El Concilio Vaticano II aprobó la Declaración Nostra aetate en 1965. Muchos piensan que es un documento dedicado a los judíos. En realidad, se dirige a las religiones no cristianas en general, como el hinduísmo, el budismo y el islam, aunque de un modo particular a la religión judía.

La Iglesia católica siente que la fe judía está más cerca de la fe cristiana que de las otras religiones. Por eso, la Comisión para las relaciones con el judaísmo se ubica en el ámbito del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos y no en el referente al Diálogo Interreligioso. Podríamos preguntar a los judíos si se sienten más cerca del cristianismo que de las otras religiones. Nuestra aceptación de la Biblia judía permite hablar de una cercanía, pero nuestra fe en la Trinidad ubica quizás a los judíos en mayor sintonía con el monoteísmo islámico, del cual se distancian a su vez por otros motivos.

Conversiones hacia arriba

Llama la atención la visión positiva que Nostra aetate presenta de todas las religiones. Al referirse a la propia Iglesia, el Concilio muestra dos caras, una negativa y otra positiva, ya que es pecadora y santa. Pero a las otras creencias pareciera blanquearlas. En ese sentido no ofrece una visión objetiva, con luces y sombras. La razón es que el Concilio es ante todo pastoral. Más que abrir juicios discutibles sobre cada religión, nos muestra valores auténticos en cada una, invitándonos a dialogar para enriquecernos y no para convertirlos, como hacíamos antes. Y podemos afirmar que la fe judía actual nos enriquece. Como vemos, Nostra aetate se mueve entre dos polos, el de todas las religiones y el de una relación particular con la fe judía. El primer polo se apoya sobre todo en la fenomenología de la religión, mientras que el segundo nace de la historia entrelazada de nuestras dos tradiciones. En general, las religiones que han nacido de otra se basan en el paradigma de una superación histórica, a partir de un reformador. En los países de mayoría musulmana se admiten las conversiones hacia adelante, no hacia atrás, es decir, del judaísmo al cristianismo y de éste al Islam, pero no a la inversa, porque estarían en contradicción con el plan de Dios en la historia. Y las leyes civiles se fundan en ese paradigma, dificultando, incluso a veces castigando, tales conversiones

“hacia atrás”.

Los cristianos nos hemos valido de un paradigma similar en relación al judaísmo, procurando las conversiones hacia adelante, del Antiguo al Nuevo Testamento. La herencia de dicho paradigma es muy fuerte en nuestro inconsciente colectivo. Ya no promovemos las conversiones de judíos pero mantenemos la expectativa de que algún día den el paso hacia adelante. Pensamos que mientras no lo den, aunque no sean culpables de nada, carecerán de la riqueza que sobreabunda en el cristianismo.

Ahora bien, Nostra aetate nos ayuda a superar esos presupuestos, buscando conversiones hacia arriba, hacia una mayor fidelidad a la Alianza, de la que fluyen enriquecimientos inesperados.

¿Son hermanos mayores?

En una ocasión un judío me dijo que lo desconcertaba el que nos refiriéramos a ellos como “hermanos mayores”. En primer lugar, porque no los hemos tratado como “hermanos” durante dos milenios; y luego, porque lo de “mayores” suena a “ancianos”, acorde con nuestra idea de que se quedaron en el Antiguo Testamento. Como vemos, el diálogo entre judíos y cristianos no es sólo entre dos comunidades de creyentes sino entre dos historias bimilenarias. Las expulsiones de judíos, las conversiones forzadas, los guetos, el Holocausto no son cuestiones que podamos dejar a los historiadores, como objetos de estudio.

Pesan fuertemente en la conciencia judía actual, aunque levemente en la conciencia cristiana general. Y no sólo están en el presente sino también en el futuro. ¿Cuándo y cómo se llegará a un acuerdo entre el Estado de Israel y el pueblo palestino? El anti-semitismo de ayer va siendo reemplazado por el anti-sionismo de mañana.

En este delicado contexto, Nostra aetate realiza afirmaciones que no son válidas sólo para el año 1965 sino para nuestros dos milenios comunes. La primera es que estamos espiritualmente unidos al pueblo judío. En la Fe de Abraham y en la Ley de Moisés encontramos nuestras raíces. A veces se ha contrapuesto la fe de Abraham, quien esperó contra toda esperanza cuando debía sacrificar a su hijo Isaac, con la ley de Moisés y las obras que el creyente debe realizar. Pero conviene recordar que Moisés hablaba con Dios “cara a cara”, como Abraham. Ambos disfrutaban de la amistad divina. Moisés es presentado como el gran profeta. Es legislador en cuanto profeta. Los Diez Mandamientos, antes que normas que debían ser cumplidas, eran y continúan siendo signos de esperanza para llegar a la Tierra Prometida.

