El 22 de octubre pasado, con motivo del asesinato del militante del Partido Obrero Mariano Ferrey (23 años) en un enfrentamiento gremial, la Presidenta pronunció un discurso en el cual afirmó: “A mí tampoco me gusta vivir en una Argentina donde se manifiestan con palos, capuchas y armas”. Estas palabras, dichas con el fin de tranquilizar a la población, no hacen sino profundizar la preocupación por las dimensiones institucionales del hecho. Ante lo ocurrido la ciudadanía necesitaba que la Presidenta reafirmara que corresponde al Estado el monopolio de la fuerza pública, y que la seguridad de los habitantes del país es su tarea indelegable. Nada de eso se escuchó. Por el contrario, lo que siguió fue la reafirmación de la política de evitar la represión a toda costa para que no pueda atribuirse al Estado “un solo rasguñado”, ni “la muerte de un argentino”.
En el debate en torno de lo sucedido, muchos parecen haber aceptado mansamente esta premisa. Las especulaciones giraron en torno del autor material del crimen, sus posibles conexiones con el gobierno, la violencia sindical, etc. Todos, temas de indudable trascendencia. Sin embargo, al mismo tiempo se prestó escasa atención a un hecho decisivo, el único que no requiere ulteriores investigaciones, porque está patente ante nuestros ojos: un grupo de trabajadores dispuso el corte del servicio ferroviario, y no fue la fuerza pública sino otro grupo de trabajadores el que salió a impedírselo. La policía se replegó dejando que chocaran entre sí unos con otros. La escena, de diferentes formas y con diferentes protagonistas, se repite desde hace muchos años. El Estado ha dejado en manos de simples particulares la solución de conflictos que reclaman la intervención ordenadora de la fuerza pública.
Jactarse de que no se puede imputar al gobierno “un solo rasguñado”, ni “la muerte de un argentino”, es ignorar que se puede ser responsable tanto por acción como por omisión. La no intervención del Estado en casos como el que comentamos, en incumplimiento de su deber propio e indelegable, permitiendo que particulares se enfrentaran entre sí para resolver un conflicto por vías de hecho, lo hace responsable sin necesidad de ser autor directo, instigador o cómplice. Sencillamente, es responsable por omisión. Esta responsabilidad, sin embargo, se disimula con la repetida falacia
de presentar la abstención de toda represión legal como la única manera de evitar muertes. Como queda ejemplificado con el homicidio de Ferreyra, esto no es verdad. Es la falta de represión legal la que comporta peligro para la vida de las personas. No sólo por sus efectos inmediatos, es decir, por dar piedra libre a los enfrentamientos callejeros, sino por los efectos de largo plazo: nada es potencialmente más peligroso, ni más apto para crear un clima de violencia que alimentar la sensación de que todo está permitido, de que todo es posible en la afirmación de los propios intereses.
Pocos días antes de este crimen, pudimos contemplar en directo cómo los estudiantes de ciencias sociales, valiéndose de un improvisado ariete, destruían los portones del Palacio Pizzurno. Asistencia perfecta del periodismo y desoladora ausencia de la policía. ¿Es exagerado suponer que los golpes que se descargan impunemente contra los edificios públicos pueden terminar dirigiéndose contra la cabeza del prójimo? Los encapuchados armados de palos y objetos contundentes, más allá del “disgusto” que puedan causar, son por su sola presencia un desafío a la autoridad del Estado y su legítimo monopolio de la fuerza.
Aunque de hecho no ejerciten la violencia, están proclamando abiertamente su no sometimiento a la ley. Constituyen una amenaza ante la cual el Estado no debería permanecer indiferente, porque estos individuos, al amparo del anonimato, pueden disponer a su arbitrio de la vida y los bienes de otras personas con insolente impunidad.
Sin embargo, el gobierno actual ha tenido la habilidad de hacer pasar las falencias del Estado por virtudes. Ha permitido que la calle se convierta en una palestra entre manifestantes y contramanifestantes. Y la sociedad entera, incluyendo la oposición, ha cedido a la extorsión. El argumento de que toda represión necesariamente genera muertos tiene un efecto hipnótico sobre nuestra mala conciencia nacional. Esta política revela, en el fondo, más preocupación por la conservación propia que respeto por la vida ajena. Más aún, cabría preguntarse si es el pacifismo lo que la inspira o la posibilidad de manejar una violencia informal, “tercerizada”, de baja intensidad, no sujeta a las leyes, y más apta para generar disciplina por el miedo, conservando al mismo tiempo la pátina de la tolerancia progresista. En cualquier caso, si se deja a los ciudadanos librados a sí mismos en la resolución de sus conflictos, la culpa siempre la tendrán otros.
