Ya pasaron las dos efemérides más significativas del Bicentenario junto con el fervor patriótico que desde hace bastante tiempo sólo el fútbol despierta a lo largo y a lo ancho del país, disimulando fracturas sociales y culturales persistentes.
A lo largo de casi un semestre escuchamos incesantemente voces de protagonistas diversos sobre la connotación de estas celebraciones, sobre la mejor o peor situación en la que se encuentra hoy la Argentina, sobre la contribución de los grandes hombres de nuestra historia, sobre nuestros aciertos o mucho sobre nuestra “inexplicable” decadencia.
Lo llamativo en parte, es que fuera de los ámbitos estrictamente académicos pocas veces estas reflexiones fueron hechas por historiadores profesionales. Los programas televisivos y radiales, los diarios y las revistas, prepararon micros, secciones especiales, publicaciones complementarias, imágenes y hasta dibujos animados donde el bien intencionado afán de ayudar al ciudadano común a conocer mejor el pasado se mezcló burdamente con las especulaciones del marketing. No faltaron pues las anécdotas sentimentales, las recetas culinarias ni la nostalgia sensiblera por la noción de “patria-granero del mundo”.
Políticos sólo interesados en los dilemas del presente, periodistas de toda laya, locutores ignorantes y hasta personajes del mundo de la farándula se atrevieron a decir alguna cosa emparentada con la palabra patria como si acaso su mágica mención los transportara a un tiempo mítico de hazañas y ejemplares sacrificios de los que la mayoría de ellos –más está decir– serían incapaces.
Difícil sería la tarea de evaluar la relación entre esta saturación de opiniones y la recepción de un conjunto social de destinatarios seguramente tan plagados de los mismos tics que aquellos que competían por captar su atención y consumo. Sin embargo, tal vez el más saludable legado que dejaron los días de los festejos de mayo fue el genuino interés participativo que exhibieron los millones de personas que durante esos fríos días salieron festiva y pacíficamente a las calles de todo el país. Quizás lo hicieron impulsados por el sentimiento de que a pesar de todas las grandes dificultades cotidianas que enfrenta la Argentina (inseguridad, pobreza, bajos salarios, ausencia de políticas públicas definidas, corrupción, etc.) había mucho que conmemorar y mucho –¿por qué no?– por lo cual seguir apostando. Ello porque cuando una comunidad conmemora, lo hace incluyendo triunfos y fracasos, recordando a los ausentes, regocijándose por los que viven y soñando un futuro mejor para su hijos. En este sentido la sociedad argentina ha demostrado una capacidad de recuperación que los días más penosos de la crisis de 2001/2002 no permitían siquiera insinuarse en
la imaginación de los utopistas que creyeron que el país se refundaría en el autogobierno de las asambleas populares. Al decir esto último, quiero despejar toda sospecha de simpatía con las iniciativas espontáneas nacidas de la sociedad civil si no son acompañadas de un objetivo donde el reclamo de derechos vaya de la mano de la autoimposición de obligaciones y compromisos colectivos de carácter responsable. No obstante, tampoco suscribo en modo alguno a los intentos de manipulación y mezquindad política que la dirigencia nacional mostró con desparpajo en los discursos confrontativos, las ausencias inexplicables en algunos actos, y las aspiraciones de capitalizar a favor de su fuerza política la voluntad participativa de la gente. Ni las irreductibles sentencias antiperonistas y decadentistas de un Sebreli, ni las irritantes evocaciones de una Argentina populista y facciosa de un Coscia aportan a un ejercicio de lectura menos militante y determinista del país que fuimos y de una mirada más realista pero no fatalista de lo que podemos ser capaces de construir.
Cual tirios y troyanos, asistimos a una sostenida operación de lectura del pasado –estéril, según mi punto de vista– de enfrentar los festejos del actual Bicentenario con los de 1910, como si acaso fuera pertinente comparar dos momentos de la historia argentina y del mundo desde los parámetros actuales. O más bien podría decirse que según el analista de turno se inscriba en la idea de que “todo tiempo pasado fue mejor” o contrariamente ubique por defecto en el futuro esa noción de transformación social progresista, serán las obvias conclusiones que se sostenga sobre nuestro derrotero histórico.