Otra afirmación positiva de Nostra aetate es que Jesús y su familia, los apóstoles y la primitiva comunidad de Jerusalén, eran judíos que asistían piadosamente al Templo, bajo el pórtico de Salomón, y seguían las tradiciones de sus mayores. Con frecuencia se ha presentado la destrucción del Templo, realizada por las legiones romanas en el año 70, como un castigo de Dios por no creer en Jesús. Pero la verdad es que esa catástrofe fue muy traumática tanto para los judíos como para los cristianos. La tesis del castigo surgirá después, al aumentar los roces entre cristianos y judíos. Esa desgracia, en el fondo, fue providencial para ambas religiones, ya que les permitió superar el apego al templo material y orientarse más hacia el templo espiritual, que es la comunidad creyente. Nostra aetate pondera el gran “patrimonio espiritual común” que poseemos. Algunos reducen lo común a nuestro Antiguo Testamento. Pero el Nuevo Testamento, aunque escrito en griego, no puede ser comprendido si no es en el contexto de la fe y la cultura judías. El “Padre Nuestro” se encuentra, frase por frase, en textos hebreos. Las “Bienaventuranzas” y las “Parábolas” son categorías bíblicas tradicionales. Las primeras comunidades cristianas estaban dirigidas por “presbíteros”, que eran los “ancianos” del pueblo judío. Nuestra Cáritas actual comenzó con el servicio de las mesas. En síntesis, el patrimonio común no corresponde a una etapa ya superada, la del “Antiguo” Testamento, sino que es actual y está abierto a un crecimiento mayor. En este sentido los judíos merecen el título de hermanos mayores, en cuanto maestros permanentes de la Alianza.

 

La culpabilidad histórica

Hay muchas cuestiones candentes, posteriores a Nostra aetate, como el llamado “silencio de Pío XII” durante la Shoá; las canonizaciones de judíos convertidos, como Edith Stein; la oración permitida a los lefebvristas, que parece implorar la conversión de los judíos; etcétera. Pero prescindamos por un momento de los interrogantes posteriores, para concentrarnos en los que aún plantea el propio texto conciliar.

Un punto que no satisface plenamente a los judíos de hoy es el de la culpabilidad por la muerte de Jesús. Nostra aetate exculpa a todos los judíos que vivieron después de él. Esto es obvio y lo hace cualquier historiador. Pero convenía resaltarlo porque durante siglos perduró la tesis de la culpabilidad histórica del pueblo judío, ya que los responsables juraron ante Pilato: “Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Mt 27,25). El Concilio exculpa además a gran parte de los judíos de entonces, lo cual también es obvio porque muchos, comenzando por los de la Diáspora, ni se enteraron de lo ocurrido, no estuvieron presentes durante el proceso o no aprobaron la sentencia. Pero también convenía reafirmar esto en razón de la tesis de la culpabilidad colectiva de los pueblos, según la cual toda Alemania, todo Japón, fueron responsables de los delitos cometidos durante la guerra y pagaron, de hecho, por esa supuesta culpabilidad.

Jesús fue ejecutado por orden del Procurador romano, Poncio Pilato, pero a instigación de un grupo influyente. Al respecto Nostra aetate dice: “Las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo”. Ahora bien, creo que deberíamos aclarar que eran autoridades de facto, no de iure. Los reyes eran ilegítimos. Herodes el Grande, el de los infantes de Belén, no era del trono de David. Era idumeo, no judío. Fue entronizado como rey por los romanos por la ayuda prestada y reconstruyó el Templo para congraciarse con los judíos. Uno de sus hijos, el rey Herodes Antipas, ejecutó a Juan el Bautista y tuvo la intención de matar a Jesús (Lc 13,31), aunque al final lo “indultó” para amigarse con Pilato. Unos doce años después, otro rey Herodes, sobrino de este último, mandó ejecutar al apóstol Santiago.

Muchos profetas fueron perseguidos y muertos por los reyes, con el apoyo de sacerdotes. Pero no hacemos pasar la historia del pueblo elegido por esos reyes sino por los profetas. La clase sacerdotal del tiempo de Jesús estaba manejada por el poder político. Ante Pilato juraron: “No tenemos otro rey que el César” (Jn 19,15). Pero aún en este sector, “muchos sacerdotes abrazaban la fe” (Hechos 6,7). Actualmente, los países que fueron ocupados por la Alemania nazi no dicen que adoptaron tal o cual resolución firmada por sus gobernantes de facto. Fueron determinaciones del gobierno de Vichy o de otros gobiernos títeres. De modo similar, no dejemos la impresión de que el pueblo judío adoptó medidas impuestas por gobernantes de facto, manipulados o condicionados por la ocupación extranjera.