Por ello, aunque parezca una paradoja, la imagen de cierto ministro abrazado a uno de los sospechados del crimen, aparecida en diferentes medios opositores, no es más que el signo de la victoria del mensaje oficial. Porque la difusión de esa foto, acompañada de un ruidoso silencio sobre la inacción del Estado en el trágico episodio, estaba sugiriendo que su única responsabilidad posible consistiría en un eventual vínculo con el autor del crimen: lo importante es que la violencia no haya provenido del Estado, que los “derechos humanos” de la víctima hayan sido “adecuadamente respetados”. En el fondo, era una muestra sorprendente de que la disyuntiva “anarquía o represión brutal” (que en realidad son dos formas de la violencia) había sido dócilmente aceptada. Era la enorme admisión de que, al fin y al cabo, la Presidenta tiene razón.
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Join discussionEl problema de las protestas sociales que invaden espacios públicos o privados, causando inconvenientes para la población, es en definitiva el de establecer la primacía entre derechos individuales y derechos sociales. Sin duda la Revolución de Mayo de 1810 debe haber causado “caos en el tránsito”, “escándalos” y bastantes molestias a los vecinos. También causó no pocas muertes pero permitió el nacimiento de una nueva nación, autónoma del rey de España.
No hay reglas absolutas ni permanentes para regular la protesta social, nunca las hubo en realidad. El sistema legal es la forma que encuentra una nación de manejar los conflictos personales y sociales en un momento particular de su historia. Por un lado, es un axioma que las leyes van detrás de los hechos, de modo que situaciones nuevas requieren nuevas conductas y reglamentaciones. Por el otro, el peso relativo de los distintos factores de poder en la construcción de la legislación no es el mismo y en la Argentina de hoy muchas leyes fueron impuestas por grupos que buscaron acotar la capacidad de protesta social. Súmese a esto la promoción, e imposición en muchos casos, de un estilo de vida y de condiciones de trabajo destinados a provocar una creciente disolución de los vínculos solidarios a favor de actitudes individualistas, denunciada fuertemente por varios Papas y obispos argentinos.
No existen soluciones perfectas, comprendo a quienes se enojan por cortes de calles o rutas, entiendo el fastidio que estas situaciones causan. También sé que si la protesta se considera justa, los ánimos no se caldean en la misma medida. El corte del puente en Gualeguaychú es un buen ejemplo de una protesta que causó muchísimos inconvenientes pero fue tolerada y finalmente no hubo que lamentar víctimas. Dicho esto con prescindencia de mi opinión sobre las actuaciones de todas las partes involucradas.
En parte por todo esto, dentro del sistema mediático y social vigente hoy en Argentina, lograr que se visibilice un reclamo, por justo e importante que sea, suele ser muy difícil. A menudo se recurre, por impotencia, bronca o simple desconocimiento de otros caminos, a medidas como cortes de vías, rutas y calles. Bajo la mirada arrobada de los medios que representan a quienes prefieren por encima de todo la disciplina social, en Argentina se justificaron durante décadas brutales represiones, sin importar cual fuera su motivo ni quienes la ejercieran. Contamos los muertos por miles bajo la última dictadura militar y por decenas en los gobiernos democráticos que la sucedieron hasta el 2003.
Sin embargo, no era “el Estado” el que reprimía, no era la “fuerza pública”, la que dejaba muertos y heridos. Comisarios que actuaban en operaciones políticas mataron frente a las cámaras a activistas que pedían trabajo en la estación Avellaneda. Ni los desaparecidos ni el gatillo fácil fueron la fuerza del estado, fue el estado el que cedió ante el sadismo, en forma indiscutiblemente ilegal.
