Dos centenarios, dos Argentinas. Un recorrido por las expectativas y las proyecciones de la Argentina de 1910 y su contrapartida, cien años después.

En el pasado mes de mayo se festejaron los doscientos años de la Revolución de Mayo y los cien años del centenario patrio de 1910. Ese centenario quedó ubicado en el punto medio del tiempo transcurrido desde la revolución de 1810 hasta el presente. Aquella revolución en un extremo, el bicentenario en el opuesto.

El Centenario habría de quedar como un mojón con sus dos caras: una mirando al camino recorrido en cien años y la otra al de cien años por delante. En el inicio, los revolucionarios de Mayo; aquí: nosotros. Los hombres de 1810 habían mirado hacia el futuro, hacia delante en el tiempo, olvidándose del pasado; los de 1910 tuvieron las dos miradas: hacia el pasado y hacia el futuro. Los de Mayo quisieron dejar atrás rápidamente la época anterior y de este modo, cuando se hizo grande la Argentina, no había conciencia de un pasado previo a la Revolución de Mayo, aquella “oscura época colonial” de hechos desconocidos para ellos. Sin embargo, los estudios de fines del siglo XIX fueron develando y revelando la riqueza cultural e histórica en los años de la dominación hispánica y en los pueblos indígenas que merecía ser conocida. Los hombres de l910 ya sabían que había un pasado y se lanzaron a considerarlo y valorarlo.

Así es que en los riquísimos y abundantes estudios y trabajos que se realizaron para 1910 aparece la constante referencia a épocas anteriores. Hasta entonces, el deseo de progreso y superación había hecho que se olvidara inclusive el pasado reciente. Muchos ignoraban lo que habían hecho sus abuelos y hasta quiénes eran sus bisabuelos, si no se contaba con alguno que hubiera sido célebre por algo. Se comenzó, entonces, a indagar y a valorar no sólo lo español sino lo concerniente al gaucho y al indio, también al negro, a la montonera, a las tradiciones provincianas y la cultura popular.

La gente del Centenario tuvo conciencia de que el suyo era un momento para hacer un alto y considerar su situación, cualquiera fuese su actividad, y de este modo hacer balance de lo que tenían entre manos: cuál era su capital. Así surgieron estudios, inventarios, estadísticas, resúmenes históricos y apreciaciones de todo tipo.

Una bibliografía monumental se produjo alrededor de 1910. Hubo ediciones de documentación histórica –aun en facsimilares–, álbumes gráficos, estudios sobre educación, arte, economía, comercio interior y exterior, movimiento inmigratorio, transportes, sanidad en todos sus aspectos, defensa, religión, cultura tradicional y, por cierto, historia. Todo se estudió y en estos documentos puede hallarse la referencia a la situación en que habría de encontrarse al cabo de cien años. Hay un monumento bibliográfico en ese momento, al que se fueron agregando los libros producidos por extranjeros que visitaron el país y quedaron sorprendidos no sólo por lo que veían y se les mostraba, sino con el ambiente de la calle: el desafío de ganarse un futuro de trabajo en el rostro. Ciertamente que en esa época del Centenario primaba un espíritu mercantil. El inmigrante que llegaba podía encontrarse solo ante el desafío del medio, si no encontraba la ayuda de algún connacional. La ayuda estatal –así hubiera incluido el pasaje– se terminaba en los días del Hotel de Inmigrantes, si se acogía a él, y el derecho a partir en un tren de carga al bárbaro interior de la República. Era todo lo que se le ofrecía. Puede considerarse hoy escasa asistencia social, pero venían de países donde poco se les había dado, a veces ni escuela ni oficio y sólo rudimentos de religión. Pero aun con poco bagaje, venían a ganarse el futuro. Todo estaba apostado al futuro, el propio y el de sus hijos. Era una lucha a ganar o volverse derrotado sobre sus pasos. El habitante del conventillo o de la pieza de alquiler –primera e ineludible vivienda del recién llegado proletario–, sabía que habría de salir de allí en poco tiempo, a la casa propia o a su lugar de origen. Peleaba con el abismo del pasado a sus espaldas. El futuro se vivía todos los días, se palpaba en todos los ambientes. Y era un porvenir promisorio, venturoso, como no podía ser de otro modo. Nadie en su sano juicio podía concebir un futuro preñado de inseguridades, con un gobierno que le quitara sus ahorros –aunque él no hubiera tenido la posibilidad de elegirlo–, con falta de trabajo, comida y vestido, porque todo se ofrecía. Bien pronto podía escalar y escalaba los peldaños sociales, que entonces los había y se respetaban, y cualquiera podía ascenderlos. Si por su cortedad de instrucción o entendimiento no podía llegar más que a ser un considerado artesano, respetado oficial de su oficio o acreditado comerciante, su hijo podía ser universitario, militar, religioso y hasta llegar a Presidente de la República.