Más que seguir fomentando la equívoca idea de que la Argentina estaría destinada –vaya a saber por la decisión de qué divinidad–, a un horizonte de grandeza, sería más maduro que la sociedad se enfrentara a una idea de incertidumbre como de libertad para forjar su propio rumbo. Es decir, dejando de cargar las tintas sobre supuestas conspiraciones de raíz local o de vocación imperial que nos habrían apartado de ese camino. Hubo una recordada frase de Eduardo Duhalde –durante su gestión presidencial– que de alguna manera resumía esa perdurable y contrapuesta concepción sobre rol histórico (autoatribuido) de nuestro país cuando afirmó que los argentinos “estamos condenados al éxito”. Por otro lado, me gustaría subrayar que si bien en toda conmemoración histórica hay rescates y olvidos voluntarios y deliberados prevaleció en este Bicentenario una preferencia historiográfica de corte revisionista. Se trata de un revisionismo histórico redivivo que en la pluma o la voz de sus representantes actuales (Piña, Galasso, O’Donnell, tan sólo por citar a los más exitosos) vuelve a recrear una reconstrucción maniquea y simplificadora de nuestra historia donde la tradición liberal es denostada y “culpabilizada”. ¿Cuál fue su peor error? Curiosamente aquello que muchos de nosotros aún reconocemos como una de las virtudes de nuestros padres fundadores: visión de futuro, vocación de progreso y articulación del país al concierto de las naciones más adelantadas de su tiempo. Pero si acaso este esquema historiográfico Nac & Pop podría achacarse al poco probado profesionalismo de esos pseudo-historiadores cuyas obras son auténticos best-sellers, es más preocupante que el ex ministro de Educación Daniel Filmus haya criticado duramente a Sarmiento.
Con un razonamiento plagado de extrapolaciones y de oportunismo político resulta que “descubrimos” que nuestro padre del aula fue “políticamente incorrecto” por su arrasadora vocación civilizadora contra gauchos e indígenas. ¡Qué novedad! como si acaso la noción de relativismo cultural hubiera existido en el pensamiento decimonónico, incluso en el mundo de las izquierdas.
Resulta pues que el provincianismo –sin duda muy vigente en las prácticas kirchneristas– es exaltado sobre el cosmopolitismo de la mentalidad de aquellos hombres que proyectaron la Argentina. Es cierto que esa Argentina era republicana más que democrática pues ése era el modelo político prevaleciente en el mundo de entonces. Se trataba de una sociedad abierta a la carrera del mérito y al ascenso social que los sectores populares de hoy tienen directamente cerrado. Luces y sombras seguramente pueden encontrarse en ambos festejos de los sucesos de mayo porque no es cierto que en 1910 un sector de la elite gobernante de orientación reformista no fuera crítica con las aristas más controvertidas de aquel modelo oligárquico.
Por último, el desfile iconográfico de los próceres de la Patria Grande propuesto por las autoridades nacionales no sólo excluyó a los grandes hombres y nombres de la tradición liberal, sino que exhibió una gran incoherencia ideológica. ¿Cómo unir a Antonio Mariño, Juan Manuel de Rosas, Monseñor Romero, Evita y el “Che” Guevara? Esta confusa operación historiográfica recupera de modo incompleto y sesgado apenas una línea de la tradición “revolucionaria” latinoamericana. De acuerdo con la política del presente no se vislumbra lamentablemente en la dirigencia gobernante ni en la opositora ningún esfuerzo por diseñar un proyecto de país que salga del modelo del partido hegemónico y sea capaz de fomentar un cambio en nuestra cultura política.
Más que una retórica vacía del discurso democrático necesitamos más concreciones en el terreno de las prácticas. Vigencia de la institucionalidad republicana, cumplimiento de las leyes, políticas públicas de largo plazo, transformación e inclusión educativa, mejor distribución de la riqueza, vocación de diálogo político, memoria histórica sin oportunismo político y respeto por las minorías en todas sus formas de expresión serán, sin duda, los grandes desafíos de la Argentina de este siglo XXI. Es responsabilidad de gobernantes y gobernados construir ese derrotero que no está predeterminado para ninguna nación del mundo.