Hoy, cuando hay un corte de calles, los titulares de los defensores del “orden” proclaman “Caos en la ciudad”, pero no mencionan las razones de la protesta ni los reclamos sociales que expresan. Esto es sistemáticamente invisibilizado en los medios opositores, no se explica que es lo que se reclama, ni quienes lo hacen, ni porque llegaron a esa situación. Pero si uno se fija un poco, verá en el fondo de las imágenes que todos los negocios siguen abiertos, bares, comercios, instituciones, nadie se siente «inseguro» por los bombos. Lamentablemente, Criterio tampoco menciona los motivos de la protesta que terminó en un asesinato, quizás no era el objetivo, pero tampoco era un dato banal: la tercerización es un mecanismo perverso que explota a los más débiles de nuestra fuerza laboral.
Según el caso, los cortes los protagoniza «la gente» o «los piqueteros» y el enfoque mediático varía enormemente. Este editorial no salió cuando la Sociedad Rural encabezaba cortes de rutas. En ese momento no se exigió con este tono que interviniera la fuerza pública para terminarlos ni se señaló la violencia de los mismos.
La Ley de Obras Sociales No. 18.610, de febrero de 1970, coincide con un período de agitación política generalizada que había tenido su clímax en mayo de 1969 con el «Cordobazo». En ese momento fue una dictadura la que impulsó la transformación de los sindicatos en empresas prestadoras de servicios en lugar de defensores de derechos, la que transformó el derecho a la salud en un negocio enorme donde hoy la justicia investiga fraudes escandalosos de cúpulas de empresarios sindicalistas.
Fue también una dictadura la que cooptó a la policía y a las dirigencias sindicales para colaborar con el exterminio de quienes tenían reclamos sociales y a partir de ahí crecieron complejas estructuras mafiosas, enormemente difíciles de erradicar, que siguen matando hoy día.
Me asombra que Criterio use las palabras «jactarse» y «falacia» para mencionar que durante este gobierno no lamentemos muertos ni heridos graves por la represión de reclamos sociales. Esto es lo esperable de un gobierno verdaderamente democrático: que valore más una vida humana que un portón. Que sepa regular el uso de la fuerza para defender vidas antes que bienes materiales.
Los valores simbólicos que Criterio considera violentados por la sola presencia de encapuchados – que reconoce que no ejercitan la violencia – así como desmanes de estudiantes que bien podría haber relatado Miguel Cané, no constituyen una amenaza potencial tan grave que justifique un “ataque preventivo”, más conviene la sensatez.
Tiene razón Criterio cuando dice que la muerte de Ferreyra ocurre “por omisión” y por eso la actuación de las policías intervinientes también está bajo investigación. Todos esperamos que el asesinato sea aclarado completamente y sancionados los responsables directos e indirectos. Nada hace suponer que existan obstáculos más allá de los que la dificultad del caso tiene en el plano jurídico.
Sugerir que este gobierno nacional tolera y utiliza bandas armadas es ponerse al nivel de la diputada apocalíptica y de los medios más lamentables. Pretender que lo hace para amedrentar a jóvenes militantes del Partido Obrero es, sencillamente, caer en el ridículo.
ESTA REVISTA SIEMPRE TERMINA RESPONSABILIZANDO AL GOBIERNO DE TODO LO QUE PASA
SON DEL GRUPO OPOSICION?
Señor Director:
Coincido totalmente con el lúcido editorial. Lamentablemente, vivimos aletargados por el atosigamiento des jerarquizado de la información, que facilita la manipulación de la sociedad.
Así, ella transcurre en “un mundo feliz”, distraída por la economía, las luchas políticas, las noticias policiales, deportivas, etc.; pero no se preocupa por la construcción de un Estado de derecho. Se declama la justicia pero nada se hace al respecto.
Dentro de ese contexto, me ha llamado la atención que en las últimas décadas ha menguado la tradicional puja entre iusnaturalistas y iuspositivistas. Quizás esto se origine en que a partir de la segunda mitad del siglo XX se ha producido – a través de los tratados y convenciones internacionales – una “codificación” del derecho natural. Hoy, más que su determinación, la cuestión es la de la aplicación de los “derechos humanos”; no sólo en lo atinente a la voluntad de hacerlo, sino también en el cómo hacerlo.