Con estas características el Centenario fue un alto para la reflexión. Aun los empresarios e industriales lo hicieron. Muchos dieron a publicidad sus propias historias comerciales, siempre proyectadas hacia el futuro, participando en los concursos, exposiciones y toda demostración de capacidad industrial y comercial. En los festejos del Centenario hubo poca presencia oficial no obstante una comisión estuvo sesionando durante cuatro años y había una ley nacional de festejos, con su presupuesto votado por las cámaras y rendición de cuentas.

Ese espíritu público, más la interminable serie de homenajes, actos académicos, exposiciones y congresos nacionales e internacionales, certámenes, concursos de todo tenor, inauguraciones de edificios, parques y plazas, piedras fundamentales de los monumentos más importantes que hoy existen en Buenos Aires y en algunas capitales de provincias; ediciones especiales de todo tipo, composiciones musicales, estrenos de obras, conciertos, reuniones y manifestaciones populares patrióticas, a lo largo de todo 1910, determinaron que fuera un año muy especial.

Pero tanto accionar no podía finalizar allí y como siempre se tenía presente el devenir, fueron múltiples las acciones trascendentes que quedaron para el futuro del país.

De allí en más se fueron produciendo procesos que cambiaron la nación. La ascensión al poder de un gobierno nacionalista y populista es consecuencia directa del Centenario, con una ley nacional que lo posibilitó. La búsqueda de las raíces culturales fue resultado de los estudios realizados entonces; la temática nacional en la escuela consecuencia de lo anterior; la valoración de lo propio, luego de años de tener en cuenta sólo lo extranjero, fue respuesta ante la evidencia de los logros obtenidos; el patriotismo declamado, que antes no existía, con la veneración de los símbolos nacionales que  llegaría hasta el exceso, el orgullo nacional y la conciencia de unidad, resultó de las propias fiestas; y en fin, la seguridad en un futuro venturoso para la Argentina, impulso de lo logrado hasta entonces.

El Centenario fue una época culmine no sólo por estar ocupando el país uno de los primeros puestos en el concierto de las naciones y respetado como tal –antes no lo había tenido y después lo perdió– sino por la fe que el habitante tenía en el país, en sus instituciones, en su futuro, en su gente y en sus dirigentes. Poder apreciar que existía una clase dirigente ilustrada, patriótica, honesta, que si buscaba su propio interés también buscaba el bien del país y del pueblo, con el que tenía contacto diario porque la democracia exigía que todos viajaran en tranvía y caminaran por la calle yendo de su casa al trabajo –así fueran obreros, empresarios, ministros o presidentes–, habla de una época que hoy sólo puede verse como maravillosa, irremisiblemente perdida. Llegado el 2010 sólo miramos hacia el pasado, que algunos interpretan con manipuleos para no reconocer una realidad de decadencia –es actitud del ignorante creer que su corto momento es el mejor que ha existido. Los festejos del bicentenario quedaron reducidos a una masa de pueblo en las calles, curioseando aquello que se le ofrecía para su entretenimiento, motivada por la propaganda de cosas extraordinarias en verse, sin más participación que su presencia y su aplauso, si aplaudía.

Ni congresos, ni concursos internacionales, ni actos académicos, ni estudios profundos y amplios sobre la nación. Nadie haciendo balances para proyectar acciones de futuro. Con la realidad de un país que ya nada tiene que ofrecerle al extranjero y poco al nativo. Con un futuro preñado de inseguridades. El balance que pudo hacerse en el centenario de 2010 es que no sólo perdimos el futuro y la fe en él, sino, por errar el camino, parte del pasado.

 

El autor es investigador del Conicet en el área de historia de la cultura

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