El autor retoma un artículo del historiador Roberto Di Stéfano en Criterio y
considera “impostergable” la discusión en torno a una nueva propuesta sobre el sostenimiento del culto por parte del Estado.En el Nº 2366 de Criterio, de diciembre de 2010, Roberto Di Stefano escribe una interesante nota histórico-política sobre el llamado “presupuesto de culto”, en torno del artículo 2º de la Constitución Nacional (el más breve de ella), que dice: “El Gobierno Federal sostiene el culto Católico Apostólico Romano”.
La nota de Di Stefano, que es uno de los mejores historiadores contemporáneos de la Iglesia en la Argentina, controvierte la tesis expuesta en 1949 por Enrique Udaondo (en la que –dicho sea de paso– han sido formados por décadas los clérigos, y por ende los obispos, además de muchos laicos), según la cual la obligación del sostenimiento del
culto católico por parte del Estado es la consecuencia de la confiscación de bienes eclesiásticos ocurrida en la época de Rivadavia (década de 1820).
La tesis de Di Stefano es que tal explicación no se sostiene, porque la famosa “reforma de Rivadavia” apenas si afectó a la iglesia de Buenos Aires (y no a la del interior), y no tanto como se cree. Afirma que el sostenimiento del culto fue en realidad la contrapartida del derecho de Patronato que reivindicó el naciente Estado argentino, pero que “no es cierto, como dice Udaondo, que el Gobierno porteño se haya comprometido a financiar a la Iglesia”.
La conclusión es que una vez extinguido el Patronato (como ocurrió en 1966) cabría revisar la razón y la conveniencia de que subsista ese vínculo financiero entre el Estado y la Iglesia. Comparto plenamente esa inquietud. Sin embargo, con la osadía de introducirme en un campo (el histórico) que no me es propio, y de contradecir en parte a un verdadero experto en el tema, me parece útil referir tres puntos: a) Es cierto que la famosa “confiscación de bienes” de Rivadavia tuvo un alcance muy limitado. Y en todo caso, fue compensada con creces con la cesión de una enorme cantidad de bienes que, desde entonces, ha hecho el Estado a favor de la Iglesia en cabeza de diócesis, parroquias, congregaciones religiosas y otras instituciones. Pero también es cierto que la ley que dispuso la supresión de los diezmos, en 1822, decía: “Desde el 1º de enero de
1823 quedan abolidos los diezmos; y las atenciones a que ellos eran destinados serán cubiertas por los fondos del Estado” (art.2). Es decir que sí hubo un compromiso de financiación futura. Los constituyentes de 1853 daban por sabido y por supuesto que esta obligación existía, como se advierte en los debates de la Convención.
b) Es cierto que la obligación de sostenimiento del culto fue de la mano de la auto-atribución de los derechos de Patronato, pero no parece claro que una cosa fuera consecuencia directa de la otra. Más bien, ambas disposiciones constitucionales, junto con la obligación de que el Presidente fuese católico y prestase juramento sobre los Evangelios, entre otras, conformaron un “sistema de relación” entre el Estado y la Iglesia católica, completado con la novedosa proclamación de la libertad de culto.
De hecho y como oportunamente advirtió Pedro Frías, el Acuerdo de 1966 entre la Santa Sede y la Argentina que puso fin en general al Patronato recordó la existencia de la obligación del sostenimiento: en su preámbulo, con alguna imprecisión, afirma que el Acuerdo se suscribe “a fin de actualizar la situación jurídica de la Iglesia Católica Apostólica Romana, que el Gobierno Federal sostiene” (nótese que la Constitución no dice que el Gobierno deba sostener a “la Iglesia”, sino al “culto católico”). Como dice Frías, no sería razonable evocar la subsistencia de esa obligación de sostenimiento al mismo tiempo que se pone fin al Patronato, si éste fuera la causa y fundamento de aquella.
c) Reiteradamente la Corte Suprema, al igual que la mayor parte de la doctrina constitucional, ha dicho que la obligación del “sostenimiento del culto” tiene un sólido fundamento histórico y sociológico. Se ha discutido el alcance de la obligación (si es sólo financiera o implica “algo más”, tal como en general se admite; si supone una exención automática de impuestos o no, como se ha concluido, etcétera) pero no su existencia y, en general, su legitimidad incluso actual.
Dicho todo lo anterior, y yendo al fondo del tema, coincido con lo fundamental que sugiere Di Stefano: ha llegado (hace tiempo) el momento de revisar seriamente este tema. Tal vez sea oportuno recordar que la propia Conferencia Episcopal, cuando la reforma constitucional de 1994, propuso sin éxito modificar el artículo 2º de la Constitución para darle una redacción más moderna y acorde con el tono que el Concilio Vaticano II y el magisterio posterior de la Iglesia proponen para esta materia.