Nadie discute que estos derechos son indisponibles e irrenunciables. La dificultad en la preservación de estos derechos consiste en que para ello es inevitable recurrir a la prudencia y a la fuerza del Estado, cuestión sobre la que escasamente se medita.
Así, por ejemplo, en cuanto a la prudencia, nadie discute tampoco que el primero de esos derechos es el de la vida. Sin embargo, las leyes reconocen y nadie pone en duda el de la legítima defensa.
Es allí, en la aplicación del derecho abstracto al caso concreto, en donde todos los órganos del Estado (desde el más humilde policía hasta el funcionario con más rango) deberían bregar para llegar a la prudente decisión justa y por hacerla cumplir aún a costa del ejercicio del monopolio de la fuerza. La justicia sin espada no es justicia.
Todo ello siempre a plena conciencia de que la justicia perfecta no está al alcance del hombre y que – más allá de la viabilización de todos los reclamos posibles (derecho a peticionar a las autoridades) que debe ser atendida eficazmente – si alguien que cree sufrir una injusticia decide solucionar la cuestión por mano propia, está incurriendo en rebelión y promoviendo la destrucción social y el regreso a la ley de la selva.
Pretender construir una sociedad justa con una justicia que no tenga espada es una utopía. No se condice con la realidad. Es vivir en un mundo que no existe.
Y esto llevaría a pensar en otra cuestión: Nuestro querido país no sólo ha renunciado a la fuerza del Estado para solucionar los problemas internos. También ha renunciado –conforme con la misma política- al uso de la fuerza para la defensa común. El desarme y la inoperancia de las fuerzas armadas así lo delata. ¿Estamos seguros de que nunca vamos a recibir una agresión externa? ¿Qué haríamos en ese caso? ¿No es esto vivir en “otro mundo”? ¿Es prudente?
Atte.
Luis Rogelio Llorens.
Sr. Director: A esta excelente nota editorial, me permite agregarle algunas reflexiones. Esta inacción del estado semeja la misma inacción que se dió en los 90, durante los procesos de privatización de empresas estatales. El estado, en vez de asumir su rol y solucionar los problemas, prefiere no hacerse cargo de ellos: En los 90,entregando las empresas a otros estados y en los 10 no ejerciendo el deber de reprimir. En ambos casos sobrevuela un pensamiento adolescente, de dejar las responsabilidades en manos de otros, lo que atenta contra el desarrollo de una sociedad que se debe construir a sí misma, con sus aciertos y errores, pero creciendo en su propio camino y no dejando las tareas en manos de otros.
AVISEN A CFK QUE TENGO DNI (PUEDO VOTARK) Y QUE QUIERO UN TERRENITO EN PLAZA FRANCIA.
PEPESANCHEZ
No estoy de acuerdo con lo que usted escribe. Se nota una predisposicion suya a criticar todo lo que realiza el gobierno. Uested es politico o periodista? si es politico proponga su proyecto y si me gusta yo lo voto, pero,,, si es periodista…. ponga sobre la mesa todos los datos y yo elijo, despues de reconocer todos los aspectos , los analizo, comparo, reflexiono. Usted incita….elige por mi, no me permite pensar… Con cariño, le deseo lo mejor….y le doy un dato despues de haber leido los grandes maestros de la filosofia, me quedo con la gran filosofa de la vida una abuela quechua, que era honrada, solidaria y pretendia el bien comun de la familia….
Disiento con Uds. El Poder Ejecutivo no peca de «omisión» como Uds afirman, El PE fue parte del enfrentamiento que terminó con la muerte de Ferreyra así como hoy es parte del enfrentamiento entre vecinos de Soldati. ¿De qué otra manera se puede interpretar el discurso de KF el viernes pasado rodeada de las «madres»? Creer que cuando el PE retira a la Policía Federal de la calle está «ausente» es ser ingenuo; la realidad es que, de esta manera, el PE puede poner en manos de grupos de acción directa que le responden directamente el manejo de zonas importantes de la Capital. Sencillamente el PE está tomando el control territorial de zonas que no le fueron «leales» en los últimos comicios. El grado de soberbia de KF es tan grande que no teme apartarse de la Ley. La Historia nos dice que este tipo de actitudes tiene un final poco feliz para quienes las ejercen, lo que no sabemos cual va a ser en este caso…….seríamos muy afortunados si ese final anunciado sale de las urnas pero la verdad es que KF está haciendo lo inimaginable para lograr una salida trágica…….
