De las varias figuras que engalanaron este año el Festival de Mar del Plata –Román Gubern, John Sayles, Hal Hartley, Dominique Sanda, Jerzi Skolimowski, Raffi Pitts, etc.– la más atractiva para el público y los especialistas fue la del actor Bruno Ganz, para unos el Hitler de La caída, para otros el ángel de Las alas del deseo, el enfermo que acepta un contrato de muerte en El amigo americano, el conde torpe de La marquesa de O, etc., etc., etc. Empezó a hacer cine en 1960, teatro en 1961, televisión en 1964 (casi siempre adaptaciones de grandes textos teatrales). Su carrera es enorme.
Vino precedido de mala fama: “Tiene pocas pulgas”, había dicho un periodista español. Todo lo contrario, resultó una persona siempre amable, sonriente, paciente, con un brillo cordial en la mirada. Por supuesto, tiene 69 años y solicita descanso, pero cuando debe darse al público, se da sin el menor problema. Así, tras una charla abierta de una hora larga, dedicó otra hora más a firmar autógrafos y dejarse fotografiar junto a quien se lo pidiera. Al otro día dedicó toda la mañana a atender periodistas. Eso sí: estricta media hora cada uno, para poder cumplir con todos. Charlamos esa media hora, y también en los desayunos, un poco en italiano (su madre era italiana) y mucho con traducción de su cuñada, que vive en Buenos Aires.
– Años atrás vino a la Argentina a visitar parientes…
– Sí, aproveché a conocer Iguazú, Tucumán, Salta y Jujuy. Me enamoré de Salta. Tiempo después me emocioné viendo de nuevo sus casas bajas en un documental sobre Dino Saluzzi. No me gustan los rascacielos, temo que pronto París también esté lleno de rascacielos y monoblocks. Será que me crié de otra forma, antes cada familia tenía su casa, no había tantos edificios.
– ¿Era como la casa del abuelo en Vitus? Y el abuelo ¿era como el suyo?
– Sí, ese abuelo que compuse era un poco como mi padre con su nieto, y como el abuelo que yo hubiera querido tener, o que quisiera ser, porque espero que mi hijo se decida. Soy un abuelo en teoría, o un tío abuelo de los nietos de mis parientes. Pero el de Vitus también tiene algo del prototipo de abuelo cinematográfico, ideal.
– De los diversos personajes que hizo, quisiera preguntarle por dos religiosos. Son de películas que acá todavía no vimos.
– Aclaro que no soy practicante, ni siquiera muy religioso, pero tampoco un firme ateo. No estoy capacitado para negar la existencia de Dios, que además considero como el sustento de mi profesión. Eficacia, trabajo y respeto; esas son mis pautas.
– Cuénteme entonces su caracterización de monseñor Stefan Wyszynski para Have no Fear: The Life of Pope John Paul II.
– Él era un símbolo de Polonia, cardenal de su tierra durante 33 años en épocas del comunismo. Lo llevaban de prisión en prisión, le dificultaban las comunicaciones, y aun así condujo a su pueblo. Una gran persona. Pero no pude profundizar demasiado la caracterización, porque se trataba de una película norteamericana. Todo recitado. Recuerdo que otro actor alemán, Thomas Kretschmann, justamente el que hacía de Juan Pablo II, me dijo: “Los polacos son afectuosos, debemos caminar tomados del brazo, etc.”, y después todas esas escenas afectuosas las cortaron porque pensaban que estábamos haciéndonos los gays.
– ¿Y el teólogo Johann von Staupitz, de Lutero?
– Otra norteamericana. De él se escribió mucho, así que me impregné de su vida, era el maestro de Lutero y lo apoyó hasta cierto punto, un personaje muy interesante. Rodamos una parte en un lugar muy lindo, el monasterio de Erfurt, donde von Staupitz enseñaba. Ahí uno puede ver el sitio justo donde Lutero se arrodillaba a rezar y limpiar el piso. Hablamos de un espacio para reflexionar en calma. Y un día, justo cuando estábamos rodando una conversación acerca de las enseñanzas que nos brinda un panal de abejas, rodeados de un montón de extras que se habían hecho la tonsura para cobrar cinco euros, sentimos ruido de helicópteros. Entre camarógrafos y policías, conté hasta once helicópteros. A tres cuadras del monasterio, en un instituto escolar, un chico de 17 años estaba matando a profesores y compañeros. Incluso murió un policía. ¡Y los hijos de esos extras iban a esa escuela! Fue terrible. Erfurt era un lugar tranquilo, nunca había pasado nada desde que terminó la guerra. Hágame otra pregunta.
– Es que eso me recuerda que Vd. encarnó a un auténtico jefe de policía en Der Baader-Meinhof Komplex sobre la famosa banda de terroristas.
– Sí, interpreté a Horst Herold, un hombre muy interesante, al que desgraciadamente no le dieron el lugar que se merecía, porque la película le dio prioridad a las escenas de acción, y él era todo reflexión. Aquel fue un momento inquietante para Alemania. Un puñado de jóvenes estaba comprometiendo la vida de 60 millones de personas en una guerra absurda. Pero de esos 60 millones, era probable que unos siete millones estuvieran dispuestos a ocultar a los terroristas y ayudarlos en diversas actividades. Por eso, para entender cuáles serían sus relaciones, y hacer el trabajo más rápido y eficiente, Herold introdujo el uso de computadoras en la policía alemana. Armó una red de computadoras. Pero, sobre todo, trató de entender las motivaciones de los terroristas. Él siempre, en todos los casos, trató de entender al delincuente. Socialdemócrata, surgido de un hogar de clase trabajadora, fue un técnico brillante, de gran estatura moral, muy fiel al Estado y a la sociedad. Le tengo mucha admiración.
– Última pregunta, para no abusar: Descontando el Hitler de La caída, ¿cuáles considera que fueron hasta ahora sus mejores actuaciones?
– Hitler me salió bastante bien. No digo muy bien, porque tengo el hábito fatal de revisar mis trabajos y criticarme a fondo. ¿Mis mejores actuaciones? Tengo mi propia escala de méritos, pero no la digo. No me parece justo con el público, porque afectaría su propia escala. Quizá cada espectador ama un personaje distinto. Pero aquel monstruo está entre las mejores, eso es cierto.
– Otra vuelta le preguntaré sobre otra clase de monstruos con quienes trabajó: sir Laurence Olivier (en Los niños de Brasil) y Klaus Kinski (en Nosferatu versión Herzog).
– Olivier era un caballero inglés, un hombre muy gentil con todo el mundo. Daba gusto trabajar con él, era un ejemplo. Y Kinski maltrataba al cuerpo técnico, peleaba con el director, se hacía el loco, pero conmigo era siempre amable. Será porque yo también sé poner cara de loco.