No aceptaron el Evangelio

Otra frase dura de Nostra aetate es: “Gran parte de los judíos no aceptaron  el Evangelio”. Pero, ¿constituyó eso una falta? ¿Fue un rechazo formal del Evangelio? Hoy vemos que el 99,99 por ciento de los musulmanes no se hacen cristianos, aún viviendo en países de mayoría cristiana, donde oyen con frecuencia la invitación a bautizarse. Pero no decimos que rechazan el Evangelio. Lo normal, de acuerdo a la Providencia divina, es que los hijos sean educados en la religión de sus padres, lo cual no implica un rechazo a la religión de otras familias. Y el cambiar de religión, mediante una conversión, es un paso que debe ser dado sólo cuando se siente ese llamado en la conciencia.

En aquella época, la sociedad judía se estructuraba sobre un cierto pluralismo de tendencias. Junto a los fariseos, los saduceos, los esenios y otros, los discípulos de Jesús fueron aceptados como un grupo respetable. En los Hechos se dice que “el pueblo hablaba muy bien de ellos” (5,13). Esa diversidad producía un delicado equilibrio. El apóstol Pablo, en el Sanedrín, fue acusado por los saduceos, pero defendido por los fariseos (Hechos 23,7). La expresión de Nostra aetate podría entonces ser explicada así: gran parte de los judíos mantuvieron su fidelidad tradicional a la Alianza, respetando la pluralidad de tendencias, en las difíciles circunstancias de aquel tiempo. En otro extremo del mundo, podríamos decir también que los chinos no aceptaron el Evangelio, hace tres siglos. Los misioneros jesuitas, con la benevolencia del emperador y siguiendo el rumbo abierto por el padre Matteo Ricci, habían armonizado la fe cristiana con la moral de Confucio, pilar de la familia y de la sociedad. Proponían una liturgia celebrada en chino, no en latín, y aceptaban la veneración de Confucio y los antepasados, como tradiciones sociales. Eran los llamados “ritos chinos”. Pero en Roma, después de muchas vacilaciones, el Papa los prohibió, en 1704. Pío XII levantó esa prohibición, en 1939. La sociedad china, que estaba al borde de hacerse cristiana, comenzando por

la clase dirigente de los mandarines, continuó entonces como antes, al sentirse incomprendida por  los europeos.

En vez de “China no aceptó el Evangelio”, digamos “China continuó en la fidelidad a sus tradiciones, no percibiendo el cristianismo como un llamado de Dios”. Otra frase de Nostra aetate suena a dura reprimenda: “Jerusalén no conoció el tiempo de su visita”. Es como si afirmara que la ciudad santa rechazó al Señor y cometió un grave pecado colectivo. Pero conviene interpretar esta expresión con la categoría bíblica de las “visitas” del Señor a su pueblo. En el Evangelio de Lucas, por ejemplo, leemos que el ángel Gabriel le anunció al piadoso Zacarías que tendría un hijo, Juan el Bautista. Esto le pareció imposible al sorprendido sacerdote, porque él y su mujer ya eran ancianos. No reconoció la visita del Señor y por eso quedó mudo hasta que nació el niño y fue circuncidado con el nombre de Juan. Zacarías es recordado por la Iglesia como un santo. Peregrinó en la fe, como todo creyente, alentado por visitas sucesivas del Señor. Por otro lado, al predecir la destrucción de Jerusalén y llorar sobre ella, Jesús se valió de categorías apocalípticas, extrañas para nosotros, que presentan como destrucción o fin del mundo lo que hoy denominamos renovación.

 

¿Siguen en la Antigua Alianza?

Las frases que hemos analizado, perfectibles en su redacción, adquieren todo su sentido de fraternidad y amistad en el contexto del espíritu conciliar. El pueblo judío mantiene encendida la lámpara de la fe. El Viernes Santo pedimos que continúen creciendo en la fidelidad a la Alianza. En Nostra aetate la Iglesia “espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz”. No le pedimos a nadie que abandone su fe sino que aprendamos a cantar todos “con una sola voz”. El argentino Daniel Barenboim, con su orquesta de israelíes y palestinos, nos muestra que la más bella música puede nacer en las encrucijadas de los pueblos. Concluyo con una reflexión que no se encuentra en Nostra aetate pero se inspira en ella. La única Alianza de Dios con la humanidad se ha manifestado en tres dimensiones de la fe: la Original (con Adán), la Universal (con Noé) y la Final (con Abraham). Todos miramos hacia adelante, hacia las estrellas del cielo, como Abraham, atraídos por la luz mesiánica. El pueblo judío no se quedó en la “Antigua” Alianza. Vive en la Nueva, la del Amor, peregrinando como nosotros en la esperanza y llevados todos de la mano de Dios.

 

El autor es jesuita, profesor de Teología y colaborador de la Comisión Episcopal de Ecumenismo, relaciones con el Judaísmo, el Islam y las Religiones.

1 Readers Commented

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  1. Alberto Sarramone on 8 octubre, 2010

    Que bien me cayó la nota q

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