He leído detenidamente la nota editorial. Al cabo de mi lectura he podido comprender el propósito de dicha editorial. Con el respeto que me merece todo ser humano, sea cual fuere su ideología, raza, religión, clase social, etc, debo decirle al Sr periodista autor de la nota, que su propósito, o sea, el motivo que sustenta la causa de su exposición editorial, es a mi juicio totalmente viciado de animadversión y eufemismos. No conocía la revista, agradezco la posibilidad del disenso, pero creo que como dice uno de los comentarios que me preceden, están casi en la misma línea de ridículo que la Sra rubia, rellenita y paranoica política que lidera una lamentable oposición. Muchísimas gracias.
El señor Gaytán cree que el periodismo no debe opinar sino sólo informar objetivamente. No es así. En todas las publicaciones, incluidas los diarios que tienen por objetivo principal informar, hay notas editoriales que incluyen la opinión del medio y notas que incluyen opiniones de distintas personalidades. Estamos comentando – precisamente – un editorial.
Más aún en una revista cuyo título es «Criterio». El origen etimológico de la palabra «Criterio» se vincula precisamente con juzgar. Los lectores buscamos formarnos un criterio y la revista de ninguna manera nos impone nada. Precisamente nos da este medio para compartir opiniones y juzgar sobre ellas.
He encontrado excelente no solo el Editorial de CRITERIO sobre “El estado: entre la fuerza y la violencia”, sino también varios de los comentarios que le siguieron. Me resultaría imposible compendiar la enorme riqueza del debate, pero me animo a hacer por lo pronto una observación. Dice el Sr. Juan Carlos Lafosse que “Sin duda la Revolución de Mayo de 1810 debe haber causado “caos en el tránsito”, “escándalos” y bastantes molestias a los vecinos. También causó no pocas muertes pero permitió el nacimiento de una nueva nación, autónoma del rey de España”.
La diferencia que yo aprecio es que en aquel momento de nuestra Historia se estaba definiendo un cambio de Gobierno. El ejemplo de Estados Unidos primero y de Francia después impulsaba a seguir ese camino. Supongo que no estará en el ánimo del comentarista apoyar esa idea. Por el contrario, si después de tantos desencuentros coincidimos en aceptar que los recambios de Gobierno sean exclusivamente como resultado de luchas electorales, entonces no es admisible el desorden, el desacato a la ley, o cualquier forma que nos aproxime a la anarquía.
Lo que yo sostengo es que “el orden” no justifica por sí mismo muertes ni violencia, como sí creo que propone el artículo que comenté.
Quizás por haberme criado en una familia numerosa y tener unos cuantos hijos, el desorden no me preocupa tanto como el terror.
Hay diferentes formas de inseguridad, que surgen de la corrupción y la ausencia del estado de derecho, que generan la inseguridad jurídica, la inseguridad de la pobreza y la exclusión, la inseguridad alimentaria y laboral, la inseguridad de un futuro incierto o no tener futuro. Las diversas manifestaciones de inseguridad conforman una realidad sistemica e histórica de anomia, que conduce a posiciones de legitimación de extremos reductivos, que polarizan a la sociedad y retroalimentan el círculo perverso de la violencia, el desencuentro y la confrontación entre los argentinos. Implica el desafío de asumir responsabilidades históricas y actuales, por acción o por omisión, de todos los actores de la realidad, superando el anacronismo adolescente, quizá convenientemente funcional, de transferir culpas a los otros, sin la madurez de la autocrítica y la dignidad del compromiso del cambio propio. La excesiva ideologización del análisis nos condena a repetir la historia de odios y divisiones, a sostener una visión maniquea que nos impide reconocernos como argentinos y que la patria no es para algunos sino para todos, a profundizar una situación de incertidumbre y malestar que ahonda la inseguridad general, a, fundamentalmente, negarnos la posibilidad de construir una historia diferente, a darnos un futuro para todos, que es un derecho pero primero un deber. Pensemos también en el legado que le dejaremos a las próximas generaciones, que tienen derecho de recibir de nosotros una tierra de paz, en la que encuentren su lugar para ser, vivir y prosperar.