia del nuevo ateísmo británico podría reflejar un profundo resentimiento por la pérdida de la identidad íntimamente ligada a la Iglesia en costumbres, instituciones y creencias. Pero Gran Bretaña ha venido perdiendo su pasado desde hace mucho más tiempo que Irlanda, y se ha mostrado mucho más renuente a reconocer lo ocurrido. Si 2010 fue testigo de un cambio, éste radicó en que en el máximo nivel de la vida pública los hilos por fin empezaron a romperse y la verdad comenzó a develarse.
En los últimos 40 años, dos golpes de (aparente) buena suerte protegieron a Gran Bretaña de la verdad de su situación. En primer lugar, el descubrimiento de petróleo en el Mar del Norte. Y luego, en especial después del colapso de la Unión Soviética, sobrevinieron las finanzas globales desregularizadas, y Londres estaba bien situada para aprovecharlas gracias a su posición a medio camino entre los husos horarios del Extremo Oriente y de los Estados Unidos. Desde estas vasijas de oro, ríos de ingresos desembocaron en el Tesoro del Reino Unido, que los gobiernos del momento destinaron a acrecentar su popularidad: la Sra. Thatcher, en beneficios para los desempleados mientras destruía sus sindicatos; el Sr. Brown, en aliviar las desigualdades generadas por la burbuja que lo financiaba. La inversión realmente necesaria durante este tiempo –seguridad energética a largo plazo, transporte e infraestructura urbana– fue desatendida. Igualmente grave fue que se promoviera la ilusión de que el país contaba con recursos sin explotar a los cuales recurrir, diferentes de la mano de obra productiva de su población. Esa ilusión perpetuó la idea de la era imperial –cuando un súbdito británico tenía medio mundo a su disposición para ganarse la vida– incluso más allá de la extinción del Imperio.
Naturalmente, sabíamos que el Imperio se había terminado. Sin embargo, pensamos que eso marcaba una diferencia solamente para las antiguas colonias, no para nosotros. En todo caso, nos felicitábamos por ser más ilustrados que nuestros ancestros colonialistas, por estar mejor en términos materiales y estar más avanzados en materia tecnológica.
Pero no reconocimos cuán profundamente el Imperio había configurado nuestras instituciones, familias, mentes y expectativas, y cuánto iba a tener que cambiar Gran Bretaña ahora que ya no lo era. Pensamos que podíamos seguir como hasta entonces,
pero sin los malos tragos. Antes, en el Imperio, debía haber tierra en todo el mundo para quien estuviera dispuesto a encargarse de una granja y despojar a los nativos. Ahora, en nuestra democracia propietaria, había una casa y un jardín para quien estuviera dispuesto a asumir una hipoteca. Pero no nos preguntamos si ésta era la manera más justa y efectiva de alojar a una población numerosa en una pequeña isla.
Antes, la cohesión social se había mantenido a través de la prolongación de la jerarquía militar (y el castigo físico) en la sociedad británica, mediante la cual se sostenía el orden en el Imperio: en todos lados había funcionarios y hombres de las fuerzas públicas, de los Boy scouts, de los cuerpos de bomberos, hasta en las escuelas. Después del Imperio, democratizaríamos nuestras vidas y reformaríamos nuestro sistema penitenciario. Pero no previmos cómo motivar en el futuro a la policía y al personal de las cárceles para que no se corrompieran, si debíamos reducir los servicios de jóvenes voluntarios y qué hacer con los deportes en equipo en las escuelas. Antes, los británicos viajaban por el mundo por motivos profesionales, tanto en las fuerzas armadas como en el servicio nacional. Luego, en los años sabáticos, se hacía con los servicios exteriores voluntarios y las aerolíneas de bajo costo. Pero no esperábamos que los habitantes de las antiguas colonias nos correspondieran, mucho menos que se establecieran en Bradford. La educación liberal otrora brindada por las universidades a funcionarios de la administración pública imperial ahora estaría a disposición de todos, incluso cuando el Estado de ningún modo pudiera financiar semejante sistema y ya no hubiera una administración pública imperial que empleara a sus graduados. El brindis “por la Iglesia y por la Reina” se celebraba en todo el Imperio victoriano, y los obispos educados y ordenados en Inglaterra eran enviados a África, la India y Oceanía casi como si fueran comisionados de distrito. A medida que fue vislumbrándose el fin del Imperio, la Iglesia de Inglaterra en todo el mundo dio paso a la Comunión Anglicana, Iglesia imperial donde sólo quedaban los buenos tragos. Nuestro tiempo deberá determinar si puede sobrevivir sin una única cabeza suprema.