El famoso “presupuesto de culto” es una insignificancia dentro del Presupuesto nacional: lo que el Estado transfiere a la Iglesia es menos de la vigésima parte de lo que transfiere a la Asociación del Fútbol Argentino, por ejemplo. Y lo que la Iglesia recibe alcanza apenas para pagar alrededor del seis por ciento de sus gastos. Lo que pasa es que los gastos que ayuda a pagar son los que más directamente afectan a los obispos: los de la curia y el seminario. En cambio las parroquias, las comunidades menores, la gran mayoría de las congregaciones y los sacerdotes no reciben dinero del Estado. Por otra parte, la forma que actualmente adopta ese presupuesto es francamente impresentable y afecta seriamente la imagen de la Iglesia: asignaciones (vulgarmente, “sueldos” y “jubilaciones de privilegio”, aunque no sean ni una cosa ni la otra) para los obispos y para unos poquísimos sacerdotes, y subsidios para los seminarios, reglamentados por leyes de facto de la última y denostada dictadura militar; todo un festín para quienes gustan vincular a la Iglesia con los períodos más oscuros de nuestra historia. Se trata de un aporte del todo insuficiente para financiar los gastos pero que basta para generar en el imaginario colectivo la idea de que la Iglesia en su conjunto es mantenida por el Estado (y por lo tanto, para justificar la escasez de aportes de los fieles).
El tema es complejo, como demuestra el hecho de que todos los intentos de revisarlo hayan quedado a mitad de camino. La Conferencia Episcopal, o la Santa Sede, han sido renuentes a afrontarlo en circunstancias políticas más favorables. Hoy son peores que hace unos años, y posiblemente en el futuro lo sean aún más, lo cual llevará a que un día
el famoso “presupuesto” sea borrado unilateral y abruptamente, sin posibilidad de explorar alternativas mejores.
El sistema italiano, que ha perfeccionado al español y que ha sido imitado por otros países de Europa central, es muy digno de ser adaptado a la Argentina. En él, son los contribuyentes del impuesto a las ganancias los que deciden si una parte muy pequeña del impuesto que de todos modos deben pagar se destinará a la Iglesia católica, a otras confesiones religiosas o a la acción social. De este modo, nadie puede decir que está obligado a mantener a una iglesia que no es la suya (una de las objeciones más fuertes al sistema argentino actual) y, al mismo tiempo, se permite que otras confesiones religiosas reciban en la proporción que corresponda un financiamiento directo del Estado. El sistema se completa con un régimen que permita deducir de impuestos las donaciones de los fieles a la Iglesia, en ciertas proporciones y condiciones y con la necesaria contrapartida de una transparencia en el destino que hoy sigue faltando entre nosotros.
Sea ese u otro el camino, lo que parece impostergable es elaborar una propuesta seria y consistente, que atienda a las objeciones que merece el sistema actual y proponga otro mejor para el futuro. En casi todos países de Occidente, por no decir del mundo, las instituciones religiosas reciben alguna suerte de financiación por parte del Estado, especialmente la religión mayoritaria o histórica. Eso no está mal. En la actualidad, las exigencias de la libertad religiosa (tan presente en el magisterio actual del Papa) demandan que también las demás confesiones religiosas sean tenidas en cuenta. Claro que esto se vincula con una cuestión previa y también pendiente en la Argentina, que es el reconocimiento jurídico de ellas.
La Iglesia católica en el país, a partir de la implementación del programa “Compartir”, ha avanzado mucho en la autoconciencia de cómo afrontar y gestionar sus necesidades económicas. La relación con el Estado, que estaba presente en el horizonte inicial de ese programa, sigue siendo un capítulo pendiente.
4 Readers Commented
Join discussionMuy esclarecedor. Hace un tiempo estoy viendo mails y posteos de gente que copia y pega sin saber, y repìte ideas de otros países, y estoy buscando información para elaborar una respuesta. Le pregunto: el estado nacional actualmente ayuda a alguna otra religión, ó solo la católica? gracias.
Un dato a considerar es que hoy en Argentina no son católicos más de la mitad de quienes declaran ser religiosos prácticos, participando regularmente de las actividades de su culto. La mayoría corresponde a cultos evangélicos.
Aunque un poco tarde, porque no había podido leer su artículo antes, felicito a Navarro Floria por exponer de una manera tan clara sobre un tema que requiere pronta solución. Tanto para los católicos, como para los que no lo somos, será una tranquilidad cuando este asunto esté resuelto.
Raúl Ernesto Rocha Gutiérrez.
Dr. en Teología (SITB).
Dr. en Ciencias Sociales y Lic. y Prof. en Letras (UBA).
Quiciera saber en que se fundamenta para afirmar lo soguiente «la propia Conferencia Episcopal, cuando la reforma constitucional de 1994, propuso sin éxito modificar el artículo 2º de la Constitución para darle una redacción más moderna y acorde con el tono que el Concilio Vaticano II y el magisterio posterior de la Iglesia proponen para esta materia.» Muchas Gracias.