La influencia modeladora del Imperio en Gran Bretaña se sintió sobre todo en su estructura de gobierno. El filósofo alemán Jürgen Habermas entendió al Parlamento británico reformado del siglo XIX como un órgano para transformar la opinión pública británica en acción de gobierno, pero no tuvo en cuenta el rol del Imperio. Ya en tiempos de Pitt el Joven, la acción del Parlamento quedaba coartada por las necesidades de defender, administrar y extender la red global de comercio y poder. El sistema bipartidista, con su aparente distinción entre Gobierno y oposición –cuyos miembros pertenecen a las mismas clases sociales, educados en los mismos colegios y universidades, y a menudo a los mismos clubes y logias masónicas– era un mecanismo para asegurar la continuidad en la administración de un imperio que dependía, en última instancia, del despliegue de su fuerza militar. El imperio estaba, por decirlo de alguna manera, en permanente estado de emergencia, y requería un gobierno que no cambiara con las mayorías partidarias en la Cámara de los Comunes.
Gran Bretaña en sí no importaba, las discrepancias podían quedar en el ámbito de los partidos. No es casualidad que la mayor delegación de poder del gobierno central, la fundación de los gobiernos de condado, ocurriera en el momento en que la atención del gobierno central estaba concentrada en la rivalidad interimperial y el “reparto de África” posterior a 1885. Hasta el día de hoy, oímos la cantinela de que “la tarea del gobierno es gobernar”.
Pero se trata de una norma para dirigir un imperio, no un país, y no escuchamos las verdades complementarias acerca de que la tarea del gobierno es realizar la voluntad del pueblo, y que la tarea del Parlamento es debatir; y debatiendo, determinar cuál es la voluntad del pueblo. En una edad postimperial, debemos redescubrir el propósito original de nuestros cuerpos supremos de representantes: no respaldar las decisiones del ejecutivo sino articular el sentido común y la verdadera opinión pública y así expresar el parecer y la identidad de la nación.
Por lo que quizá el 2010 liberó el cambio inadvertido, subterráneo, de la política. La crisis económica de 2008 puso fin a 40 años (o más) de ilusión británica según la cual podíamos seguir viviendo en una sociedad imperial sin tener un imperio, y la formación del primer gobierno de coalición en tiempos de paz de que la mayoría de nosotros tiene memoria representó una primera adaptación a la realidad. La innovación constitucional fue mucho más importante que el reconocimiento –novedoso en sí– de que el país debía vivir dentro de sus posibilidades. Para un gobierno y una política conformados mediante la negociación entre miembros del Parlamento que habían recibido en conjunto el voto del 60% del electorado fue un retorno al gobierno representativo con algo del sentido en que Burke lo entendía: los votos no eligen una política sino a un hombre o a una mujer, y en el Parlamento, esos hombres y esas mujeres actúan no por mandato, sino como participantes en una discusión. Tener una coalición en el poder causó una sensación
refrescante y extraña, ya que implicaba que no nos hallábamos en un estado de permanente emergencia imperial, responsable de mantener el orden en medio mundo, sino que debíamos resolver por acuerdo los problemas que nos concernían en lo
que hoy es sólo un pequeño país frente a la costa de Europa.
Este año 2011 tal vez presencie otro desarrollo constitucional decisivo y hace tiempo necesario si se somete a referéndum un nuevo sistema de votación postimperial para las elecciones parlamentarias. No será un momento trivial. El pueblo británico tendrá la oportunidad, que se da una vez por generación, de demostrar que realmente ha comprendido que su papel es modesto en los asuntos internacionales, que está preparado para asumir una nueva identidad y que puede mirar con mayor realismo un futuro incierto.
El autor es profesor en la Universidad de Cambridge. Texto de The Tablet, enero 2011.
Traducción: Silvina Floria